¿Cuál es el verdadero Jerry Lewis ? ¿El fantástico comediante consagrado por sus fervorosos admiradores como el más genuino heredero de la estirpe de Buster Keaton y Charles Chaplin o el bufo grotesco que para sus detractores disimulaba el bajo vuelo de su comicidad con un festival de torpes morisquetas? ¿El audaz director dispuesto a construir desde el absurdo un mundo surrealista de contornos únicos o el astuto actor que escondía sus limitaciones detrás de un hábil barniz de gestos demagógicos y pura concesión sentimental? ¿El generoso artista entregado a maratónicas sesiones de desprendido apoyo a causas humanitarias o el hombre que detrás de las cámaras nunca escondió la soledad, el egoísmo y el mal humor?
Lewis, que murió esta mañana, a los 91 años, en su hogar de Las Vegas, según confirmó su familia y reprodujo la publicación especializada The Hollywood Reporter, experimentó durante toda su extensa vida esa tensión entre opuestos tan bien retratada en una de sus obras más extraordinarias, El profesor chiflado. En ese film de 1967, tal vez la cumbre de su estilo único e intransferible, personifica a un timorato hombre de ciencia que se vale de un extraño brebaje para transformarse, cada noche, en su antítesis: bravucón, arrogante, donjuán.
No fue, por supuesto, el primero en exponerse a los alcances y las posibilidades de una doble personalidad, pero en sus manos ese juego de ser al mismo tiempo el doctor Jekyll y el señor Hyde adquirió precisos matices existenciales. Lewis se dedicó en cuerpo y alma a enfrentar esa tensión y procuró atenuar sus incómodos efectos con una hiperactividad que no mellaron ni los años ni las complicaciones en su salud. Cuanto más adverso aparecía el diagnóstico, más resuelto estaba a reforzar sus compromisos: así ocurrió el último día de 1982, cuando después de sufrir un infarto pareció lanzarse a vivir más frenéticamente que nunca, casándose con una bailarina 20 años menor y multiplicando sus apariciones públicas.
A cada indicación adversa de su organismo (diabetes, crisis cardíacas, problemas pulmonares, interminables dolores de espalda y hasta un cáncer de próstata), sumada a las secuelas de una intensa dependencia de las drogas, con intento de suicidio incluido en 1978, respondía con más y más ocupaciones. Cada año esa conducta alcanzaba su clímax en septiembre, cuando Lewis se ponía durante 24 horas consecutivas frente a las cámaras al frente de una campaña nacional por TV de ayuda a los enfermos de distrofia muscular. Estos teletones benéficos eran para Lewis una causa personal, tal vez la más importante de su vida, con la que obtuvo recaudaciones millonarias y hasta lograr que un parlamentario norteamericano lo postulara en 1977 al premio Nobel de la Paz. No le alcanzó para esa distinción, pero tres décadas después logró recibir el máximo galardón humanitario de la industria del cine, ese Oscar honorario que agradeció en 2009 ovacionado por sus pares.
Ese cuadro también respondía a cuestiones anímicas. Podría decirse que su personalidad dual y su manía egocéntrica también se relacionaban con la grieta irreconciliable que enfrentó y seguirá enfrentando a sus admiradores y sus detractores. Idolo de Hollywood durante tres décadas, Lewis no pudo lograr en vida el reconocimiento permanente de los críticos de su país. «Los franceses me han comprendido mucho más. Hasta han dicho que tengo sentido social, cosa que no sospechaba», dijo alguna vez sobre la contundente reivindicación que logró en ese país, donde su obra fue vista siempre como fruto del talento de un verdadero creador. Inspirado, audaz y original.
En su país, por el contrario, Lewis debió soportar frecuentes escarnios, ironías y calificativos. Alguien llegó a definirlo como «un mimo que raya en la idiotez». Su marca distintiva era, precisamente, el humor físico y gestual, apoyado en un sinfín de poses, muecas, posturas inverosímiles y una asombrosa flexibilidad corporal. «Mi género de humor es fundamentalmente visual. No es necesario conocer mi lengua para ser comprendido. Tampoco fuerzo efectos, porque mi humor nace de unas condiciones naturales que tengo para el género», dijo para justificar por qué era tan reconocido fuera de su país. Con todo, este mimo excepcional también era capaz en sus películas de modular hasta 30 voces diferentes a partir de su expresión tan conocida de adulto aniñado.
En el cine impuso un personaje casi único de héroe a la fuerza. Torpe, vacilante y tímido, siempre resultaba víctima de los gags y situaciones en las que se involucraba. En sus películas parecía que todo el mundo, objetos y personas, se ensañaba contra él. Lewis sabía crear atmósferas visuales que remitían desde el absurdo y el disparate a los orígenes mismos de la comedia en el cine para salir en busca de la identificación con el espectador a través de fantasías y situaciones sentimentales de pura imaginación visual.
Esa corriente de poderosa simpatía reconoció en Hollywood dos momentos decisivos. El primero trascurrió entre 1949 y 1956, cuando Lewis y Dean Martin llevaron adelante una fructífera alianza artística de la que surgieron 18 películas (El castillo maldito, El circo de tres pistas, El rabo de la estrella, La suerte al galope, Más muerto que vivo, entre ellas) así como innumerables apariciones en todo tipo de escenarios, por los que llegaron a cobrar 64.000 dólares por semana. Esa asociación concluyó muy mal, cuando Lewis se cansó de las ínfulas de estrella de Martin. «Le daba igual actuar, sólo le importaba el aplauso final», llegó a decir.
El segundo llegó en 1959, cuando firmó con Paramount un contrato único para la época, mediante el cual recibió un mínimo de diez millones de dólares a cambio de la entrega a ese estudio de los derechos exclusivos de sus apariciones en el cine durante los siguientes siete años. Fue en ese momento cuando llevó a la cumbre el estilo por el que será recordado, mezcla de su propia inspiración y de la influencia del genial director Frank Tashlin, que había dirigido algunas de sus películas con Martin (Artistas y modelos, Entre la espada y la pared) y luego acompañó a Lewis en los comienzos de su gran aventura solista.
De esa alianza nacieron títulos como El papá soy yo, Tú, mi conejo y yo, y las geniales Erase una vez..un ceniciento, ¿Qué me importa el dinero!, Un loco con suerte y El matasanos. Tashlin fue quien mejor entendió a Lewis porque hablaba el mismo idioma: esas películas son muestras antológicas de surrealismo y el más perfecto humor visual.
Fue una década excepcional para Lewis, la mejor de su carrera. Prolífico y creativo como nunca, entre 1958 y 1970 alternó sus películas junto a Tashlin con varios títulos en los que hizo de todo: guionista, productor, director y protagonista. Algunas de ellas (su ópera prima El botones, El terror de las chicas, El profesor chiflado, El ingenuo, Las joyas de la familia, ¿Dónde está el enemigo?) son obras maestras absolutas. Esa voluntad tan abarcadora lo llevó a veces a cometer desbordes, sobre todo cuando trabajaba con otros directores de menor vuelo, y de a poco las talentosas muestras de una personalidad humorística única se empezaron a mezclar con tentaciones concesivas y algunos excesos vulgares que casi hunden su carrera en la década siguiente.
De hecho, durante los años 70 estuvo voluntariamente alejado del cine, desde que vio en California que ¿Dónde está el enemigo? se exhibía junto a un film erótico. «Durante 20 años mis padres enviaron a sus hijos a ver mis películas porque eran garantía de entretenimiento sano. Ahora, la industria mezcla mis películas con porquerías y no quiero ser cómplice», reconoció con tristeza. Ese desconsuelo tuvo su revancha en 1976, cuando a instancias de Frank Sinatra se reencontró en vivo y frente a las cámaras de TV con Dean Martin después de 20 años, durante una de sus maratones televisivas.
Ese mismo año volvió al cine de la mano de Martin Scorsese en la extraordinaria El rey de la comedia, donde interpretó un papel dramático y amargo que para algunos exhibía puntos visibles de contacto con su propia vida (en un giro brillante, Robert De Niro era su contrafigura cómica). Años después seguiría esa línea en Sueños de Arizona, a las órdenes de Emir Kusturica.
Su última etapa como director y actor comenzó con dos grandes títulos de los años 80. La brillante Trabajando duro (un gran tributo a Chaplin) y Más loco que un plumero. Sufrió un golpe anímico y económico muy fuerte en esos años cuando su esposa Patti le pidió el divorcio luego de 35 años de matrimonio y seis hijos, uno de los cuales murió por sobredosis en 2009. Obligado a presentarse en convocatoria de acreedores, debió aceptar compromisos poco dignos como el par de olvidables títulos rodados en Francia (Agárrame si puedes, A Jerry le falta un tornillo), indignos de la admiración que Lewis siempre despertó allí. «Fueron los críticos franceses los que me mantuvieron vivo durante 50 años», llegó a decir una vez.
De allí en más, Lewis se mantuvo fiel a su identidad de artista infatigable, con presentaciones constantes en casinos y hoteles de Estados Unidos, Europa y Oceanía, además de la infaltable presencia anual en las maratones benéficas. También volvió al cine esporádicamente, con algún autohomenaje (Funny Bones) y la lacrimógena Max Rose, con la cual soñó en vano con alguna nominación al Oscar.
Para entender todo lo que hizo, nada mejor que descubrirlo en el magnífico documental Method of Madness of Jerry Lewis (2011), de Gregg Barson. Allí vemos cómo Lewis y Martin paraban el tránsito en Nueva York durante sus actuaciones en vivo en los años 50. Había entre 10.000 y 20.000 fans aguardando que desde lo alto de algún edificio de Broadway se lanzaran miles de fotos autografiadas por el dúo. También nos enteramos que Lewis fue un innovador detrás de las cámaras. Inventó el video-assist, una cámara que va registrando todo lo filmado durante el rodaje y lo reproduce en una pantalla instalada dentro del set, como ayuda y referencia para el director.
Al final de su larga vida, el hombre que nació como Joseph Levitch, el 26 de marzo de 1926, volvía a las fuentes. Aún rodeado de lujo y sofisticación, nunca olvidó aquéllos tiempos de infancia en que acompañaba a sus padres, actores de la legua, recorriendo en los tiempos de la Gran Depresión pequeñas localidades castigadas por la crisis y actuando por lo general para la gente más pobre de cada lugar. Los chicos, especialmente, tenían debilidad por esa figura flaca y ágil, capaz de la más increíble gesticulación, la mueca más inesperada, la inflexión vocal más sorprendente.
En el fondo y en esencia, por encima de cualquier caracterización, Jerry Lewis fue ante todo el más grande de todos los payasos. En 1979, invitado por un grupo de clowns y maquilladores, actuó durante dos horas de incógnito en un circo de San Francisco. Al revelar el episodio, dijo: «Nadie me reconoció. Sentirme uno más fue el mejor de los premios».