El 90% de la población indígena americana fue eliminada en dos siglos por conquistadores españoles y portugueses, quienes, en su insaciable codicia por conseguir oro y plata, no dudaron en masacrarlos y esclavizarlos.
Es comprensible que España celebre con bombos y platillos cada 12 de octubre su Día de la Hispanidad, en conmemoración a la llegada de Cristóbal Colón a América: la Corona sobrevivió a los cuatro defaults soberanos (en 1557, 1560, 1575 y 1596) del rey Felipe II, gracias a que los créditos tenían como garantía de pago el saqueo que sus súbditos perpetraban en el Nuevo Mundo.
Pero desde la óptica argentina, hizo falta ser muy benevolente para festejar hasta apenas ayer el Día de la Raza o, como se prefiere llamarlo ahora, el Día del Respeto a la Diversidad Cultural, porque en este continente ni españoles ni portugueses respetaron nada.
Los vikingos llegaron a América casi 500 años antes que Colón y establecieron varias colonias sin afectar en nada la vida de los esquimales que poblaban el norte, lo que a la par de demostrar que no eran tan “bárbaros”, obliga a meditar sobre el verdadero papel que le cupo al navegante genovés en el “descubrimiento” y a sus seguidores en la «conquista» del Nuevo Mundo.
El hecho de que Colón haya pasado a la historia como el “descubridor”, no se debe a que haya sido el primero en pisar tierra nueva, sino en explicar dónde quedaba, lo que condujo a la colonización europea en gran escala y al holocausto que devoró al americano nativo en los siglos que siguieron.
En 1511, en un sermón famoso, el fraile dominico Antonio de Montesinos advirtió a los ocupantes de La Española (Haití y República Dominicana) que estaban en pecado mortal por la “cruel y horrible” servidumbre que les habían impuesto a los nativos de la isla, los taínos.
Diversas fuentes históricas coinciden en señalar que si para 1492 los taínos sumaban unos 3 millones, para 1539 ya habían sido prácticamente exterminados por una combinación de brutalidad, exceso de trabajo y enfermedades.
Para 1600, la población indígena de México había sido reducida en un 95% en relación a 1492; y en Perú, descendió de unos 9 millones en 1533 a 500.000 a comienzos del siglo XVII.
Deseosos de emplearlos en trabajos forzados en busca de oro y plata, los españoles se preguntaron si eran seres humanos y si tenían alma. Recién cuando la Iglesia determinó que la tenían y que debían ser salvadas, llegaron para su conversión los primeros misioneros.
En el Brasil portugués, hacia el año 1500, la cantidad de nativos era de unos 5 millones, pero resultó devastada no sólo por las pestes, sino por las guerras de exterminio que allí tuvieron una importancia mayor que en la América española, como señalan varios historiadores.
Los indios tupinambas de la costa de Bahía, por ejemplo, fueron deliberadamente dispersados, esclavizados y muertos por el gobernador general del Brasil, Mem de Sá, que a mediados del 1500 destruyó 300 aldeas en torno a Salvador, entonces capital del país.
En cambio, en la cuenca del Amazonas, donde algunas tribus se mantuvieron a salvo únicamente por su alejamiento de la colonización, el número de sobrevivientes rondó el millón.
Lo mismo pasó en Paraguay, donde los misioneros jesuitas que llegaron en 1610, organizaron a los guaraníes a fin de que resistiesen la penetración portuguesa, con lo que preservaron a unos 100.000 indígenas de la aculturación y la peste, hasta que la Compañía de Jesús fue expulsada por la Corona española en 1767.
Más adelante, en la Argentina, los aborígenes también fueron víctimas propiciatorias de la peste, de la Campaña del Desierto, de los inmigrantes y soldados que buscaban apropiarse de sus tierras, del destierro, del mestizaje y de la desculturización, aun bajo el “amparo” de la Constitución de 1853, que se preocupó de asimilarlos y convertirlos, pero no de respetarlos.
Los sobrevivientes, incorporados en masa al Estado como pueblos sometidos y ocupantes precarios en sus propios territorios, fueron obligados a adoptar una religión y un estilo de vida que no les era propio y convertidos en productores de subsistencia.
Recién en 1994, la nueva Constitución les otorgó a los pueblos originarios en su artículo 75 un número de derechos hasta entonces ignorados, por lo que se comienza a asistir al fortalecimiento de sus organizaciones propias y a su accionar como actores políticos.
En Naciones Unidas se constituyó, en mayo de 2002, el Foro Permanente para los Pueblos Indígenas del Mundo y en nuestro país se han desarrollado, entre otros, el Programa de Participación Indígena, el Foro Patagónico y seminarios de Políticas Sociales para Pueblos Indígenas.
Esta acción positiva, más la tarea de divulgación de los derechos que han realizado el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (Inai) y los dirigentes aborígenes, ha ido animando a los grupos a manifestarse y asumir posiciones.
Según el Inai, encargado de otorgar personerías jurídicas a las comunidades originarias, éstas son hoy más de 800. Un porcentaje bastante elevado vive en asentamientos rurales o en forma comunitaria y representa entre un 3% y un 5% de la población total del país, aunque algunas provincias cuentan con hasta un 25% de aborígenes en su conformación.
Familiarizados con su propio pasado, los nativos saben que sus antecesores eran euroasiáticos y que llegaron a este hemisferio nada menos que en el período de las glaciaciones, unos 10.000 años ANE, tal como lo certifican modernos estudios arqueológicos.
Prácticamente no hay discusión académica acerca de que cómo y desde dónde: lo hicieron por el Norte, a través de una lengua de tierra próxima al estrecho de Bering, desde donde se dirigieron hacia el Sur y el Este en busca de alimentos.
A través del istmo de Panamá, arribaron por tierra a Sudamérica, aunque no hay que descartar que hayan podido hacerlo por mar, hacia las Antillas o costeando el Brasil y su cuenca amazónica.
Michael Coe, profesor de Antropología de la Universidad de Yale y experto en culturas precolombinas, ha señalado que “grupos humanos pudieron haber cruzado a pie enjuto desde Siberia a Alaska”.
Para el arqueólogo Paul C. Martin, la primera cultura paleoindia plenamente aceptada -la Clovis, que provenía de Alaska y de la que se tienen armas de caza de punta acanalada- aparece entre el 10.000 y el 7.000 ANE, en los Estados Unidos.
Por su parte, en 1937, el arqueólogo Junios Bird excavó dos cuevas, las de Fell y la de Pelliaike, cerca del estrecho de Magallanes, donde encontró puntas de lanza en forma de hoja –tradicionales en Sudamérica- que luego, por la técnica del carbono 14, se supo que databan de entre el 9.370 y el 9.082 ANE.
Esto vino a demostrar que la cultura humana en Sudamérica era contemporánea a la de América del Norte; y que para esa fecha todas las regiones del hemisferio occidental ya estaban habitadas.
También, quizás para explicar por qué el calendario maya de eclipses que aparece en el Código de Dresde, se basa en los mismos principios que el desarrollado por la dinastía china de los Han.
Más allá de que los antepasados de nuestros nativos hayan venido de Eurasia y que no fueron por tanto pueblos originarios, sino “descubridores euroasiáticos”, puestos a elegir entre Colón y los vikingos, no cabe duda que estos últimos descubrieron el Nuevo Mundo y, aunque no se sepa qué día, probablemente no fue un 12 de octubre.
Por Ana María Bertolini
11 de octubre 2011
Publicado en www.telam.com.ar
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