Desde el 11 de septiembre de 2001, no solo se agudizó la seguridad en las principales ciudades y aeropuertos a nivel mundial, también, cobró gran relevancia un concepto que hasta ese entonces era desconocido para muchos, me refiero al fundamentalismo religioso. Se hablaba de una “guerra santa” dirigida por los sectores más radicales del islamismo en contra de los pueblos infieles. El atentado en el Wall Street Center, estaba justificado –según ellos– ante los ojos de Dios. No obstante, la respuesta de occidente no se hizo esperar, los sectores más diversos convergían en una opinión común: las ideas religiosas no podían ser utilizadas para justificar actos terroristas o cualquier otra forma de agresión.
Sin embargo, en nuestra sociedad, vivimos en un constante estado de violencia en contra de los grupos que componen la diversidad sexual, basado, justamente, en una gran cantidad de ideas religiosas conservadoras y fundamentalistas. Los que defienden el valor jurídico de la familia tradicional, afirman que en la Constitución Política de 1980, cuando se hace referencia a este concepto, solo se refiere a la de composición heterosexual, por lo que el reconocimiento de cualquier otra forma de estructura familiar, simplemente no es posible, desde la perspectiva de la tutela legal. Pero, la cuestión es la siguiente: si la Constitución no define un concepto de familia, ¿cómo se puede determinar que el concepto protegido es aquel que suele llamarse “tradicional”? Los expertos en esta materia, dicen que para esto se debe recurrir a la “historia de la ley”, lo que en este caso está dado por las actas de la Comisión Ortúzar. Para nadie es un secreto que los redactores de nuestra Carta eran reconocidos católicos de “línea dura” y eximios defensores de los valores tradicionales; y, cuando hacían alusión a “familia”, efectivamente, se referían a una idea conservadora, de fuerte raigambre bíblica.
Avanzando en la historia, recientemente se pudo ver al diputado Iván Moreira afirmando, en una entrevista televisiva, que él estaba en completo desacuerdo con la aprobación de la ley que permitiría las uniones de hecho de parejas del mismo sexo. Su argumento principal fue que esta situación estaría en contra de su “visión de sociedad”. También, hace poco tiempo atrás, fue noticia el prejuicioso y aberrante discurso del obispo evangélico, Hédito Espinoza, en donde se colocaba a la homosexualidad a la altura de conductas deshumanizadas como el incesto o la zoofilia.
En el ámbito de las conductas morales –en donde está el matrimonio igualitario o el reconocimiento de la identidad de género, entre otros temas– debiese reinar la plena libertad, en el sentido de que las personas que consideran válidas esas posibilidades, puedan acceder a ellas sin la mediación paternalista de una autoridad que ni siquiera comparte los mismo acerbos socio-culturales. La negación de derechos civiles básicos, sostenida enteramente por una reducción argumentativa que podría ser algo así como “porque Dios no lo quiere”, es una tremenda forma de abuso, que de seguro reclama justicia en el cielo.
El fundamentalismo religioso y todas las formas posibles de violencia a que pueda dar origen, entre ellas la segregación por orientación sexual e identidad de género, deben ser extirpadas del debate en el foro público. Toda discusión debe partir de parámetros comunes, a fin de llegar a respuestas satisfactorias y, ciertamente, la religión nunca ha obrado a favor de la unión.
Por Sebastián del Pino Rubio
Licenciado en Derecho – Poeta
@delpinorubio