Creemos imposible que la esclavitud y la explotación sexual sean cosas que ocurren aún en nuestros días. En la antigua Roma, los esclavos eran la base de la sociedad y aún así, eran considerados cosas, peores que un animal. Pero ahora, nos decimos, nuestra sociedad avanzada, tecnológica y científica, nunca tendría ese problema. La realidad es otra.
En Europa, América, África y Asia las cosas aún parecen estar en el medioevo. Mujeres, hombres y niños desaparecen sin rastro. Los familiares esperan una señal de vida, una llamada nocturna, una carta ansiada, incluso algún vecino que sepa el destino de aquél que ha desaparecido. Los resultados casi nunca son favorables.
El tráfico humano es cosa de todos los días y gracias a esos seres humanos que yacen secuestrados, la sociedad tiene un flujo constante de dinero. Los esclavistas engañan con falsas promesas de un futuro mejor. Los involucran en planes que parecen una maravilla y después de encerrarlos en bodegas, apilados, deshidratados y casi sin poder moverse, los venden al mejor postor.
Uno de los delitos más vergonzosos de la humanidad se convierte en el mejor negocio para hombres y mujeres sumamente poderosos que, a través de mafias y la compra de poder, hacen que circulen cantidades absurdas de dinero que nunca serán para quienes trabajan por él.
Labores forzadas o explotación sexual son los principales motivos para vender humanos. Un negocio criminal internacional que cobra millones de víctimas. Las ganancias ascienden a unos 3 mil millones de dólares por año. Las víctimas no reciben un céntimo. Los más marginados son las presas más fáciles cuando aquellos que los secuestran prometen un futuro mejor.
Chicas en la calle de Pattaya, Bangkok.
No sólo se trata de trabajar gratis. Las golpizas brutales, la constante pelea por un lugar dónde dormir, falta de higiene, de servicios de salud, una condición de vida estable… nada de eso es posible. No existe vida, sólo se trata de existir y sobrevivir.
Las que tienen más posibilidades se enfrentan a subastas millonarias para ser esclavas del mejor postor: un hombre gordo, millonario y pervertido que seguramente la recluirá para servicios sexuales. Otras tantas simplemente reciben un vestido de lentejuelas, tacones del número 12 y maquillaje, saben que tendrán que estar despiertas casi 24 horas y muy drogadas para sobrevivir los intensos roces y los golpes que algún desquiciado fetichista le dará.
Otros hombres, destinados a los peores trabajos, esperan un futuro a puerta cerrada. Probablemente sin ver la luz un día más. Su cama estará al lado de su lugar de trabajo, sus esperanzas de sobrevivir sólo aparecerán cuando ocasionalmente puedan descansar del vertiginoso trabajo en serie que los hará colocar etiquetas falsas a prendas suntuosas o simplemente pescar en estanques de sol a sombra.
Los niños, secuestrados y casi abandonados a su suerte en medio de la calle, deben valerse de su carisma, ojos grandes y llorosos, poder de convencimiento y habilidades para causar lástima para recibir un centavo más que el niño que yace al lado, cuya función es exactamente la misma: pedir monedas o vender cualquier dulce a los transeúntes.
En Asia, este negocio fructífero y atroz, fue retratado por la fotógrafa Sandra Hoyn, quien se caracteriza por la crudeza de sus fotografías a color. Con cada serie nos cuenta tragedias distintas alrededor del mundo. Vidas que nunca quisiéramos tener pero que, con un grito interior, desearíamos parar.
Con series como la de los burdeles de Bangladesh, llamada “The Longing of the Others”, nos muestra la vida de ésas que no tienen otra opción que saldar sus deudas prostituyéndose hasta enamorar a un candidato que las saque de la miseria. Su serie de niños indios que son recluidos en orfanatos como un negocio cruel o “Los últimos Orangutanes” y “Viviendo con el volcán”, nos hablan de las problemáticas naturales a las que hoy diversas comunidades, tanto humanas como animales, están expuestas en el mundo.
En esta serie llamada “Import-Export”, en referencia a las personas que entran y salen de un país como mercancía, plantea la crisis atroz que se genera con uno de los negocios ilegales más prolíficos del mundo. “En mis travesías por Asia, conocí a muchas personas que vivían en estas circunstancias. Comencé con la primera parte del foto-ensayo en Tailandia y Camboya. Camboya es un lugar donde se envían, reciben y transitan personas que forman parte del tráfico en la subregión de Mekong”.
Pie de una prostituta vietnamita en Camboya.
Estos dos países son ampliamente conocidos por su turismo sexual. De hecho, la ANESDAV (que cuida y protege los derechos humanos y forma severa de violencia de género) asegura que el 22 % de los turistas a Camboya lo hacen por motivos sexuales. Las barreras lingüísticas se convierten en el mejor aliado para los secuestradores, quienes fácilmente las drogan, abusan de ellas y las convierten en la carnada perfecta para todos aquellos que visitan el país.
Pederastas viajan a lugares pobres o envueltos en guerras que lo único que intentan es sobrevivir por lo que, si se considera que las rentas per cápita son de 260 dólares al año y una niña virgen puede venderse en 150 dólares, no es de extrañarse que los menores sean víctimas de sus propias familias que lo único que quieren es un futuro mejor para los otros niños a los que deben mantener.
Quienes están recluidos, muchas veces sólo son forzados a trabajo doméstico pero la mayoría son esclavas sexuales. Aproximadamente un tercio de las mujeres y chicas en la prostitución de Camboya son de Vietnam, las camboyanas en cambio, son vendidas a otros países como Tailandia y Malasia para los mismos propósitos. Nadie conoce a nadie y no tienen cómo huir.
Niña de la calle pidiendo limosna frente al palacio Real, en Phnom Penh.