Chile, “¿potencia forestal y alimentaria?”

Un recorrido por las regiones centrales de Chile arrasadas en el último incendio acaba siendo un sentido viaje por lo que se fue del valle de Colchagua, Constitución y el ramal Parral-Cauquenes. Donde se cultivaban garbanzos, trigo, maíz ahora hay sólo pinos. Pinos quemados.

Chile, “¿potencia forestal y alimentaria?”

Autor: Mauricio Becerra

santaolga

«El que siembra trigo por aquí es un idealista o nostálgico», me dijo el alcalde de Pumanque, Francisco Castro, parado en el medio de un «bosque» calcinado de eucaliptus; «no sale a cuenta».

Estamos parados en el valle de Colchagua, la cuna de la oligarquía agraria de Chile, el antiguo granero del país. Hoy se ven sólo los famosos «bosques» para la celulosa, y monocultivos vitivinícolas, paltas y otros de exportación. Plantas exóticas, llamadas así por lo ajenas al clima y al suelo de secano del lado occidental de la cordillera de la costa. Nada de trigo, maíz o legumbres, los verdaderos alimentos.

Aquí los bosques no son bosques, ni el vino o las paltas soberanía alimentaria, como reza el slogan oficial que Chile marquetea por el mundo. Entre todas, se chupan toda el agua, resecan y acidifican el suelo, matan la biodiversidad y el ecosistema, y dejan al país dependiendo de las importaciones para los alimentos.

Todo eso contribuyó decisivamente a los incendios, pero de la Presidente para abajo nadie ha siquiera mencionado el tema del modelo forestal y agrícola como un elemento que merezca ser al menos considerado para la «reconstrucción».

¿De qué hablan, entonces, cuando hablan de reconstrucción? Sospecho que de casas. Punto. Para el alcalde Castro, un hombre de derechas, se trata en cambio de una oportunidad de recuperar un modo de vida, una cultura y un territorio golpeados por el neoliberalismo (Castro no usa esa palabra, pero es lo que significa).

«Esto es seguridad nacional», exclama frente a las cámaras del programa «Continentes» de HispanTV, mostrando los árboles quemados a su alrededor, cuando se le pregunta por los gastos militares. «Hay que pensar el territorio de otra manera», agrega, cuando es consultado sobre las plantaciones de pinos y eucaliptus.

Invitamos a Castro a un debate en medio de la quemazón con un hombre de izquierda de la región, el historiador Edison Ortiz, quien sí usa el término «neoliberalismo». La idea era que en el debate, y en ese ambiente desolado, se enfrentaran dos posiciones antagónicas sobre el modelo de desarrollo, pero no fue así: el épico incendio de 2017 los condujo a terreno común: Chile tocó fondo.

«Aquí estalló el modelo extractivista y del monocultivo propiciado desde el Estado a través de los subsidios», dice Esteban Valenzuela, el desencantado ex alcalde de Rancagua, ex diputado PPD y ex jefe de una comisión presidencial para la descentralización (cuyas propuestas han sido interpretadas por el Gobierno en sentido inverso, o sea, como lo que no hay que hacer).

Valenzuela, dedicado a la academia en la Universidad Alberto Hurtado, parece no creer ya en nada, y menos en volver a la política, pero igual sostiene que la hecatombe del agua y los recursos se puede revertir terminando con el modelo forestal de la dictadura para diseminar en cambio «comarcas verdes» de cultivos diversificados, incluidas plantaciones forestales, para asegurar el agua, la productividad del suelo, la alimentación, y la agricultura campesina que proporciona los alimentos.

Una a una explosionan las bases del modelo económico neoliberal chileno, y las instituciones siguen «funcionando» como si nada. Evidencia de ellos es la entrada en vigor de la ley de estacionamientos, que equivale a un inmenso dedo inserto en el culo de los ciudadanos, a quienes nos habían prometido terminar con los abusos de los estacionamientos. En lugar de eso, los aumentaron. O no les importa nada de lo que pensemos, o no se dan cuenta.

Valenzuela recuerda que en los años 60 del siglo pasado el gobierno de Eduardo Frei Montalva comenzó a subsidiar las plantaciones de pinos en los territorios erosionados o en peligro de erosión. Con Pinochet ya instalado sobre los cadáveres de Chile, su yerno, Julio Ponce Lerou, recibió de regalo la Corporación Nacional Forestal, y propició desde allí el fatídico decreto que está acabando con el bosque nativo y el agua.

¿Alguien habrá pensado en un tribunal tipo Nüremberg para estos traidores a la patria?

El ex río Maule

Para un reportaje televisivo nos tomamos el trabajo de viajar a Constitución por donde nadie va, por el abandonado territorio al norte del río Maule. Es la ruta del agónico ramal Talca-Constitución de los Ferrocarriles del Estado (antes FFCC del E, rebautizado como «EFE» por los modernistas).

A Carlos Zúñiga, dirigente del Partido Comunista de Constitución, ex concejal, le brillan los ojos cuando recuerda sus viajes infantiles en ese tren: «En cada parada del tren se subían los campesinos a vender sus frutas, todas variadas. Y la uva rosada de Toconey ¡Era tan rica, dulcecita!». Y dicho esto se le apagan los ojos: Toconey ya no existe, allí ya no hay uvas ni cultivos de ningún tipo, y menos queda vestigio de los robles que bordeaban la línea férrea, robles que Zúñiga vio ya de adulto.

Toconey es otra estación triste del ramal. A su alrededor hay dos paisajes: al norte, pinos, pinos y pinos, ahora quemados además. Y al sur, un mar de piedras redondas, de unos 500 metros de ancho. Tras las piedras, un charco verde, estancado: lo que queda del río Maule. El mar de piedras era el río Maule antes de los pinos. Al otro lado del charco, los pinos quemados. Quien no se conmueva al ver eso, no tiene corazón.

En la «estación», una casa amarilla pegada a los rieles de trocha angosta, un viejo mira el suelo con las manos en los bolsillos a media tarde. Ahí estaba cuando pasamos hacia el río, y también cuando volvimos, más de una hora después. No hay una escuela, un negocio, nada en Toconey. Buscamos donde comprar agua; tampoco hay: solo Coca Cola y Fanta. Y cerveza Cristal.

Antes de Toconey está Curtiduría. El sitio oficial de los FFCC del E dice: «La estación, construida entre los años 1890-1892, tiene el estilo de las antiguas viviendas rurales, con muros gruesos de adobe y corredor semi-exterior, y presencia de maderas nativas en puertas y ventanas».

No dice que está clausurada porque en el terremoto de febrero de 2010 se cayó el techo y todo el interior, y nunca más ha sido reparada. Hace poco se cayó una rama (gancho) de un pino, y derribó el letrero blanco y celeste, que quedó detrás del tronco. Nosotros lo pusimos adelante. Que se vea, por lo menos.

María Brown cuida la estación. Vive en una casa al lado, porque tuvo que dejar la vivienda institucional tras el terremoto de 2010. Dice que todo cambió con el terremoto, que antes el río se desbordaba y ahora la noria está seca. Antes tenía un huerto, y ahora no puede regar. Antes tenía agua, ahora no. «Yo no sé de eso, pero por lo que veo en las noticias, los pinos tragan toda el agua», dice, cuidadosa.

En Curtiduría se sigue cultivando la apreciada cepa País, traída por los españoles y ahora extinguida en España. El sitio de los ferrocarriles invita a conocer las viejas y nobles edificaciones de adobe y roble. No les crea: son ruinas abandonadas y a punto de caer.

De Toconey, confiando en el GPS, enfilamos a la montaña en el bravo Volkswagen Gol, orgullo brasilero. A pocos kilómetros ya no había GPS pero sí muchos pinos y caminos madereros sin señalética alguna. La quemazón inflama los ojos y los pulmones, se extiende hasta donde alcanza la vista. Sin la vieja y confiable brújula no sabríamos cual es el norte y el sur: fue nuestra oportunidad de perdernos y asimilar mejor el desastre tanto del incendio como de la industria forestal.

Santa Olga

Llegamos tarde a una cita con el alcalde de Constitución, pero no así con los sobrevivientes de Santa Olga. Uno escribe Santa Olga en el Google Maps y no aparece, pero sí aparece ante tus ojos, en la carretera, ese impresionante paisaje de territorio arrasado, que deja perplejo. Muy parecido al que encontramos junto al río ahí cerca, en Constitución, el 28 de febrero de 2010. O sea, unos cuadrados de losas de lo que fueron casas. Aquí, con el agravante de la ceniza y los árboles quemados, pegados al poblado.

Santa Olga es difícil de definir, salvo la descripción de Carlos Zúñiga: un poblado para que los explotados por las empresas forestales –»los tres dueños de los bosques»– estén cerca del lugar donde los explotan.

Había alcantarillado en Santa Olga, pero no agua. Los vecinos cuentan que a los que vivían en la parte baja, cerca de la cancha de futbol, les llegaba por ese alcantarillado toda la mierda de Santa Olga, que brotaba generosa y hedionda por retretes y lavamanos.

Como en el terremoto, o los incendios de Valparaíso, nos topamos con elegantes militares, bien armados, custodiando el recinto. En la cancha de futbol, en una inmensa carpa-comedor del Ejército, se alimenta a la población remanente con los víveres que han donado de todo Chile. En diagonal, y detrás de una cerca, un grupo de sólidas tiendas con forma de chalet alberga a los militares. Del lado de acá de la cerca, sálvese quien pueda: el Ejército de Chile no está para compartir sus tiendas con pinches paisanos.

En lo que fue la casa de Celinda Arévalo no hay tienda del Ejército, sino trapos de todo tipo para tapar el viento. Un colchón de espuma, nuevo, en el piso, y lo poco que quedó de su casa alrededor. Celinda y su esposo están sumergidos en profundas cavilaciones: hay una oferta de casas de «Levantemos Chile» y otra del Gobierno, ambas «de regalo».

Las casas de «Levantemos Chile» (los empresarios) estarían listas en marzo, pero serán pequeñas y de material ligero. Las del Gobierno son más grandes y sólidas, pero tomarán meses en ser construidas.

Celinda y su esposo no saben qué hacer: quisieran, como el chanchito Práctico, un casa sólida, pero no consiguen donde arrendar porque la sacrosanta ley del mercado establece que los solidarios vecinos que donan víveres también especulan con las viviendas, y los 200 mil pesos que da el Gobierno para arrendar vivienda ya no alcanzan. Tampoco tienen donde ir como allegados.

Ni «Levantemos Chile» ni el Gobierno han consultado a nadie sobre el diseño de las casas que van a «regalar». Las empresas forestales y de celulosa se dedican a despedir o relocalizar gente pero no «regalan» nada, menos casas.

Tampoco hay allí organización vecinal alguna para presionar por un tratamiento digno, de iguales: cada familia o persona hace lo que puede «por sí y ante sí» con los que aparecen por ahí prometiendo la construcción de una aldea de nuevo tipo, ejemplo mundial. Muchos ya son adversarios de sus vecinos, en la pelea por bonos de esto y del otro, y por probar que vivían ahí para obtener algo de quien sea.

El ramal Parral-Cauquenes

Más al sur, en Pelluhue y Curanipe, la gente se olvidó del maremoto que arrasó los mismos lugares donde hoy se baila, se va al circo, se bebe cerveza y se juega bingo. Es verano, hay que gozar o hacer como se goza en los lugares de moda.

Aquí es donde el borracho Martín, hijo de Carlos –el ricachón jerarca de la derecha–, atropelló y dejó morir a un pobretón de la zona. Una hora cuesta atravesar esos pueblitos porque las dos cuadras que separan el bingo de las casas se debe transitar en auto. Para eso vinimos en auto, no para caminar.

Por ahí cerca vive Gustavo González, veterano periodista de la agencia IPS, ex director de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile.

A la mañana siguiente nos lleva a ver la ruta del antiguo ramal Parral-Cauquenes. González es otro que recuerda de niño su carita tiznada por el carbón de la locomotora mientras atravesaban campos sembrados camino a Cauquenes.

En Cauquenes una señora nos vende miel. La última, dice, porque a su hijo se le quemaron las cajas con los panales. Se salvaron tres, pero cuando las fue a rescatar, encontró que las habían devorado las hormigas. El hijo está bajoneado, informa el papá.

Gustavo González también recuerda las compuertas municipales que contenían el agua del río Cauquenes para que la gente se bañara y paseara en bote. De las compuertas se tiraban piqueros, cuenta, parado en el basural debajo del puente del lecho de lo que fue el río.

Hay dos puentes, el viejo y el nuevo. Este último se llama «Presidente Sebastián Piñera Echeñique» (¿No era Evo Morales el del culto a la personalidad?).

Alguien taladró un hoyo en el moderno puente para hacer pasar un cable, que se adhiere a unos ganchos del antiguo mediante la tecnología vernácula del alambrito. El puente viejo está ahí en desuso, al lado del otro. Ni sirve ni molesta. Se quedó ahí no más. Todo recuerda Memorias del Subdesarrollo, la película de Tomás Gutiérrez Alea.

Las estaciones del ramal Parral-Cauquenes han sido privatizadas. Seguro que «EFE» ni se entera ni le importa. Los poblados tienen nombre, pero no existen. El Roble, que tiene letrero y todo, esta cerrado por un portón con cadenas. No hay pueblo. En Hualve la vieja escuela está abandonada, destruida primero por el terremoto y más tarde incendiada. La casa, en ruinas, de la estación, está habitada por una familia comandada por una mujer agresiva que no quiere preguntones por ahí.

González dice que el tren hacía vivir estas poblaciones, y ya no hay tren. Un escrito de González, que gatilló nuestro reportaje, habla de la nostalgia no como el sentimiento vano de añorar el pasado, sino como instrumento necesario para salvar el territorio de la depredación en marcha.

En una esquinita, frente a la escuela, hay una capilla de madera. Está todo quemado a su alrededor pero la capilla quedó intacta. Prueba, según el cura Juan Retamal, de que dios existe. En autos y a pie se acerca un grupo de vecinos a una misa a las 14:30 de un sábado con 35 grados de temperatura. Retamal va en su camioneta blanca de poblado en poblado, de misa en misa, llevando la palabra de dios, fardos y ayuda a los damnificados que no ha reporteado la TV chilena.

Dice a los feligreses que las autoridades políticas debieran reflexionar sobre las plantaciones de pinos, para que todo cambie. «Ojalá sea así».

Jaime Espinoza cuenta que él asistió a la escuela derruida, cuando la enseñanza básica era de primero a sexto grado. Usa sombrero de paja, se ve más joven de lo que narra. También viajó en el tren, comió las frutillas y las uvas y los dulces en las estaciones. Cuando la dictadura eliminó el tren, eliminó a Hualve, dice. Y llegaron los pinos. «Los que tienen la plata plantan bosques.

Yo cultivaba aquí garbanzos, trigo, maíz. Ahora no hay niños aquí, ni jóvenes». Pero sí hay pinos. Quemados.

Alejandro Kirk

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