¿Volarías 13.000 kilómetros en busca de sexo?

  Es lo que hace, con otro itinerario y un plan adaptado, el correlimos pectoral: los machos vuelan hasta 13

¿Volarías 13.000 kilómetros en busca de sexo?

Autor: Priscilla Villavicencio

Imagen de un correlimos pectoral en una playa en septiembre pasado.
 
Es lo que hace, con otro itinerario y un plan adaptado, el correlimos pectoral: los machos vuelan hasta 13.045 kilómetros (la distancia de Madrid a China) en un mes, al inicio de la temporada de cría, inspeccionando 24 lugares potenciales de apareamiento a lo largo y ancho de la tundra ártica de Alaska, Canadá y Siberia. Lo revelan en un reciente artículo en la revista Nature los científicos Bart Kempenaers y Mihai Valcu, del Instituto Max Planck de Ornitología de Seewiesen (Alemania). Su estudio abre una puerta a una reinterpretación de las complejas relaciones de pareja en las aves.

La conducta de los correlimos pectorales -que afrontan ese viaje nada más llegar de otro de 14.000 kilómetros desde sus áreas de invernada en la mitad austral de Sudamérica- está directamente relacionada con su estrategia de emparejamiento: los machos son poligínicos, es decir se aparean con dos o más hembras, y no les ofrecen otra cosa que sus genes, ni recursos, ni territorio, ni colaboración en la crianza. Este planteamiento lleva aparejada una fuerte competencia y muy pocos «galanes» logran su objetivo. Se produce una dura selección. Por eso se mueven tanto: visitar muchos lugares donde puede haber hembras fértiles disponibles multiplica sus opciones.

La novedad que aporta el estudio radica en la amplitud de esos movimientos, pues los desplazamientos a corta y media distancia son frecuentes en otras especies con la misma estrategia reproductiva del correlimos pectoral. Y no se trata sólo del esfuerzo por encontrar pareja; al moverse por toda su área de cría, el correlimos pectoral favorece un amplio intercambio genético e iguala a todos los individuos, pues no hay adaptaciones locales y tampoco se produce especiación (diferenciación de razas geográficas). Lo mismo podría ocurrir, a diversas escalas, en otros tipos de aves.

Puede parecer que el empeño es excesivo, pero lo cierto es que las aves (sobre todo las que se emparejan de por vida) invierten mucho tiempo y esfuerzo en encontrar su «media naranja». Otro estudio reciente, del mismo instituto alemán, concluye que esa dedicación tiene beneficios evolutivos. Un experimento realiza-do en condiciones controladas con el diamante cebra de Timor mostró una diferencia del 37 por ciento en el éxito reproductor (número de pollos volados) en-tre las parejas «obligadas», formadas por los científicos, y las de libre elección entre las aves, a favor de estas últimas.

Los investigadores apreciaron que en las parejas forzadas las hembras atendían menos al ritual de cortejo del macho, las relaciones entre ellos eran menos afectivas, y los machos pasaban menos tiempo en el nido y eran mucho más proclives a las relaciones extraconyugales que en las parejas de libre elección. El porqué parece radicar en la diferente compatibilidad, bien de caracteres o bien genética. Esta última se ha testado en seres humanos: al exponer a los sujetos al olor de una camiseta sudada, éstos elegían la de aquellas personas con sistemas inmunes más distanciados genéticamente de los propios.

El olor no funciona como arma de seducción en las aves, pues la mayoría carece de olfato. Tienen otras: colores, adornos (plumas sin otra funcionalidad que la exhibición), «danzas» y el canto (que estimula la actividad hormonal y actúa como criterio de elección), a menudo combinados entre sí.


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