Rafael Ochoa, un estudiante brillante de la Universidad de Oxford, de 23 años y originario de España, estaba en su primer año de un doctorado en Ciencias de la Educación, que duraba cinco años.
El joven fue primero en su clase, en su Maestría en Oxford y tenía un título de ingeniería en Cambridge. Participaba además de el equipo de golf de la universidad, del cual era capitán. Estaba ansioso un un torneo que se aproximaba.
Rafael estaba en terapia por la presión que le significaban los estudios y sus actividades extraprogramáticas. La cantidad de actividades y la presión que sentía lo habían llevado a tener pensamientos suicidas. El trabajo académico y el evento deportivo próximo lo habían sobrepasado.
Un día, de la nada, el joven hizo un viaje de 11 millas desde Oxford hasta la remota estación de ferrocarril de Appleford, cerca de Didcot y se lanzó ante de un tren. El tren lo golpeó y murió de lesiones traumáticas. La policía encontró en su departamento cartas que sugerían que planeaba suicidarse. Había estado tomando antidepresivos desde el 2011.
Son muchos los casos de estudiantes que no soportan la presión y terminan suicidándose. ¿Vale la pena el nivel de competencia a los que se someten personas tan jóvenes? ¿Es necesario someterse a un estrés tan brutal solo por esta idea de éxito que nos han impuesto? Una vida perdida, en lugar de una vida vivida. Quizás deberíamos ponernos a pensar qué valoramos más, qué vida queremos vivir.