Al girar la vista, en la primavera universitaria de mi juvenil errar en los prados del Pedagógico, cuando Chile era una cripta, y todos andaban ordenaditos y cómodos con el dólar tan barato y el tirano en La Moneda. Entonces, era difícil imaginar una marcha por el matrimonio homosexual. Era tan imposible pensar aquello, que uno tenía que desarrollar estrategias linces de sexualidad clandestina con el reino hétero.
Y así vivíamos resistiendo, y así también carreteábamos con mis compañeros y compañeras. Y así mismo, nos juntamos un día sábado para asistir al casamiento de un primo de un amigo de alguien que, al invitar a uno, se colaba todo el grupo.
Entonces era abril, entonces yo usaba una camisa de bambula blanca sin cuello, semi hippy, semi artesa, casi angelical, tan alba y pulcra que la guardaba solo para mis carretes especiales.
Y el sábado del matrimonio la tenía planchadita y almidonada como traje de novia. Y así llegamos el lote de estudiantes, con guitarra y todo, con un hambre marabunta y una sed abrasadora y sin ningún regalo. Llegamos comiendo canapés y bailando con la suegra y el suegro, con el padrino y la madrina que era una vieja chica de traje de fiesta que nos miraba bien feo por patudos. Pero ahí estábamos, haciendo salud por la pareja de jóvenes, la novia y el novio que se acercó preguntando quién nos había invitado. Y como la música estaba tan fuerte, y justo lo llamaron para bailar el vals con la novia, no alcanzó a escuchar, pero me dio una ojeada sospechosa que agarré al vuelo.
Y luego, y pronto, y después de la torta, de tirar el ramo, del guante del novio, del coctel con pan con paté y las aceitunas, después de las cumbias, del merecumbé y del que no baila es cola, del asado con apio en el patio y el brindis de vino con duraznos; luego de todo aquello, se me acerca el joven novio de terno con el azahar en la solapa, y me susurra al oído que lo acompañe a su casa a la vuelta de la cuadra a buscar más trago. Y cómo negarme si nos estaban tratando tan re bien de paracaidistas.
Y salimos a la calle y dimos vuelta la esquina y el sacó una llave y abrió la puerta y me dijo pasa. Y se quitó la corbata y se metió por un pasillo y desde un dormitorio me llamó para que le ayudara a ordenar los regalos matrimoniales amontonados en la cama. Y cuando la cama quedó desocupada de cintas y paquetes de colores, me dijo ponte cómodo, siéntate aquí. Y ni aun ahí yo comprendía de qué se trataba aquello. Ni siquiera cuando empezó a desvestirse yo entendía la sugerencia. Y tímida, como novia en flor, temblando sentada en la punta de la cama, todavía no quería creer en lo que estaba pasando cuando el novio se recostó a mi lado. Tiritaba como ninfa primeriza cuando me desvistió sacándome la blusa blanca de bambula virgen. Después fue todo tan rápido, acezante y acelerado, estaba ardiendo, y cuando terminó me dio un beso y saltó de la cama poniéndose rápido su traje de novio. Yo casi estaba en shock, y él tuvo que apurarme para que volviéramos a la fiesta, como si nada, casi riéndose me comentó al salir. Fue mi despedida, dijo mostrándome sus lindos dientes.
¿Y dónde estaban ustedes?, preguntó la vieja chica cuando nos vio entrar. ¡Ah!, apuesto que fumando mariguana, aseguró, desde sus tacones, la vieja intrusa. Que ni siquiera el día más importante de tu vida dejes el vicio, oye. Allá afuera te están esperando para adornar el auto en que te vas con tu mujer, le ordenó con voz de paco sin siquiera mirarme. Y salimos al patio donde mis compañeros le amarraban tarros al auto y me integré a la zangunga de los preparativos para la luna de miel. El novio besó a la novia una vez más antes de trepar al auto encintado, y ella se acomodó el velo y puso cara de alegría compungida cuando todos aplaudimos al partir rajados al hotel donde tenían reserva.
Y mucho después que la carroza nupcial hubo partido, mientras tomábamos el consomé de la amanecida, la vieja chica se me acercó preguntando con mirada despectiva. ¿Y a ti, qué te pasa que te quedaste tan triste? Nada, señora, le dije bostezando… tengo mucho sueño y me emocionan las bodas, le mentí pensando que jamás me iba a casar, porque mi culo gitano nunca resistiría una argolla nupcial.
Por Pedro Lemebel
El Ciudadano Nº105, primera quincena julio 2011