Me acuerdo de muchas cosas del 11 de septiembre de 2001.
Como casi todos los neoyorquinos ese día, me acuerdo del aire frío y fresco y del cielo azul sin nubes. Me recuerdo yendo al trabajo, pensando en el ajetreado día que tenía por delante.
Para mí ese día era sólo un día más. Otro día de trabajo como activista de derechos humanos. Y entonces el primer avión hendió el cielo despejado y azul de Nueva York volando demasiado cerca, demasiado bajo, demasiado rápido y con demasiado ruido.
Cuando cruzaba Madison Avenue camino de mi trabajo en el Empire State Building no podía ni siquiera imaginar lo que ese ruidoso reactor iba a significar para mi trabajo en la siguiente década.
Muchos neoyorquinos, quizá la mayoría, nos unimos en ese momento —por encima de todas nuestras divisiones habituales— apoyándonos mutuamente en nuestro dolor y desconcierto. Sentimos la pérdida, la desorientación, el deseo de volver a una época antes de que el mundo pareciera venirse abajo.
Caminé por las calles de Nueva York ese día mientras la gente buscaba a los que estaban perdidos; mientras la gente intentaba entender; mientras el golpe se convertía en dolor e ira y luego otra vez en dolor.
Lo que no sabíamos era que nuestras pérdidas, nuestra ira y nuestro dolor se iban a convertir en la justificación de un concepto totalmente viciado —una guerra global contra el terror— que causaría daños incalculables que deshonrarían el dolor que sentimos aquel día y seguimos sintiendo 10 años después.
Los gobiernos comenzaron a debatir cómo reforzar sus leyes para combatir el terrorismo explotando principios del derecho internacional humanitario, unos principios básicos y esenciales que nos protegen a todos de la tortura. Se desmantelaron garantías fundamentales del debido proceso, explotando el miedo resultante; un miedo que los políticos se apresuraron a identificar y fomentar.
Y así, en este décimo aniversario, escribo no sólo sobre el recuerdo de aquel día, sino también sobre cómo los gobiernos utilizaron esos terribles sucesos para explotar el dolor y la ira y menoscabar valores fundamentales, fomentar el miedo y dividir el mundo en “ellos y nosotros”.
Cuando Estados Unidos decidió que la tortura era justificable, recurrió a Egipto, su gran aliado, sabiendo que las fuerzas de seguridad egipcias descollaban en lo que a torturas se refiere. Cuando el gobierno chino quiso justificar su represión de los uigures en Xinjiang, de pronto resultó que eran aplicables los sucesos del 11 de septiembre. Los gobiernos europeos apoyaron las entregas sabiendo perfectamente el riesgo que corrían las personas entregadas de ser sometidas a torturas. El oportunismo político creció con fuerza en todo el planeta en el mundo posterior al 11 de septiembre.
Amina Janjua, de Pakistán, conoce demasiado bien las consecuencias de estas políticas insensatas. Se cree que su esposo, Masood, está bajo custodia del gobierno desde que desapareció en 2005, cuando viajaba en autobús a Peshawar. Masood es uno de los centenares de personas que han desaparecido desde que, en 2001, Pakistán se incorporó a la “guerra contra el terror” liderada por Estados Unidos, y de quienes se cree que están bajo custodia.
Mientras tanto, en Tanzania, la India, España, Indonesia, Pakistán, Filipinas, el Reino Unido, Kenia, Somalia, Irak, Noruega y Marruecos, quienes apoyan el terrorismo siguieron causando estragos mientras fomentaban el odio, mataban a civiles y exaltaban la violencia.
Es un lugar común decir que las acciones del gobierno estadounidense se convirtieron en poderosos instrumentos de reclutamiento para organizaciones como Al Qaeda. Sea o no cierto, la cuestión que hemos de afrontar es: ¿Han respondido los gobiernos del mundo a este ataque contra la dignidad humana promoviendo la dignidad y la igualdad inherentes de todas las personas? ¿O han definido un mapa del mundo en el que el respeto a la vida y la dignidad humanas dependen de la nacionalidad? ¿De la religión? ¿De la clase social? ¿Del nombre? ¿De su condición como migrante? ¿Del color de la piel?
Los gobiernos de la coalición que combate en Afganistán intentaron ganar credibilidad afirmando que su objetivo era, en parte, promover los derechos de la mujer en ese país. Pero a medida que la guerra se prolonga, están dispuestos a negociar con los talibanes, lo que representa el peligro real de que los derechos de las mujeres se conviertan en una mera moneda de cambio.
No hay nada sencillo en la lucha contra el terrorismo. Pero tampoco hay nada sencillo en hacer frente a la represión de los gobiernos que reducen a las personas a etiquetas que determinan si se respetarán o no sus derechos.
No se pondrá fin al terrorismo creando alianzas con gobiernos que utilizan el miedo y la represión. Esto es contraproducente y muestra un cruel desprecio a los derechos humanos de quienes padecen esa represión.
Nos impresiona, con razón, la pérdida de vidas a manos del terror del 11 de septiembre y las producidas después de esa fecha. También debería horrorizarnos la pérdida de libertades y derechos que, esgrimiendo como exclusa el terror y la lucha contra el terrorismo, se ha producido en los últimos diez años.
Por Widney Brown
Directora general de Derecho Internacional y Política, Amnistía Internacional