Tal vez fue el fantasma de la UP bajo la forma de concebir el ejercicio de “legislar en serio” lo que vedó la posibilidad, dentro de los veinte años de la Concertación, de que ingrese la discusión que hoy ha conseguido poner sobre la mesa el movimiento estudiantil –vale decir, y que la revolución pingüina también había planteado sin ser considerado. Por otro lado, cuando la demanda se ha leído en clave política por sus críticos ha generado molestias e irritaciones, y se ha reprochado como tratándose de las pretensiones particulares de minorías ideologizadas. No obstante, el problema de la educación en Chile es predominantemente político, no sólo porque en su génesis jurídica en Dictadura se instaló ilegítimamente en ausencia de democracia, sino porque, al mismo tiempo, respondió a los intereses de un traje hecho a la medida del neoliberalismo.
Que constantemente los diagnósticos y las conclusiones de los voceros terminen constatando el carácter segregatorio de la desigualdad que provoca la estructura social chilena, no es casualidad. La endogamia fue un principio de diferenciación bastante exitoso para perpetuar el orden premoderno antirepublicano, para reproducir igualdad dentro de la desigualdad. El resultado salta a la vista en la actualidad nacional, el tamaño de la billetera define a qué tipo y calidad de prestación social se puede acceder. De ahí que, en Chile sea fácil identificar las afinidades ideológicas como dispositivos transversales para organizar medios de comunicación, colegios, universidades e, incluso, las orientaciones de ciertos centros de investigación.
Una de las consignas del movimiento se ha pronunciado acerca de la necesidad de someter las propuestas a la especificidad de la realidad social chilena para perfilar una política pública acorde a los principios en disputa. De esta forma, se ha tratado de un cuestionamiento radical que necesariamente enfrenta la hegemonía del pensamiento único patentado por el control de la opinión pública y de la razón tecnocrática. Cuestionamiento, que si bien, concentra su leitmotiv en una reforma pendiente en el área, encuentra sus límites en un entendimiento más profundo que se remonta a la herencia constitucional y a una forma de entender el rol del Estado atiborrado por una versión dominante que reduce y confunde al liberalismo con su versión infantil del mercado autorregulado.
Corría el año 1988 y en la franja del plebiscito por el Sí el slogan era “Chile, un País ganador”. Para entonces la perspectiva de los Chicago Boys se había situado, y con bastante éxito, como el pensamiento oficial dominante bajo la estrategia de una racionalidad políticamente secularizada. Transformando la verborrea de la libertad de iniciativa, del crecimiento económico, del derecho a propiedad, del estado pequeño, de la descentralización, en los indicadores de un umbral de desarrollo a perfeccionar en un estado de “plena democracia”.
Si bien, la práctica del pensamiento único estampó su legado directo sobre una serie de reformas políticas neoliberales bajo el amparo del control militar, su herencia seguía/y sigue reproduciéndose con eficacia bajo el monopolio de la prensa escrita. El hábito de las columnas del famoso economista Sebastián Edwards acerca de cómo debía ser conducido el país se transformó, en los últimos años, en la rutina mañanera de muchos domingos familiares. La predominancia de su consejo se hacía infalible.
A nuestro juicio, esto, no tiene nada de raro. En contextos de falta de variedad la hegemonía de un discurso único se convierte en una garantía habitual de posicionamiento de autoridad de opinión. Fue el panorama con el que se encontró un gran profesor en su vuelta a Chile en los noventa, al haberse enterado de que el marxismo ya estaba superado en Santiago . Obviamente no se trataba de una crítica sobre el fundamento de evidencia, sino de un eufemismo amparado por un ejercicio de poder que se reproducía subrepticiamente en el seno mismo de la universidad.
Y con más radicalidad el ejercicio de poder del pensamiento único se actualiza en el escenario político, por ejemplo, cuando la senadora designada Ena Von Baer banaliza la demanda estudiantil con las “posibles” consecuencias nefastas sobre el “posible” fin del lucro ; o a veces a través del insulto directo, como cuando el senador Alberto Espina califica públicamente a los defensores del fin del lucro en educación , o cuando el diputado Gonzalo Arenas se refiere a los “poetas de la cuestión social” .
Enfrentar la hegemonía del pensamiento único es uno de los exámenes al que todo movimiento social debe afrontarse a la hora de situar un debate público. Y el desafío que vicepresidente de la FECH (Francisco Figueroa) planteo en el CEP –hablamos de generar un perfil de modelo educativo sobre la base de la especificidad de la situación social chilena-, no puede cundir en ausencia del rol de la universidad. Se trata del papel de la participación docente en el lugar que la sociedad delega para la generación de conocimiento y reflexión.
Por el momento, la apuesta sigue en marcha. La demanda específica al rol de la universidad en sociedad no puede fundamentarse únicamente sobre la base de su función profesionalizante y a resituar la responsabilidad del Estado sobre ésta. Puesto que, el resultado de la excesiva profesionalización que se muestra como una consecuencia positiva de la cobertura de matrícula lograda en las últimas décadas, ha tenido como consecuencia un proceso brutal de escolarización de la universidad y, peor aún, de lo que podría ser un antecedente primigenio de un nuevo proceso de alfabetización cultural que situaría a la universidad en el lugar de lo que en tiempos pasados era la enseñanza secundaria.
En los últimos días la Universidad Austral se ha enfrentado a la necesidad de recuperar el calendario académico argumentando a favor de la amenaza de la posible pérdida de la transferencia de recursos desde el MINEDUC –desde los beneficios estatales, becas y créditos-, en tanto medida de presión que directamente sobreviene sobre los hombros de los estudiantes y sus familias. La decisión de deponer el cese de actividades ha recaído en una decisión de rectoría, proponiendo una continuidad de la participación de la comunidad universitaria en el conflicto estudiantil pero sin dejar de pasar por caja. Este tipo de casos viene a dejar en evidencia que el camino democratizador, defendido como estrategia de triestamentalidad, no ha sido efectivo: en vez de solucionar el problema parece burocratizar aún más la solución. Es que es difícil convencerse de que una práctica genuina de democracia puede ser exitosa en la medida de simular su esfuerzo. Cuento conocido, son las presiones externas que ponen en evidencia un precario contexto de autonomía, porque es adentro de sí misma, donde la Universidad padece un largo historial de languidez institucional.
Los controles externos, hoy ejercidos directamente a través de las agencias de acreditación de educación superior, son el síntoma de un problema mayor que se muestran como una única dirección que descansa en la satisfacción de indicadores. No es extraño que la estrategia del gobierno insista en poner el foco en la calidad por encima de la gratuidad, disfrazando la ausencia de un derecho social pendiente en el amparo de criterios de libre mercado para legitimar la libre competencia. No parece ciencia ficción remitirse a la esfera financiera propia del orden económico bursátil, en que son las agencias calificadoras las que garantizan una apuesta segura a los inversionistas en los mercados de capitales mundiales. Entendiendo la educación como un bien de mercado, está lógica perfectamente podría mostrar su replicabilidad en el sistema universitario chileno.
La calidad entendida como medida estándar a alcanzar se vale de medios que delimitan arbitrariamente lo que se atañe a la regla y lo que se muestra difuso o no atingente. Satisfacer indicadores de calidad que someten a evaluación todo intento por diseñar un plan educativo y sus respectivas orientaciones, ostenta un primado de excelencia educativa en un escenario que aún tiene pendiente una conquista básica, el derecho a una educación pública y gratuita. Es que así opera la hegemonía del monopolio del pensamiento único, anulando la pluralidad de otras formas y concepciones de concebir la educación.
No parece tan lejano poner a discusión el problema de la “autonomía universitaria”, y que lo mismo debería refrescar nuestra memoria cuando la fascinación por los indicadores toca la puerta de nuestras instituciones con el maní de la acreditación. Cuando nadie se pregunta por qué no es la universidad la que participa en sus propios mecanismos de autolegitimación. No hay que olvidar que la universidad dijo formación en virtud de un proceso reflexivo de conocimiento: se enseña porque se investiga, se investiga porque se enseña. En la exigencia por la producción de conocimiento y reflexión libre de condicionamientos, no se puede descuidar que en el fondo se trata de poner en cuestión la autonomía universitaria y que, antaño, a eso de mediados del siglo XIX, reclamó el encuentro de la conciencia más organizada que debería estar en el lugar que la sociedad delega para discutir las diferencias: la universidad.
¿Cuánto de esto es posible identificar hoy en la universidad chilena? ¿Qué presencia ha tenido a la hora de acompañar reflexivamente las demandas estudiantiles?
Por Simón Gaspi
Buenos Aires, septiembre 2011.
Foto: Felipe Guarda