«Miren la vaina que nos hemos buscado -solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía-, no más por invitar un gringo a comer guineo»
(Gabriel García Márquez, ‘Cien años de soledad’, Ed. Cátedra, 2007, p.341)
El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, andaba todo alborotado en un Consejo de Seguridad en Arauca ocurrido el 20 de junio pues al parecer un pajarito le dijo que una petrolera le había hecho un pago por extorsión a las Farc-EP: “Recibimos información de un contratista de una empresa petrolera que aparentemente pagó una vacuna. Estamos confirmando esa información. Y lo que quiero decir hoy claramente es que si confirmamos esa información –que en primera instancia es información válida- esa empresa la vamos a sacar del país. Es una empresa extranjera, y esa empresa la sacamos del país. No vamos a permitir que nadie pague ninguna extorsión o pague una vacuna, porque eso lo que hace es estimular el delito”.
Santos, desde luego, se pone bravo solamente cuando las extorsiones o vacunas son hechas por las fuerzas guerrilleras. Según el famoso decreto 002 de las Farc-EP, éstas cobran a las empresas que operen en el territorio que ellas controlen o en el que tengan influencia, un 10% de las ganancias si éstas son superiores al millón de dólares anuales. O sea, estamos hablando de un impuesto de guerra de la insurgencia que las empresas pagan porque les toca, contra su voluntad.
Por el contrario, Santos no dice nada de aquellas multinacionales que, sin necesidad de ser “extorsionadas”, han financiado directamente y de buena gana al paramilitarismo. Está bien documentado que empresas multinacionales como la Chiquita Brands en la región bananera del Urabá, han utilizado al paramilitarismo desde hace décadas como un mecanismo tanto para “despejar terreno” (desplazar comunidades para acceder a sus tierras o recursos) como para amedrentar a sus trabajadores –y deshacerse de los “elementos” molestos (sindicalistas) si es necesario. Esto ha sido debidamente confesado por el jefe paramilitar Éber Veloza, alias HH, y por el empresario bananero Raúl Hasbún (vaya un alcance de nombres).
El costo de esta estrategia de control paramilitar en beneficio de las multinacionales bananeras es horrendo: entre 1997 y el 2003 se cometieron 62 masacres, se asesinó a 3.000 personas y se desplazó a 60.000 más. Pero también las ganancias generadas fueron astronómicas. Según el analista León Valencia: “La magnitud de esta operación, en la que participaron todas las grandes empresas bananeras lideradas por Chiquita, es monumental. Entre 1997 y 2004 salieron de Colombia 647.706.429 cajas de banano y llegaron a las arcas paramilitares 19. 431.193 dólares.”
Chiquita, al final, fue condenada por un tribunal norteamericano, el 14 de marzo del 2007, a pagar una ridícula multa de U$25 millones tras comprobar que esta empresa había aportado directamente, al menos, U$ 1,7 millones a la banda paramilitar de ultraderecha Autodefensas Unidas de Colombia en el período 1997 a 2004 –esto sin considerar que el 2001 les entregó 3.000 fusiles AK-47 y 5 millones de rondas de municiones.
Es notable que haya sido un tribunal norteamericano quien haya impuesto la irrisoria condena, toda vez que los crímenes del paramilitarismo son envueltos en un manto de absoluta impunidad en Colombia. Y pese a ello, a Santos no parece molestarle que Chiquita Brands siga operando en territorio colombiano.
Pero el caso de Chiquita, aunque sea el más conocido por haber sido demostrado en los tribunales, no es único; existen nutridas denuncias en contra de otras empresas multinacionales por su apoyo al paramilitarismo y por el “presunto” uso de sicarios para asesinar sindicalistas, como ser la Drummond, Dole Food, Del Monte, Oxy, Petrobras, Coca Cola, Nestlé, BHP Billiton, Xstrata, Anglo American plc, Hyundai y la British Petroleum, entre varias otras. Tan extendido se encuentra el vínculo de las empresas multinacionales con el paramilitarismo que bien podría afirmarse que si Santos expulsara a las multinacionales que financian al paramilitarismo, en Colombia no quedaría capitalista alguno.
La violencia (violencia que no es ni en abstracto ni con mayúsculas, sino una violencia de clase muy precisa) es parte normal de los negocios en Colombia, donde se ha venido imponiendo un patrón de acumulación capitalista desde la década de los ’20 mediante la guerra sucia y el sicariato. El mismo período llamado de la “Violencia” (1946-1953), cuando se desató una salvaje carnicería de los conservadores contra el pueblo liberal y contra el campesinado, que terminó con unos 300.000 masacrados, fue un período de enorme crecimiento económico y prosperidad para la oligarquía colombiana: las exportaciones de café arrojaron ganancias de U$492.200.000 en 1953, en comparación con U$242.300.000 en 1949 –recordemos que fue precisamente en el Eje Cafetero donde comenzó la “Violencia” en 1946, cuando ante la presión de tierras, los terratenientes y sus testaferros comenzaron a asesinar y desplazar a campesinos liberales o sin filiación. En el período 1948-1953 la producción industrial aumentó en un 56%, pero los salarios terminaron un 14% por debajo del nivel de 1947.
La relación entre riqueza y violencia es aún más evidente cuando vemos lo que ha pasado con la concentración de la tierra en Colombia: para citar cifras recientes, mientras en 1984 un 0,4% de los propietarios controlaba el 31% de la tierra cultivable en Colombia, para el 2003 un 0,4% controlaba un 62%. Este panorama es aún más dramático si hilamos más fino: 3.000 terratenientes controlan el 53% de la tierra según datos de la Universidad Nacional de Colombia. No hay que ser un genio para darse cuenta la relación que existe entre los 5.200.000 de desplazados colombianos (280.000 solamente en el 2010) y la creciente concentración de tierras así como la creciente penetración de agronegocios como la palma africana, el caucho o megaproyectos extractivos, uno de los pilares económicos del gobierno de Santos. Se estima que el paramilitarismo, en cosa de poco más de dos décadas, ha robado más de 6,5 millones de hectáreas, las cuales hoy se encuentran en manos de latifundistas, multinacionales realizando megaproyectos, y de la agroindustria.
Es importante hacer énfasis en este punto, sobre todo cuando una de las premisas machacadas hasta la saciedad por la propaganda del régimen colombiano, es que las guerrillas no son producto de la pobreza colombiana sino su causa. La particularidad del conflicto colombiano es que no ha ocasionado una destrucción de la economía (de hecho, aún en guerra, y con certeza debido a la guerra, el crecimiento económico se espera que supere el 5% en el 2011), sino que la violencia política ha beneficiado enormemente la concentración de riquezas para una ínfima minoría de la sociedad, curiosamente, la que más fuerte vocifera en contra de la “guerrilla”. Esta estridencia no es casual: la insurgencia ha sido, después de todo, uno de los mecanismos populares de resistencia para poner freno al apetito de tierras y riquezas de esa ínfima minoría. Como prueba de ello, están las zonas de “consolidación territorial”, donde el control territorial lo tiene la fuerza pública, y sin embargo, de ahí proviene el 32,7% del total de desplazados del 2010 (91.499 personas), cifra desproporcionadamente alta en relación a otros territorios, aún de aquellos de conflicto. No es casual que el período de profundización del conflicto iniciado con la implementación del Plan Colombia desde el 2002 coincida con un período de crecimiento económico sostenido, de sostenida concentración de tierras y de aumento de las desigualdades: mientras el 2005 Colombia era el noveno país más desigual del mundo, según los informes de la ONU, el 2008 había escalado al sexto lugar según el coeficiente de Gini.
Las amenazas de Santos a quienes paguen vacunas a la insurgencia no tienen nada de “santas”. No son fruto de una concepción legalista ni mucho menos democrática o humanitaria. Es, sencillamente, parte de la guerra contrainsurgente del Estado colombiano –guerra la cual es contra el conjunto del pueblo y no solamente contra las fuerzas guerrilleras, aún cuando ésta sea la cara más visible del conflicto social y armado. Estas amenazas contra las empresas para que no paguen vacunas a la guerrilla, mientras Santos se hace el loco sobre las vacunas pagadas al paramilitarismo, debe ser entendida de la misma manera en que el Estado colombiano fumiga y erradica manualmente las plantaciones de coca ahí donde la insurgencia está presente y puede cobrar el impuesto al gramaje. Pero allí donde el control es ejercido por el paramilitarismo, no solamente el cultivo no es tocado sino que éste prospera y se expande a vista y paciencia de las autoridades.
Aunque Santos trate de marcar diferencia con Uribe posando de demócrata y de buen vecino, estas palabras, con tufo a paramilitarismo, lo delatan. No puede ser de otra manera, porque el paramilitarismo y la guerra sucia son parte de lo que llaman la “confianza inversionista”, uno de los “huevitos” de la política colombiana que ningún Mesías de turno va a romper.
Por José Antonio Gutiérrez D.