A través de la revista Marie Claire, Misha Valencia nos hace partícipes de la pesadilla que vivió tras una noche de fiesta con sus amigos. Este es su relato:
“¿Tienes miedo?“, me preguntó burlándose de mí con la pistola de plata brillante en la mano. “No“, le dije con calma mientras miraba a lo lejos, mientras mi mente gritaba: ¡No muestres ningún miedo! ¡Bajo ninguna circunstancia le hagas ver lo asustada que estás!
Su camioneta aceleraba por el horizonte rosado de nubes y niebla. Me quedé pensando en las tres armas que tenía a su alcance. Se aseguró que viera cómo sacaba una de la cintura de sus pantalones, otra atada a una correa alrededor de su tobillo y una más debajo del asiento. Levantó el salpicadero para revelar un compartimento secreto y las depositó en su interior. Mi voz seguía resonando en bucle: no muestres miedo…
Estaba segura de que él sabía que estaba aterrada. De él dependía asustarme para que me quedara paralizada por el miedo. ¿Como había pasado aquel hombre de ser un lindo coqueteo a un astuto manipulador?
Nos habíamos conocido en la fiesta que daban unos amigos en casa unas horas antes. Estaba conversando con ellos animadamente, cuando él se acercó a saludar. Parecía relajado y divertido, con un encanto juvenil bastante atrayente. Nos sentamos fuera, mientras disfrutábamos de la hermosa noche, y estuvimos hablando hasta casi las 4 de la madrugada.
Cuando empecé a despedirme, amablemente se ofreció a llevarme a casa. No estaba borracha, pero había estado bebiendo y no me sentía lo bastante segura para conducir. Dudé, pensando que tal vez debería llamar a un taxi, pero solo vivía a unas pocas manzanas de distancia y habíamos estado hablando durante toda la noche. Parecía dulce y afable. Le dije que sí.
“Gira a la derecha en el semáforo“, le dije cuando nos acercábamos a mi bloque. Él pasó a toda velocidad sin tan siquiera detenerse. Por un segundo pensé que quizás no me había oído, pero cuando me explicó que tenía que dar la vuelta, siguió conduciendo.
El pánico brotó de inmediato. “¿Qué haces? Yo vivo allí. Para el coche ahora“, le exigí levantando la voz, pero él solo miraba hacia el frente. Grité más y más fuerte, pero se comportaba como si yo fuera invisible, corriendo a toda mecha por Sunset Boulevard, dejando atrás los bares y restaurantes en los que había estado con mis amigos al comienzo de la noche. No se inmutó.
De repente su teléfono sonó y al contestar yo me esforcé por escuchar cada palabra y susurro que intercambiaba con otro hombre.
“Sí, la tenemos.“
“¿Estás ahí todavía?“
“Sí, estamos llegando.“
“No parece fuera de sí.“
Fue entonces cuando se sacó la primera pistola.
En la universidad una vez vi un episodio de Oprah en el que su invitado, que había sido asaltado, dijo que a veces hay un momento en el que la víctima es consciente del horror y su cuerpo se queda paralizado por el miedo. Un miedo tan intenso que solo puede ser comprendido por aquellos que lo han experimentado personalmente.
Ahora sabía de qué miedo hablaba. Me imaginaba a la policía encontrando mi cuerpo -golpeado y atacado- y llamando a mi madre para contárselo. Imaginé un segmento del telediario de la noche en el que un reportero contaba el crimen: “El cuerpo sin vida de una mujer ha sido encontrado tras ser violada y golpeada brutalmente”. Me invadió una sensación de terror tan debilitante que sentía que me faltaba el aire.
Dejé de lado el pánico mientras gritaba que parase el coche una y otra vez, pero era como una pesadilla en la que no dejas de gritar y tu garganta no emite ningún sonido. Él no me escuchaba.
Tenía que intentar otra cosa. Necesitaba que alguien supiera lo que estaba ocurriendo.
Me debatí en llamar al 911, pero seguro que se daba cuenta y lo único que conseguía era incitarle más. Podría haberme quitado el teléfono y haberlo tirado por la ventanilla; cuando la policía lo hubiese encontrado yo ya podría estar muerta. Él sabía donde vivía, pues yo misma se lo había dicho minutos antes. ¿Vendría a por mí otra vez?
En su lugar, llamé a una amiga que se quedaba a dormir aquella noche en mi apartamento. Yo sabía que la llamada sería arriesgada, pero estábamos tan cerca que tal vez pudiera encontrarme. Si no aprovecho esta oportunidad y hago la llamada, pensé, mi destino está definitivamente sellado. Me agaché bajo el asiento del copiloto, lo más lejos que pude de él, y marqué el número.
Cuando respondió traté de enviarle una señal de que algo no iba bien, respondiendo en términos muy vagos cuando me preguntaba dónde estaba. Inmediatamente se convirtió en una situación sospechosa, ya que ella me estaba esperando en casa. Mis ojos se posaron en él y en el compartimento de las armas. ¿Con qué rapidez podía llegar a manejarlas?
Con el corazón acelerado le dije que estaba atrapada. Él visiblemente no reaccionó, así que proseguí. Le dije en qué bloque estábamos, las empresas y restaurantes que teníamos de paso, cómo era su coche y que tenía que venir a buscarme.
Sabía que él me estaba escuchando hablar, pero no hizo nada. Me preguntaba con ansiedad cuál sería su próximo movimiento. Aunque estaba aterrada por si me hacía daño, llamarla era mi único medio de presión. Necesitaba saber que alguien me estaba buscando; secuestrarme no iba a ser tan fácil como él pensaba.
Cuando colgué, un silencio inexplicable se apoderó del coche. Siguió conduciendo alocadamente, centrado en conseguir que llegase a mi desconocido destino.
¿Habrá hecho esto antes? ¿Conseguirá salirse con la suya? ¿Lo tenía todo planeado desde que dijo “hola”? Por primera vez en mi vida me encontré cara a cara con el horror al que algunas mujeres habían tenido que hacer frente: irte con el que parece un buen chico y, en una fracción de segundo, encontrarte temiendo por tu propia vida. Y para colmo de males, las mujeres que son víctimas de estas situaciones injustamente se ven obligadas a asumir parte de la culpa por haberse subido al coche. Así que mientras estuve sentada al lado de aquel hombre, temiendo ser violada, torturada o asesinada, no podía dejar de preguntarme: ¿Seré más cuestionada que mi secuestrador por haber aceptado que me llevase en coche, a pesar de que él estaba cometiendo un crimen?
Mi amiga me llamó y cuidadosamente cogí el teléfono. “Me estoy acercando“, me dijo tras preguntarme dónde me encontraba. Sabía que tenía que utilizar aquella información para desestabilizarle.
Le grité: “No vas a salirte con la tuya. Mi amiga está muy cerca y no importa cómo, pero ella me va a encontrar“. No sabía si aquello estaba funcionando, pero tenía que seguir intentándolo.
Me di cuenta de que se dirigía hacia la autopista y, si eso pasaba, no conseguiría liberarme de él nunca. Así pues, comencé a calcular a cuánto estábamos de la autopista y a pensar un plan de escape. Decidí que saltaría del coche en el siguiente semáforo en rojo.
Sabía que quedaban solo 5 semáforos hasta la rampa de salida hacia la autopista por lo que ajusté silenciosamente el bolso a mi hombro, puse una mano en el pulsador del cinturón de seguridad y la otra en la manilla de la puerta, rogando porque el siguiente semáforo se pusiera en rojo.
Cuatro semáforos más.
Podía ver la interminable extensión de carretera delante nuestro. Si salto del coche en marcha, ¿me romperé la cabeza? ¿las piernas?, pensé. Cualquier cosa era mejor que lo que aquel hombre tenía pensado hacerme.
Verde. Tres semáforos más.
Con la garganta dolorida y seca, seguí gritando: “Mi amiga me está viendo dentro del coche , está detrás de nosotros“, le dije sin saber si esto era realmente cierto. Empezó a desviar la vista hacia los espejos retrovisores y a mirar a su alrededor.
Había conseguido que se pusiera nervioso.
Grité una y otra vez: “Puede verme, sabe cuál es tu matrícula y lo que planeas. ¡Se acabó, déjame salir!“
Verde. Dos semáforos más.
Esto es todo, pensé mientras nos acercábamos al último semáforo antes de la autopista. Tengo que saltar del coche ya. Cogí aire y me preparé para lo que pudiera pasar. Fue entonces cuando él dio un volantazo y se desvió hacia un estacionamiento.
“¡Fuera!“, gritó. “¡Largo!“
Mi corazón latía con fuerza mientras corría para alejarme de aquel coche. Corrí hasta que el amanecer apareció con su hermoso color naranja y rosado, pensando en aquellas mujeres que no habían sido capaces de escapar de sus agresores como yo, en las mujeres que nunca lograron salir del coche.
Corrí hasta ver a mi amiga y darme cuenta de que no era necesario seguir contando luces verdes, hasta que supe que me encontraba completamente fuera de su alcance.
Vía: LVDM