Sin aspavientos fue el aterrizaje de Joaquín Lavín en Mideplan. Si antes de transcurrida una semana del cambio de gabinete, los otros ministros se apresuraron a colgarse a denuncias ya investigadas o alguno se vio obligado a renunciar por intereses que ‘no se habían dado cuenta’, el defenestrado ministro de Educación aún no se repone del alzamiento de una generación que no se compró su efectista forma de hacer política.
A más de una semana de la salida de Joaquín Lavín del Ministerio de Educación su presencia mediática ha eclipsado. Si hace unas semanas se movía nervioso entre La Moneda y el Mineduc buscando apoyos para enfrentar el levantamiento estudiantil que primero apostó por negar, en los últimos días se sumió en un silencio de convento.
Y es que el golpe fue fuerte. No provino de un compañero de lista que le quitó el escaño en el Senado a última hora ni de votantes medrosos de que llegara un UDI a La Moneda. Es el principio del fin de un acabado operador político que supo disfrazar un discurso profundamente ideológico como tecnocracia, que sucumbe ante una nueva generación que comienza a cuestionar los pilares de un modelo económico que nos invita por los medios masivos a la fiesta de una sociedad opulenta, pero que en la práctica les cierra a las mayorías las puertas en las narices.
UN MINISTRO PITI Y SORDO
Lavín las creyó fácil cuando las encuestas lo empinaban en popularidad. El exceso de confianza aumentó su ceguera. Ante las primeras protestas estudiantiles pensó que lo mejor era hacerse el leso y apostar por la estrategia de la negación. La primera respuesta que dio a los estudiantes fue a casi un mes de iniciarse las protestas.
Apostó por minar la credibilidad del movimiento de la mano de los medios masivos, siempre concentrados en mínimos actos de violencia, pero resultó que la creatividad y espontaneidad del movimiento terminó por ampliar las formas de protestar.
Luego se la jugó por acusar de ‘ideologizados’ y ‘politizados’ a los dirigentes estudiantiles, pero se topó con una sociedad que lo que más demanda es politizar sus problemas que ya no resuelve el mercado. La política como el arte de lo posible y del bien común terminó por dar el tiro de gracia a su proyecto político cosista y efímero.
No se podía esperar de un ministro incubado en dictadura una apertura a las demandas de las organizaciones sociales. Lavín es un político inexperto frente a la ciudadanía, la que siempre concibió como una masa seducible a golpes de efectos. Su carrera la inició al alero de la maquinaria militar que se adueñó del Estado y que lo designó a los 27 años, cuando aún estábamos bajo toque de queda, como decano de la Facultad de Economía de la Universidad de Concepción.
Luego fue el primer editor de Economía & Negocios de El Mercurio, nombrado por Agustín Edwards (el eterno «presidente» de Chile). Su vida empresarial lo ha visto armando y desarmando sociedades para esconder el lucro que por décadas hizo con los anhelos de estudiar de muchas familias.
Para Lavín un sentir ciudadano que pide educación pública gratuita y de calidad era algo muy extraño a sus oídos. Prefirió hacerse el sordo, dilatar el conflicto y apostar por el desgaste.
Cuando la protesta inundaba la agenda mediática le salió la veta represiva. A una movilización en alza se tiró de cabeza, pero su miopía no lo llevó a la base de la ola, sino a la cresta del rompiente. Tragó arena, se le llenó la nariz de agua y salió magullado, pero igual intentó salir sonriente ante las cámaras.
Su experiencia de eterno perdedor lo tenía curtido. Pero el escenario ha cambiado. Lavín recién se debe haber dado cuenta de que no está ante adolescentes mantenidos en la raya de la estupidez por la televisión de los ’90. No está frente a los estudiantes de la Universidad de Concepción aterrorizados por la dictadura que dejó su huella de sangre y desapariciones en muchas aulas. No está candidateándose entre sus vecinos de Las Condes que lo eligieron alcalde porque intentó hacer llover o copió de USA los botones de pánico, esos que hoy ya nadie se acuerda. Y, sobre todo, no está frente a los electores que casi lo convierten en presidente de Chile con una frase tan fácil como ‘Viva el Cambio’ y sin programa político que mostrar.
Su frase ‘yo soy el campeón de la Educación’ quizá lo haya mostrado de tomo y lomo. Se equivocó al pensar que aún estaba frente a esa generación anestesiada por una dieta de dictadura, compras y televisión. Su contraparte fueron adolescentes que no dejan de soprenderse que estudiar en Chile es tan caro como lo es gratis en la mayoría de los países; que prefieren navegar en la red a ver los programas que un grupo de expertos en marketing definen como lo que quiere ver su generación, y que vienen a exigir que hacer política es quitarle el destino de un país a los grandes empresarios.
La pregunta de fondo ya fue planteada por Carlos Peña en una de sus columnas mercuriales: ¿Por qué no quieren que haya educación pública de calidad?
Una posible respuesta es que si las oportunidades fueran iguales para todos en Chile, jamás hubiese llegado al puesto que ocupó un personaje como Lavín. No se podía esperar algo diferente que no sea mantener un sistema profundamente segmentador, de quien hizo su carrera académica y luego política en un sistema de apartheid educativo. No se podría haber esperado mucho de un personaje que ha lucrado con un sistema de oferta educativa que compite cada marzo en las pantallas de TV con las ofertas de La Polar, con una estela de un 40 por ciento de endeudados que no terminan carreras sobre saturadas en este mercado educativo.
Recordemos que uno de sus motivaciones estrella fue crear decenas de liceos de excelencia, aquellos pocos liceos públicos que por restricción de matrícula son el mejor ejemplo de una educación de pésima calidad para las mayorías. Para el resto repartiría semáforos dependiendo de su comportamiento en test y ranking de esos que tanto le gustan a la tecnocracia neoliberal.
De la famosa reforma a la educación básica y media, hecha a espaldas de la ciudadanía en los días estivales con la complicidad de la Concertación, ya nadie se acuerda. Fue superada por las demandas y miles de jóvenes que se niegan a seguir reproduciendo una sociedad de castas. Una revolución educacional, en palabras del propio Lavín, sin hoja de ruta y sin apartarse del camino trazado por los mercaderes.
Joaquín simplemente perdió la batalla de los argumentos. De un modelo educativo que se jactaba de haber expandido la matrícula, pasamos a ver bajo la mesa la estela de millonarias deudas, familias arruinadas por haber soñado darles educación a sus hijos y carreras sobresaturadas sin futuro laboral.
EL HORIZONTE EDUCATIVO DERROTADO
Poco se podía esperar de alguien que midió los logros de la dictadura como la posibilidad de ir a comprar al mall o que en las vitrinas hubiese más marcas de azúcar. Porque al ministro le espantan palabras como política e ideología, prefiriendo un sistema universitario que nos atiborra de publicidad a inicios del año académico, carreras abiertas a quien llegue a matricularse con tal de mantener el negocio, edificios gigantes repletos de salas de clases sin ningún laboratorio. En definitiva un sistema desregulado y que no piensa en captar talentos sino consumidores.
En el fondo su ADN ideológico perseguía destruir lo poco que quedaba de educación pública. Esa educación abierta a los más diversos puntos de vista que hay en una sociedad, no confesional y cuyo horizonte no es generar utilidades a repartir entre sus socios. Si el mismo era un experto en crear tingadlos para transgredir la ley que prohíbe lucrar en las aulas.
Una concepción de la educación ya no como una aventura del saber o el despliegue de cualidades técnicas, sino como una maqueteada postal de un supermercado, que reproduce las estructuras de clase y que es financiado en más de un 80 por ciento por las propias familias.
Porque las reformas al régimen de las universidades públicas van más allá de poder endeudarse a largo plazo, que era la presentación que hacía cada vez que la tele lo invitaba a explayarse sobre su reforma.
La primera gran victoria del movimiento estudiantil fue defenestrar a un viejo político. Lavín terminó demostrando su analfabetismo respecto de la política del siglo XXI. En el embate entre un político auspiciado generosamente por los medios y una ciudadanía que recién comienza a ser consciente del laboratorio del desastre en que han convertido el país, perdió por paliza.
Una sociedad empoderada, que se autoeduca y autoinforma, que se mueve en redes, de identidades nómades, viene a reemplazar a la casta política que nos ha gobernado en las últimas décadas.
Si bien la respuesta de Piñera fue recurrir, a falta de cuadros, a los políticos expertos de la derecha, quienes se abocarán a perfeccionar un modelo tremendamente desigual, se enfrenta a una sociedad que ha ganado en experiencia y capacidad de articulación. La caída de Lavín fue la de un viejo político que se enfrentó a una nueva política. ¿Quién será el próximo?
Por Mauricio Becerra Rebolledo
@kalidoscop
El Ciudadano