La columna del ciudadano Arellano
Leo a un agudo observador de la vida que nos cuenta que en el menú de los restaurantes de principios del siglo XX, en Europa, el pollo era más caro que la langosta. La lógica era que a los pollos había que alimentarlos y las langostas venían alimentadas por el mar cuando salían enredadas en las redes del pescador. Si se observa acá, en Chile, el menú de los restaurantes que marcan las tendencias de la actualidad, uno puede deducir una serie de cosas de lo más interesantes. Primero que todo –para no apartarnos del tema- que la langosta ahora es muchísimo más cara que el pollo y que, para encontrar una explicación de este cambio, la lógica antigua ya no funciona igual en estos días. A pesar de que a los pollos hay que seguir alimentándolos en el gallinero y que el mar continúa entregándonos las langostas alimentadas. Esta brusca alteración de precios y consideraciones sobre los animales que nos comemos, desde luego, no se explica por la ley de la oferta y la demanda, porque es evidente que la demanda de pollos es claramente mayor que la de langostas. No hay que pensar tampoco en la moda, ni en la especulación, ni en la posibilidad de que los pollos y las langostas intercambiaron su sabor. Lo que pasa, entre otras cosas que pasan y que no resulta conveniente detallar para no ponernos nerviosos, es que el mundo se nos complicó. Y esto de que nos tengan comiendo pollos inflados de hormonas y que no nos alcance para langostas ni siquiera para el Año Nuevo no es una cuestión menor. No señor. De paso, para que las cosas parezcan distintas pero sigan iguales, supongo que a comienzos del siglo pasado los reflexivos como yo cambiaban el orden de los productos para no alterar los factores. Permítanme ahora echarme un trago para mantener el empuje y continúo. Ya casi no quedan animalitos de agua salada en los mares de cercanía, por culpa de la pesca industrial, esa que debe usar el petróleo cuando sale a buscar pescados y llega con toda su gigantesca pesca congelada o enlatada y hasta con la etiqueta. Y como el petróleo se está agotando con mayor rapidez que los peces del mar y hay que seguir estrujando las portentosas ganancias que deja el “oro negro” hasta límites absolutamente ridículos, los pescados seguirán subiendo su precio más y más. No sólo las langostas. Porque habrá que ir a buscarlos a mares cada vez más profundos. Hasta los bravos pescadores artesanales –los Odiseos de nuestros días- deberán aventurarse por las aguas profundas, donde seguramente duermen los dioses primordiales del mar. A lo mejor los despiertan. Y hacen renacer a las sirenas con sus cantos tentadores, a las bellísimas ninfas marinas y a los horribles monstruos y gigantes acuáticos. Con suerte, hasta podrían alertar a los misteriosos habitantes de la Atlántida, el continente sumergido, que ya deben estar cansados de comer langostas.No es una tontada lo que estoy diciendo. Poseidón renacido –no de las cenizas ciertamente, pero de las espumas del mar- podría bendecir el futuro de la humanidad con mayores simpatías y buena voluntad hacia las personas que la benevolencia que nos dispensan los dioses que veneramos en estos días. No es una mala idea ésta de esperar que Poseidón retome el poder en sus dominios marinos y los cuide, antes que los japoneses y la pesca industrial dejen al mar convertido en un desierto de arenas y aguas podridas, sin animales ni plantas. Ya la humanidad perdió mucho cuando las sirenas se fueron a dormir. Perdería mucho más si los poderosos barcos pesqueros las trituran y meten en una lata de atún.He revisado, también yo, la carta de los restaurantes del siglo pasado y los de ahora. Veo que actualmente muchos pescados y mariscos que antes se desechaban en el mercado y, desde luego, en los restaurantes que cuidaban su prestigio, en estos años iniciales del siglo XXI figuran como exquisiteces de extraordinaria calidad y gusto en el menú de los chefs innovadores. No es que nos haya cambiado el gusto tan radicalmente. Es lo que nos está quedando en un mar cada vez más empobrecido.Si trasladamos esa realidad marina a la terrestre, la agrícola, cada vez más afectada por el reemplazo de sembrados para la alimentación humana por plantas destinadas a convertirse en combustibles para el Imperio y billetes para los aprovechados, no será extraño que los buenos cocineros tengan que inventar en el futuro platos de ensaladas de malezas, guisos de rastrojos, cortezas de árbol al horno con salsa de piedras y jugos de metales. Será lo que quede.
Y como no quiero ponerme pesimista, permítanme un último trago y nos vemos cuando nos veamos.
Por Alejandro Arellano Allende