No es un misterio que a partir del siglo XV España se fue estructurando como un país extremadamente autoritario, intolerante y racista. Sus expresiones más visibles fueron las expulsiones genocidas de los judíos en 1492 y de los moriscos (musulmanes convertidos forzosamente al cristianismo) entre 1609 y 1614. Se calcula que las primeras incluyeron entre 120 y 180 mil personas (ver Henry Kamen.- Una sociedad conflictiva: España, 1469-1714; Alianza Editorial, Madrid, 1984; p. 80; y J. H. Elliott.- Imperial Spain 1469-1716; Penguin Books, Gran Bretaña, 1985; p. 109);
y las segundas, entre 275 y 300 mil personas (ver Kamen; p. 353; y Elliott; p. 307).
Y, sin duda, su expresión más permanente fue la Inquisición Española (y los Estatutos de Limpieza de Sangre) que estableció un régimen de terror en toda España entre fines del siglo XV y comienzos del siglo XIX (ver particularmente Henry Kamen.- La Inquisición Española; y Bartolomé Bennassar.- Inquisición española: poder político y control social). Más allá de miles de personas quemadas en la hoguera durante sus dos décadas iniciales; la institución continuó siempre recurriendo a dicha atrocidad; así como a la tortura; a las detenciones arbitrarias; a la eternización de los procesos; a la incautación de bienes; a penas crueles como las galeras; y a penas infamantes y vejatorias como el uso de sambenitos. Estableció además un aparato de delaciones y soplonaje; un sistema de detención por sospecha; y una férrea censura y quema de libros. Y las víctimas de ella fueron todos los calificados como “herejes”: Conversos judaizantes; moriscos que practicasen la religión musulmana; protestantes; seguidores de Erasmo; miembros de sectas católicas espiritualistas; blasfemos; personas que expresaran cualquier tipo de opinión heterodoxa; magos, brujos y nigromantes; etc.
Otro elemento central de este período fue la creciente búsqueda de centralización y autoritarismo político practicado por la monarquía castellana. Respecto de Cataluña esto se expresó particularmente en la supresión militar de revueltas y sublevaciones que combinaron factores nacionales y sociales en 1652 y 1688 (ver Kamen, Una sociedad conflictiva; pp. 380-2 y 413; y Elliott, p. 354). Pero sin duda que el hecho más trascendente se produjo en el contexto de la Guerra de Sucesión luego de la muerte del rey Carlos II en 1700, al lograr Cataluña una independencia de facto entre 1705 y 1714. Así, luego de un sitio militar de varios meses, Barcelona fue reconquistada por las tropas de Felipe V el 11 de septiembre de ese año: “La caída de Barcelona fue seguida por la total destrucción de las instituciones catalanas tradicionales, incluyendo la Diputació y el concejo ciudadano de Barcelona. Los planes de reforma del Gobierno fueron codificados en la denominada Nueva Planta, publicada el 16 de enero de 1716. En efecto, este documento sella la transformación de España desde una diversidad de provincias semi-autónomas a un Estado centralizado. Los virreyes de Cataluña fueron reemplazados por capitanes-generales, que gobernarían en conjunto con una Real Audiencia que operaba en Castilla. El Principado fue dividido en una nueva serie de divisiones administrativas similares a las de Castilla y dirigidos por corre- gidores en base al modelo castellano. Incluso las universidades fueron abolidas, para ser reemplazadas por una nueva universidad, monárquica, establecida en Cervera. La intención de los borbones fue terminar con la nación catalana y borrar todas las divisiones políticas tradicionales de España. Nada expresó mejor esta intención que la abolición del Consejo de Aragón, ya llevada a cabo en 1707. En el futuro, los asuntos del Consejo de Aragón iban a ser administrados por el Consejo de Castilla, que llegaría a ser el órgano administrativo principal del nuevo Estado borbón” (Elliott; p. 377).
Como muy bien lo señaló Henry Kamen en 1983 en la conclusión final de su libro: “La aparente unificación de España en 1716 se logró más en cuanto a la forma que en cuanto al espíritu; fue básicamente un acto de violencia que suscitó profundo resentimiento en los reinos orientales, y esa controversia sigue siendo un problema vivo hoy día” (Una sociedad conflictiva; pp. 432-3). Y no hay duda que la reciente -en términos históricos- guerra civil y posterior dictadura franquista agudizó los agravios históricos de Cataluña. No puede ser más ominoso, en este sentido, que en 1980 los catalanes hayan establecido como su día nacional ¡el 11 de septiembre!
A nosotros los chilenos -tan lejos de este conflicto- nos llama la atención la descripción que nuestra Premio Nobel de Literatura, Gabriela Mistral, hiciera de Cataluña en carta a un amigo suyo, siendo Cónsul en Madrid desde 1933; y que una indiscreción periodística sacó a luz en 1935, significando el rápido traslado de nuestra diplomática a Lisboa: “Zona separada de hecho, Cataluña y en parte Vasconia. El catalán ha hecho un país bajo el ejemplo francés; ha creado una gran industria; tiene razón, tiene un clan, está vivo, ha vuelto la espalda al sepulcro de Castilla y se ha labrado con mar, comercio, clásicos griegos y latinos y con un espíritu regional de los más sabios y maravillosos de Europa. No es que sean separatistas, es que desde siempre fueron otra raza (cursiva en el original), otro ritmo, otro sentido de la vida”
(Jaime Quezada.- Bendita mi lengua sea. Diario íntimo de Gabriela Mistral; Edic. Planeta/Ariel, Santiago, 2002; p. 133).
Lo otro que nos llama la atención es que en los últimos años hemos sido testigos -tanto en la televisión como en los periódicos españoles hace tiempo globalizados- de una extraña actitud de los políticos y periodistas del establishment hispano, para no hablar de los comentarios de lectores de los periódicos madrileños. Esta es, que en lugar de desarro- llar una actitud de afecto hacia los catalanes y de enfatizar la eventual conveniencia de Cataluña de continuar unida a España (como lo hicieron los británicos con Escocia; y como lo indica el sentido común más elemental); han mostrado una actitud hosca, despectiva y, en definitiva, represiva. Han señalado más de una vez que los deseos catalanes de mayor independencia son manifestaciones de egoísmo, racismo y xenofobia. E incluso han llegado en ocasiones a tildar a sus líderes de extremistas y locos. Y han terminado amenazando que usarán todos los mecanismos represivos para evitar una eventual independencia. Su única “razón” ha sido el respeto de la Constitución, ¡cómo si ésta fuese una Biblia que no puede modificarse!
Es claro, desde un punto de vista democrático y de respeto a los derechos humanos, que la aspiración de todo pueblo a su independencia de un Estado mayor de que forme parte debe resolverse de acuerdo a la libre determinación de aquel. Es lo que comprendieron Gran Bretaña, Canadá, Checoslovaquia y Serbia y Montenegro. Ello significó una libre decisión de los quebequenses y los escoceses de permanecer en sus Estados respectivos. Aunque en el caso escocés se reabrió la interrogante al separarse Gran Bretaña de Europa, en contra del sentimiento escocés. Y en los otros casos significó la pacífica separación de República Checa y Eslovaquia; y de Serbia y Montenegro.
Pero ciertamente que el bien de ambas partes exige que una eventual separación se efectúe en términos consensuados y respetando estrictamente los procedimientos democráticos. Es claro que esto no lo está haciendo desde hace tiempo el Estado español, al cuestionar de plano el derecho de autodeterminación del pueblo catalán. Pero tampoco lo hizo el gobierno autonómico catalán al estipular un plebiscito que ha pretendido definir unilateralmente una total separación, no contemplando los legítimos derechos e intereses entrelazados que han surgido de una convivencia democrática de más de cuarenta años. Y, peor aún, estipulando una mayoría de votos favorables, ¡al margen del número de ciudadanos que haya concurrido a las urnas! De hecho, el número de votantes que según el gobierno catalán participó en el evento del 1 de octubre fue de 2.262.424. Es decir, el 42,34 % del total de 5.343.358 electores hábiles. Si bien este número puede considerarse muy alto, dado el amedrentamiento, los obstáculos y la represión empleada por el gobierno nacional contra los catalanes; no califica en términos democráticos para una definición tan trascendente como la creación de un nuevo Estado-Nación y la separación respecto del Estado al cual se ha estado históricamente integrado.
Por cierto que la responsabilidad fundamental de este conflicto recae en el Estado español. No sólo porque el gobierno catalán ha ofrecido permanentemente dialogar con el gobierno central para llegar a un referéndum consensuado; sino porque la única alternativa que aquel está ofreciendo es el sometimiento o la represión. Además de revelar con esto un profundo autoritarismo, lo increíble es que el establishment madrileño no parece darse cuenta de que aquella disyuntiva puede provocar un quiebre espiritual definitivo. Y lo más penoso de todo esto es que las encuestas de este año han indicado que una mayoría del pueblo catalán se inclina todavía por continuar unida al Estado español. Mayoría que, es claro, tenderá a esfumarse con represiones como las del domingo pasado; y con la terca negativa de la derecha española a reconocer el carácter de pueblo de los catalanes y su derecho de autodeterminación correspondiente.