De nuevo Venezuela está en la primera plana del ‘New York Times’ y en los principales titulares de los medios estadounidenses. De nuevo los reportajes son sesgados, distorsionados y llenos de medias verdades.
«Cientos de miles de venezolanos protestan pacíficamente contra su Gobierno autoritario», exclaman, expresando horror sobre cómo las fuerzas de seguridad «reprimen» a los manifestantes «no violentos» y «demócratas», asegurando que es una muestra de la «dictadura venezolana» y sus intentos de silenciar a sus detractores. Por supuesto, no mencionan como esas manifestaciones «pacíficas» lanzan bombas molotov, botellas y piedras a la Policía y la Guardia Nacional. Ni como destrozan y queman propiedades públicas y privadas, saquean tiendas, paran el tránsito y atacan físicamente a los seguidores del Gobierno y las fuerzas de seguridad, en algunos casos matándolos.
La ironía es aplastante. Si alguien tirara un cóctel molotov en una manifestación contra el Gobierno estadounidense en Washington, sería arrestado y acusado de terrorismo doméstico. Hasta la pena de muerte o cárcel por vida recibiría. Pero cuando en Venezuela las autoridades detienen a los manifestantes por actos vandálicos y violentos —nada que ver con la protesta pacífica que profesan los opositores—, se levanta el coro mundial en contra de la «dictadura venezolana». Son «presos políticos» los pobres muchachos que acaban de quemar una sede del Tribunal de Justicia, golpear a un policía o matar a un guardia nacional. Y cuando el Gobierno municipal les niega un permiso para marchar en cierta área, vienen los gritos de «represión» y «violación del derecho a protestar y de la libertad de asamblea». Yo me pregunto: ¿en qué país del mundo existe el derecho absoluto a protestar dónde sea y cómo sea?
En EEUU, por ejemplo, no solo necesitas un permiso del Gobierno local para realizar una marcha o alguna manifestación en un lugar público: las autoridades colocan hasta rejas alrededor de la zona autorizada para la protesta con policías en uniforme de motín y, los manifestantes que se atreven a cruzar, son automáticamente detenidos y llevados a la cárcel. No hay un periodo de confrontación violenta entre la Policía y los manifestantes, ni siquiera llega a eso. Son detenidos bajo fuerza, encarcelados y ya. Violas la ley, vas preso.
En Venezuela, la tradición de confrontación entre los manifestantes y la Policía lleva décadas. Yo me acuerdo cuando vivía en Mérida a principios de los años 90, siempre era así: los muchachos tiran pierdas y la Policía lanza bombas lacrimógenas hasta que todos se cansan y se van a sus casas, dale ‘replay’ para el día siguiente. Y no logran nada sino caos e inestabilidad. Es una tradición que debería ser eliminada en un país que no necesita más desestabilización e inseguridad. Esa forma de «jugar a la violencia» solo resulta en más muertos, odio y retrocesos.
Venezuela atraviesa un momento sumamente difícil. Hay una grave crisis económica que no ha sido adecuadamente atendida por el Estado, profundas divisiones sociales y políticas y un desconfianza generalizada en la institucionalidad. El Gobierno de Nicolás Maduro ha intentado facilitar un diálogo con una oposición sorda que no tiene interés en negociar o dialogar, solo quiere quitarlo del poder. La dirigencia opositora en Venezuela, que es la misma que ha existido desde el comienzo de la Revolución bolivariana que lidera ese país latinoamericano desde 1999, nunca ha reconocido la legitimidad de este Ejecutivo y, con el apoyo de Washington, desde el principio ha trabajado de manera sucia y sistemática para socavarlo.
Ese punto es fundamental para comprender la gravedad de la situación actual en Venezuela y la razón por lo cual los medios, analistas y ‘expertos’ internacionales siempre se equivocan sobre la realidad venezolana (a veces intencionalmente y, a veces, por ignorancia). Hugo Chávez fue electo presidente por mayorías abrumadoras varias veces en Venezuela; cuatro, para ser exacta. Nicolás Maduro fue electo presidente en 2013 después del fallecimiento de Chávez, con un margen de victoria más estrecho pero igual de válido en una democracia. Por cierto, Maduro ganó el 50,6 % del voto popular en Venezuela, mientras Donald Trump ni siquiera obtuvo el voto popular en EEUU y solo logró el 46,4 % de los votos (Hillary Clinton ganó el 48,5 %, también un porcentaje inferior al de Maduro). Y para otra comparición, Barack Obama ganó en 2012 con el 51 % del voto, no mucho más que el porcentaje del mandatario venezolano en 2013. Subrayo estos datos porque, a pesar del margen de la victoria, bajo las reglas democráticas el ganador es el ganador. No hay que celebrarlo, pero en una democracia tienes que respetarlo y reconocerlo. Luego, los que están en la oposición pueden movilizarse para cambiar el gobierno en las siguientes elecciones, pero no a través de golpes de Estado, violencia de calle y desestabilización permanente.
Lamentablemente, ese ha sido el caso en Venezuela. Hay una oposición que no acepta las reglas democráticas cuando no está en el poder, e incluso cuando están en parte del poder. Así, a pesar de que han controlado la mayoría de la Asamblea Nacional desde comienzos de 2016, de igual manera no juegan en democracia. Y francamente, a pesar de la constancia de Nicolás Maduro, resulta imposible dialogar con gritones.
¿Qué puede pasar en Venezuela ahora? El descontento con el Gobierno es innegable y en 2018 habrá elecciones presidenciales, según la Constitución y las leyes electorales. Están retrasadas las elecciones regionales para gobernadores y alcaldes, que deberían realizarse este año. Esas son las oportunidades legítimas y legales para lograr cambios en la composición del Ejecutivo, si así lo desea una mayoría del pueblo venezolano. Las marchas y manifestaciones pueden ser catárticas, pero no deberían ser la punta de lanza para un golpe de Estado utilizando al pueblo como carne de cañon.
Aunque Maduro y algunos en su Gobierno pensaban que, con Trump, en la Casa Blanca mejoraría la relación bilateral —se me escapan todas las razones para justificar tal pensamiento— y hasta donaron, a través de CITGO, medio millón de dólares a la toma de posesión de Trump como cierta forma de ‘lobby’, fue un sueño y dinero perdido. Personalmente, siempre advertí que con Trump todo sería peor, porque es un narcisista descontrolado, capitalista en su forma más salvaje y un machista al que le encanta ser el más poderoso y fuerte, con bombas y armas para mostrarlo. Hasta ahora, todo indica que no me he equivocado, a pesar de todos los ‘haters’ que me atacan de un lado y del otro, y lo que viene contra Venezuela desde Washington hubiese sido inimaginable durante los gobiernos anteriores.
Estuve hace poco en una conferencia de abogados de inmigración (mi primera profesión), con representantes de los servicios gubernamentales de EEUU que trabajan en temas migratorios. Un experto que ha sido asesor de varios gobiernos estadounidenses y hoy sigue cercano a la Administración de Trump mencionó, de paso, que EE.UU. evalúa la inclusión de Venezuela en la lista de países a los que prohíben viajar a EEUU por sus presuntos vínculos con el terrorismo. Ya sabemos que hace poco las sanciones contra Venezuela fueron renovadas y ampliadas para incluir al vicepresidente ejecutivo de ese país, Tareck El Aissami, por supuestos vínculos con narcoterrorismo, aunque nunca fueron fundamentadas esas acusaciones con ninguna evidencia. El secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, ha demostrado una obsesión enfermiza con Venezuela, realizando un trabajo incansable para forzar al Gobierno de Maduro a abandonar el poder hasta en plena violación de su mandato en esa organización. Exxon ahora controla abiertamente el Departamento de Estado norteamericano y ellos quieren el petróleo venezolano. Mediáticamente, está preparado el escenario internacional —particularmente, en EE.UU.— para justificar con facilidad un golpe de Estado o alguna otra acción violenta y echar del poder al Gobierno venezolano. Todas las piezas externas están en su lugar.
No tengo la respuesta ni la solución para resolver la crisis en Venezuela, pero estoy segura que no es a través de un golpe o una intervención internacional. Para comenzar, falta reconocer la existencia de la diversidad de voces y pensamientos en el país, y la legitimidad de la Revolución bolivariana, del Gobierno de Nicolás Maduro y de sus detractores. Ojalá el pueblo no caiga en la trampa montada por la oposición, porque ellos no buscan ‘rescatar’ la democracia venezolana para todos, sino vender el país a intereses extranjeros para enriquecerse y dejar a los demás sin voz, invisibles, marginalizados y empobrecidos. No hay peor ciego que el que no quiere ver.
* Eva Golinger es abogada, escritora e investigadora estadounidense nacionalizada venezolana. Autora de El código Chávez (2005) y Bush vs. Chávez: la guerra de Washington contra Venezuela (2006)