«El cordero”, la película dirigida por Juan Francisco Olea, con guión de Nicolás Wellman, cuenta la historia de Domingo (Daniel Muñoz), un clásico hombre gris, sometido y sin iniciativa. El personaje, al poco andar de la película, comete un homicidio casual, por el que no es condenado. Su única condena, digamos, es interna y tiene que ver con que se vuelve consciente de su incapacidad para sentir culpa.
Sin ser una mala película, tiene uno de los vicios clásicos del cine chileno “serio” y es que se siente en el deber de tocar alguna problemática social. En eso la película falla, pues en lugar de centrar el interés y explotar de manera más profunda la disociación mental del protagonista, pierde tiempo en retratar de manera superficial personajes casi arquetípicos (la mujer insatisfecha, el hijo gay), e instala una situación de clases ambigua (viven en una comuna periférica, pero el suegro tiene un fundo donde almuerzan los domingos).
Ahora bien, si hay una crítica que la película sí logra fijar, tiene que ver con la pertenencia a una comunidad religiosa y el concepto de familia organizado en torno a eso. El concepto de familia, así retratado, resulta anti-natura. Es básicamente una postura exterior, de moral normalizada, que disocia a cada miembro bajo un concepto de libertad ligado al sacrificio y la culpa, además de códigos morales estrictos.
De esta manera, la “familia piadosa”, para sobrevivir como grupo normalizado, hace la vista gorda a la interioridad de cada individuo: obviando el alcoholismo de uno, la homosexualidad reprimida del otro, los deseos insatisfechos y, en el caso de esta ficción, incluso los impulsos criminales.
Esta moral normada, superficial, sin otro arraigo psíquico o emocional más que la pura la conducta “piadosa” y la pertenencia a una comunidad, nos habla de una vida desprovista de convicciones profundas, exterior y simulada, como los espejos, que no se guardan las caras que reflejan. Una vida “vacía”.
Domingo, el protagonista, está tan normalizado, es tan poco “una persona”, que se vuelve un sociópata de máscara aterradora, solo para remover su interior, para encontrar el rescoldo al menos del humano que no recuerda si alguna vez fue. Quiere ver si logra volver a sentir algo.
Por momentos, el guión se vuelve artificioso, obvio y un tanto inverosímil (por ejemplo casi todo lo que dice el cura, o la lengua desenfadada y perversa de la sobrina, así como el personaje Chester, un preso sociópata que en cada escena aparece vestido con una tenida diferente rayana en el cuiquerío o lo hipster). Sin embargo, la película logra instalar ciertos conceptos importantes. Los más obvios y manidos son la disfuncionalidad familiar y el hijo adolescente gay. Sin embargo es interesante la forma en que aborda el concepto de la culpa y la libertad.
Domingo no siente culpa, no siente nada, y comienza a realizar actos criminales para sentirse humano. El cura (Roberto Farías) le propone hacer mandas, ayudar a otros, es decir: sacrificarse, como un cordero. Chester (Gregory Cohen), el preso, se muestra como un espejo y plantea que ellos son iguales entre sí, pero diferentes al resto: al no sentir culpa, ni empatía, son libres. Libres para hacer lo que quieran. La libertad mediante el sacrificio y el arrepentimiento, o la libertad mediante un ejercicio de la voluntad no regido por otra moral más que la moral interna. Es la clásica dicotomía del león y el cordero. Un estado de disociación mental en que usualmente gana el predador.
Otro acierto importante de la película tiene que ver con formas de modular el ambiente mediante sonoridades de alto dramatismo simbólico: el sonido de las moscas tras el crimen, como anunciando la catástrofe o, al menos la podredumbre. Luego, el sonido de los pájaros fatídicos en el crimen frustrado, como anuncio del declive.
Francisco Ide Wolleter
FICHA TÉCNICA
Dirigida por
Juan Francisco Olea
Guión
Nicolás Wellmann
Elenco
Daniel Muñoz
Julio Jung
Trinidad González
Isidora Urrejola
Roberto Farías
Gregory Cohen
Alfonso David
Gastón Salgado