La contienda es desigual, y por más medios nuevos que sean creados, ninguno logra entrar a la cancha en igualdad de condiciones ni de trato con el Estado. Las posibilidades de que radios y canales comunitarios masivos puedan existir en Chile, quedaron amarradas en democracia por leyes que configuraron una política, a pesar de que durante el gobierno de Patricio Aylwin se haya dicho «que lo mejor era no tener política de comunicaciones».
La célebre frase corresponde al sociólogo Eugenio Tironi, asesor del primer gobierno concertacionista, de Patricio Aylwin Azócar. Y aunque no haya habido política, lo cierto es que varias de las revistas de periodismo de investigación cerraron. Los medios públicos fueron entregados al mercado: Televisión Nacional constreñida a ser un medio autofinanciado por el ratting, la Corporación de Televisión de la Universidad de Chile olvidada en medio del déficit crónico del plantel universitario, la Radio Nacional vendida y liquidada, y el diario La Nación dedicado a servir al gobierno de turno, sin mayor proyección.
Para colmo de las ironías, las nacientes radios comunitarias -llamadas «piratas» por la Asociación de Radiodifusores de Chile, Archi- bajaron durante varios años sus antenas ganadas en la lucha contra la dictadura, a la espera de una ley que en democracia les reconociera su existencia.
La frase, en realidad, fue una completa mentira. La supuesta no intervención del Estado que decía relación con los contenidos y la libertad de los medios, fue en realidad una política de protección de los capitales privados establecidos en el espectro radioeléctrico, asegurando sus condiciones e impidiendo la entrada de nuevos actores.
No hubo política de libertad de expresión ni de derechos humanos, pero la administración del bien público llamado espectro radioeléctrico quedó en manos de los ingenieros, de los técnicos expertos en telecomunicaciones, que luego de pasar por el ministerio eran llamados a continuar sirviendo en la empresas privadas que antes habían sido sus contrapartes.
En 1994 nació la solución de las radios de mínima cobertura, limitadas en potencia y en financiamiento, que no reconocían a los actores comunitarios, y que además inauguraba la persecución penal para quienes instalaran emisoras sin licencia, separando así a los buenos radialistas de los malos, de los rebeldes, de los que se «tomaban» el aire porque no tenían otra opción.
Fue una solución, porque a ojos de los capitales nacionales y transnacionales que ya empezaban la carrera por adjudicarse las últimas frecuencias disponibles, las comunicaciones alternativas quedaban en el rango de lo marginal, de la mínima cobertura y del mínimo impacto. Una voz que se escucharía bajito frente a la mega-amplificación de las radios comerciales.
A vista y paciencia de las autoridades, las frecuencias fueron vendidas y revendidas, pese a que se trata de concesiones y sobre ellas se supone que no hay derechos de propiedad. El pez gordo empezó a comerse a los peces chicos, desaparecieron emblemáticas radios nacionales y regionales, la publicidad ahora ya no se vendía estación por estación, sino por grupo, con canales segmentados para diferentes públicos. El AM empezó a morir.
Este escenario de creciente concentración del mercado, y por lo tanto de crecientes desigualdades sociales en el acceso a las comunicaciones, empezó a ser asumido por los gobiernos de la Concertación como algo natural e inmodificable, y peor aún, se legisló para asegurar su perpetua reproducción.
LA DÉCADA DE BELLO Y LAS PARADOJAS DE BACHELET
Previo a que importantes y deficitarias leyes en el área de las comunicaciones se aprobaran durante la administración Bachelet, es imprescindible recordar el negativo efecto que tuvo la presencia del ex Subsecretario de Telecomunicaciones Pablo Bello, quien en realidad comenzó su gestión durante la presidencia de Ricardo Lagos, y durante casi diez años jugó un rol tajante para determinar el actual escenario de las telecomunicaciones.
Pablo Bello fue quien dijo que en materia de comunicaciones, en Chile, no se podían aplicar los estándares internacionales de Libertad de Expresión, porque sencillamente no era políticamente posible, o quizás no era su voluntad.
Siempre tuvo abierta su oficina para el lobby de la Archi y de la Anatel (Asociación Nacional de Televisión), y bajo la vestidura de su carácter técnico, entregó el espectro a sectores económicos importantes, y al principal grupo transnacional presente en el país, el español PRISA, incumpliendo su obligación legal refrendada por la Contraloría, de hacer valer la cláusula de reciprocidad de las inversiones extranjeras, que sencillamente hubieran impedido aquella operación.
En su escritorio se frenó por largos años la discusión de la TV digital, mientras los canales comerciales especulaban con estándares técnicos, y con la reproducción de su mercado concentrado.
La presidenta Bachelet prometió algo que no cumplió al asumir como suyas las reivindicaciones gremiales de las radios comunitarias y religiosas agrupadas en la Asociación Nacional de Radios Comunitarias y Ciudadanas de Chile, Anarcich. Se trataba de aumentar la potencia, de subir el volumen de estos testigos marginales, de estas moscas que hacen zumbar los espacios comunales, reconociendo ahora su carácter comunitario, pero en el fondo, reproduciendo el sistema desigual. Mientras unos casi no tienen limitaciones, otros sí, pero se pretendía mejora su status aligerándoles la carga.
La ley de radios comunitarias aprobada al final de su gestión, e impedida de ser modificada por su veto, se trató en realidad de una operación de compensación a los actores de mínima cobertura establecidos frente a las leyes de amarre que se aprobaron en igual periodo.
Todo fue en paralelo. Mientras PRISA desembarcaba en el país, como muchos otros capitales españoles con las recomendaciones del PSOE a sus socios chilenos, las radios comerciales y comunitarias eran supuestamente beneficiadas con el «derecho preferente», que en los hechos significaba limitar al mínimo la competencia a la hora de concursar las frecuencias y de ese modo eternizar y privatizar el espectro ocupado por los actores ya establecidos.
Las radios de Anarcich quisieron beneficiarse por igual de este derecho, a la vez que pretendieron equiparar sus concesiones con las de larga duración de las radios comerciales, que renuevan sus licencias cada 20 o más años, pero no advirtieron que se legislaba sobre un espectro saturado y amarrado por las leyes que priorizaban a los capitales establecidos en el mercado.
El actual gobierno hizo el diagnóstico que el anterior calló. El espectro está limitado y aplazó hasta 2012 la apertura de nuevos concursos de radios comunitarias mientras se realiza un estudio de factibilidad que amenaza, o con dejar fuera del aire, o con la misma potencia a las radios de la Anarcich.
De igual manera, la supuesta migración de las radios AM al FM es imposible en la medida en que no hay espacio.
De este modo nos encontramos ante la paradoja de que no sólo la dictadura dejó leyes de amarre en la educación, la salud o las telecomunicaciones, sino que en democracia se ataron las manos de varias generaciones para impedir que el escenario concentrado pueda ser cambiado.
Qué paradoja, mientras la sociedad sale a las calles y pugna por cambiar las leyes dictatoriales, a la vez carece de medios de comunicación masivos que compitan en la única e irreemplazable cancha que es el espectro radioeléctrico, producto de las leyes de amarre que se empezaron a construir con Patricio Aylwin y se afinaron con Michelle Bachelet.
Por Pía Matta Cerna
Presidenta de la
Asociación Mundial de Radios Comunitarias (Amarc)