El malestar ciudadano, encabezado por el movimiento estudiantil, no parece amainar en el país. De poco han servido las amenazas, la complicidad de los medios y el tiempo transcurrido. Se trata de las mayores protestas en décadas. Las demandas que se leen en las pancartas y los gritos en la calle plantean un problema serio al Gobierno, pues es claro que se trata de un asunto político de envergadura. Si bien las peticiones se enmarcan en cuestiones sectoriales, todo parece desembocar en la incapacidad de actual orden político constitucional que rige Chile.
Como es sabido, en 1980 una Junta Militar que detentaba el poder legislativo sancionó una nueva carta constitucional. Habría que decir que su aprobación se hizo de modo espurio y de espaldas a la soberanía popular. En esta nueva constitución se establecieron las reglas del juego, tanto en lo relativo al orden económico como al ámbito político. Así, el neoliberalismo se conjugó con una democracia restrictiva y de baja intensidad. A más de treinta años de distancia, podríamos afirmar que Pinochet y sus colaboradores sabían muy bien lo que estaban haciendo. Chile nace como una “cultura gramatical”, esto es, un país en que el quehacer económico, político y cultural queda estatuido por un libro fundacional. A diferencia de la “Common Law”, propia de una “cultura textual”, nuestro país se ordena desde los códigos establecidos en su carta constitucional. Ello explica por qué las grandes cuestiones históricas en Chile terminan resolviéndose mediante una nueva constitución.
En el presente, asistimos al agotamiento de un modelo diseñado por mano militar en los años ochenta. La actual constitución que nos rige, más allá de los arreglos cosméticos a que ha sido sometida, se percibe como injusta y, en el límite, como ilegítima. Las condiciones de exclusión y desigualdad que ha generado explican, en gran medida, el amplio malestar ciudadano. A diferencia de las sociedades de consumidores europeas de la posguerra, la nuestra se instala con índices de distribución de la riqueza que resultarían escandalosos en otras latitudes. Por ello, comparar ambas realidades, como pretenden algunos, y afirmar que la sociedad chilena estaría padeciendo el malestar de los quince mil dólares per capita, es desconocer que solo el diez por ciento de la población vive como en Europa y el sesenta por ciento lo hace como en África.
Las manifestaciones ciudadanas han logrado algo impensado hace algunos años, han logrado hacer visible las contradicciones fundamentales del actual modelo prescrito por la Constitución. En los tiempos que vienen ya nadie puede soslayar esta realidad aberrante. Todo va a depender de que el malestar ciudadano desarrolle un cauce político concreto capaz de modificar el actual estado de cosas y abra un camino hacia una democracia de nuevo cuño.
Por Álvaro Cuadra
Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. Elap. Universidad Arcis