La educación superior privada hace agua por todos sus flancos. A la consabida laxitud de muchas instituciones en cuanto a su exigencia académica y su siempre dudosa relación precio-calidad-cantidad, evidenciada en el amplio número de profesionales mal cualificados que brotan de ellas a un costo económico exorbitante para los mismos, existe un aspecto medular y sumamente crítico inserto en la lógica estructural de estas instituciones: la precaria condición laboral de sus docentes.
A nadie extraña que las universidades privadas se hayan jactado por largo tiempo de funcionar considerablemente mejor que aquellas con un carácter público. Esto se debe fundamentalmente a algo que todos sabíamos, pero que ahora sale a la palestra, y es el hecho de que estas instituciones no son otra cosa que meras empresas, mucho más cercanas y similares de lo que quisiéramos a una gran cadena de comida rápida.
La comparación no es antojadiza. Cualquiera que conozca la situación laboral de los docentes de muchas de estas universidades, sabría que un amplio porcentaje de ellos trabaja a boletas de honorarios bajo la categoría “Part-time” (sí, al igual que muchos jóvenes estudiantes que se esfuerzan cada jornada en preparar hamburguesas lo más rápido posible, sin ningún afán de elevación gastronómica y buscando la saciedad inmediata de los consumidores). Esto conlleva una serie de perjuicios y la abolición de beneficios laborales mínimos: vacaciones, salud, subsidios maternales y paternales, imposibilidad de optar a créditos hipotecarios, etc. Sin mencionar que resulta en extremo absurdo y de un desconocimiento total, aplicar la categoría “Part-time” a un docente, pues esta denominación en ningún caso considera el trabajo de preparación de clases, el tiempo dedicado a atender consultas y, en general, el desarrollo de la actividad académica extra-aula, algo que en muchos casos resulta incluso más gravitante y enriquecedor que la sesión misma.
Los efectos lógicos de este hecho se traducen, en primer lugar, en una baja impregnación y compromiso de los docentes hacia las instituciones en las cuales trabajan, perjudicando en no pocos casos directamente el proceso de enseñanza-aprendizaje de los estudiantes (son muchos los profesores que desertan a mitad del semestre, a la primera oportunidad de una oferta laboral mejor). No obstante, la evidencia más tangible es que la actividad universitaria por excelencia: la investigación, se desvanece en la penumbra del objetivo central de estas instituciones, es decir, abaratar costos y obtener ganancias en un período de tiempo lo más breve posible.
En consecuencia, mientras no exista una regulación real a estas instituciones que tenga en consideración la particular naturaleza de la actividad educativa -muy lejana por cierto a cualquier otro tipo de organización comercial- será infructuoso cualquier anhelo de progreso cualitativo y serio del país. El estancamiento intelectual se acrecentará aún más en la medida en que la investigación es, bajo la lógica empresarial, poco rentable en el marco de una búsqueda insaciable de utilidades en el arqueo de cajas diario. Por otro lado, la actividad docente universitaria se seguirá viendo perjudicada, desaprovechándose un capital humano excelente que se ha enriquecido especialmente en los últimos años con profesionales que poseen formación de postgrado en el extranjero. Finalmente, esto derivará en que la única actividad poco rentable e infravalorada seguirá siendo la pedagogía, en un ámbito general que se enriquece económicamente pero que se desintegra tras el desconocimiento pleno del real valor de sus profesionales y estudiantes.
Por Angel Cáceres
Profesor Universitario