Recuerdo la admiración que sentía hacia Jean-Luc Mélenchon cuando discutíamos de política francesa hace años en La Tuerka. Entonces yo no era un dirigente político y me dedicaba a explorar, desde la modestia de nuestro programa de televisión y desde la facultad, junto a muchos de los que después se han convertido en referentes de Podemos, las posibilidades de una política distinta a la que ofrecía la izquierda realmente existente. Jean-Luc era un socialista de verdad que abandonó un partido que, como el SPD de Schröder, el Partido Laborista de Blair o el PSOE de González, dejaron de ser los partidos representantes de las clases populares y hasta cierto punto garantes de los derechos sociales, para convertirse en partidos de los poderes financieros, impulsores de modelos económicos ineficientes (la prueba es la crisis europea) que apenas les distinguen de los partidos conservadores cuando se trata de entender la economía y la gobernanza europea.
Como líder del Parti de Gauche, Mélenchon podría parecernos un dirigente más de la izquierda europea, aspirante como mucho a gobernar con los socialistas desde una posición subalterna. Desde la svolta-harakiri del PCI se instaló la idea de que ese era el único papel de las fuerzas políticas situadas “a la izquierda de”. Pero no. Melenchon era otra cosa, tenía un estilo que contrastaba tanto con el conservadurismo como con el extremismo tradicionales de las izquierdas francesas situadas “a la izquierda de”. Mélenchon rompía los tabúes de la izquierda y hablaba de patria, mostraba públicamente su admiración por los procesos de recuperación soberana de América Latina y asumía la incorrección política. En la campaña de las presidenciales francesas de 2012 afirmó que, de ser elegido presidente de la República, haría desfilar a las fuerzas armadas por los Campos Elíseos para que los poderes financieros no olvidasen que en democracia nada está por encima del poder civil.
Después fui elegido eurodiputado y conocí personalmente a Jean-Luc en Bruselas. Junto a los eurodiputados de Syriza y del Bloco portugués fue uno de los parlamentarios que nos recibió con más entusiasmo en nuestro grupo parlamentario. Hablábamos un lenguaje muy parecido. Recuerdo cuando me invitó a Paris; caminando juntos veía a decenas de personas que se acercaban y le abordaban en la calle para saludarle y charlar con él. Su cercanía con la gente me impresionó. Jean-Luc maneja con destreza tanto el cuerpo a cuerpo con la gente como el florete necesario para debatir en televisión. Es uno de los dirigentes que comprendió como pocos la importancia de comunicar con un lenguaje directo y claro para la gente. Aquel día en París hablamos largo y tendido y desde entonces trabajamos estrechamente en Bruselas y Estrasburgo.
En este libro Jean-Luc se muestra como es él, provocador e irreverente, políticamente incorrecto, para decir verdades como puños y señalar que esta Unión Europea se ha construido a la medida de los intereses del capital financiero alemán con el concurso colaboracionista de las élites del resto de países. Esas élites que conocemos bien en nuestro país, no han dudado en renunciar a la soberanía aceptando una división del trabajo europea y un reparto de poder claramente favorable al poder alemán que condena a las poblaciones europeas a someterse a instituciones que no han elegido.
Era necesario que un socialista dijera alto y claro que el SPD se ha convertido en un apéndice de la CDU de Merkel. Era necesario que un socialista dijera que François Hollande se ha dejado clavar la espina del arenque bismarkiano, humillando la dignidad de Francia que sigue siendo el país mejor situado para equilibrar la relación de poderes en Europa dominada por Alemania. Era necesario que un socialista denunciase que el gobierno alemán ha intentado derrocar al gobierno griego de Syriza y a su presidente y que seguirá intentándolo.
En estos meses de 2015 hemos aprendido mucho de la realpolitik que le gusta a Merkel; Alemania, ante el miedo de los gobernantes de otros países europeos, ha demostrado sin disimulo con su actitud hacia Grecia que el poder tiene poco que ver con ganar elecciones. Algunos reconocen claramente esta ausencia democrática cuando nos preguntan: “¿Aunque Podemos ganara las elecciones: ¿Podríais decirle no a Alemania?” La propia pregunta señala uno de los principales problemas de la democracia en Europa: el gobierno alemán.
Lejos de avergonzarse de esta realidad en la que Alemania impone sus intereses al resto, las élites germanófilas europeas celebran esta ausencia democrática como buenos cortesanos. En España hemos asistido estos meses al bochornoso espectáculo de ver a los dirigentes del PP, CiU y el PSOE, así como a sus opinadores en los medios, disfrutar cada vez que Alemania lograba imponer algo al gobierno griego. “No se puede, no se puede”, gritaban alborozados, satisfechos ante el hecho de que en política no se pueda decir no a Alemania, satisfechos de verse a sí mismos como los mejores sirvientes del nuevo poder colonial. El partido del no se puede en el que militan nuestras élites (lleven en el bolsillo un carnet azul o un carnet rojo) es nada más y nada menos que el partido que se opone a la democracia y a la necesidad del cambio frente a un modelo de gobernanza económica y política en Europa que se ha demostrado ineficaz.
Sin embargo la realidad de la Europa alemana demuestra que la cara B del alborozo de unas elites zipayas con sueldos y planes de pensiones que niegan a sus poblaciones, es la destrucción de los derechos sociales en Europa y del propio proyecto europeo. Desempleo, bajos salarios, emigración, privatizaciones de los servicios públicos o precarización de las condiciones de trabajo son el pan de cada día de las poblaciones europeas, en especial en las periferias del sur y del este.
Por eso necesitamos socialistas como Mélenchon, patriotas, europeístas y con la memoria histórica suficiente para saber que defender Europa y la democracia hoy es enfrentar todos unidos al poder alemán.
Alemania es mucho más que su gobierno y sus élites financieras; Alemania es la historia del movimiento obrero más importante de Europa, de un sentimiento popular antifascista responsable y con memoria, de una conciencia ecológica ejemplar, de pacifismo, de todo aquello que Merkel y sus jefes están desprestigiando. La crítica a su gobierno y a sus élites económicas no es incompatible con el respeto y la admiración que los demócratas europeos sentimos por el pueblo alemán, cuyo concurso es imprescindible para construir una Europa social y democrática. Pero hoy defender la democracia en Europa significa defender la soberanía y los derechos sociales frente a las imposiciones de Alemania y frente a los cortesanos del partido del no se puede.
Lean este libro; reconocerán en él a un verdadero socialista francés que apunta en la dirección correcta para construir entre todos una Europa digna.
Pablo Iglesias
El Viejo Topo
* Prólogo a El arenque de Bismark