En vísperas de Halloween vi a un niño de unos tres, quizás cuatro años, vestido de payaso, en la Plaza de Armas. Formaba parte de una cohorte de niños -primos, hermanos quizás- un poco más grandes y otros adolescentes, que acompañaban a un hombre que cantaba cumbias vestido de mujer para entrener a la escasa y pobre audiencia que pululaba en el corazón de la capital, pasadas las 10 de la noche. En torno a ellos, bailaban y reían algunos fans: Cuidadores de autos, un muchacho gay de pelo largo, un hombre en silla de ruedas y una mujer con dificultades para caminar que parecía ebria. El payasito miraba cada cierto rato a un hombre con el rostro pintarrajeado, que también parecía ebrio. ¿El padre? ¿El abuelo?
Yo observaba la escena guarecida en mi vehículo, mientras mi hijo, probablemente de la misma edad de aquel niño, dormía en su silla especial, en el asiento trasero, porque se nos ha enseñado que ese es el lugar más seguro para ellos. Él, su padre y yo, continuaríamos viaje a nuestra casa, donde mi hijo dormiría en una cama tibia, en su propia habitación. Yo me preguntaba dónde, si le hacía falta, aquel niño vestido de payaso podría ir al baño en aquel paisaje oscuro, fétido y húmedo, a qué hora se iría a acostar, si habría comido o tomado leche, quién, si acaso, lo bañaría, le leería un cuento, le acariciaría los cabellos y le preguntaría ¿cómo fue tu día?, y todas esas cosas que, dicen los especialistas, son tan importantes en el desarrollo de los niños y tan determinantes en la posibilidad que tendrán de desplegar sus talentos y de contribuir a la sociedad de la que son parte.
Nos gusta pensar que los talentos de los seres humanos es una especie de capital estático que, si se dan las circunstancias -como la igualdad de oportunidades- florecerá sin más. Que es cosa de captar a los más inteligentes, becarlos, alimentarlos, para tener al cabo de 20 años a un muchacho tanto o más capaz que aquellos que nacieron en circunstancias económicas más favorables. Que todo lo que hay que hacer es focalizar gasto social en el quintil al que pertenece el niño de la Plaza de Armas para que “tire pa’ rriba”. Si con ayuda no termina en el futuro codeándose con los muchachos que estudiaron en la Católica, es porque no quiso no más.
Sin embargo, los descubrimientos que la sicología comparte hoy con una importante corriente de la economía y la ciencia política presentan un cuadro mucho más complejo y difícil de abordar con una simple calculadora o billetera. Es cierto que la inteligencia y otras capacidades se distribuyen azarosamente entre la población, pero ser inteligente y talentoso no es suficiente para romper los muros que dividen a una sociedad que educa a buena parte de sus hijos haciéndoles creer que ellos no pueden.
Chile, es uno de los 15 países más desiguales del mundo. También es uno de los que tiene peores índices de movilidad social. Es decir, un país donde el mejor predictor del futuro de una persona no es su inteligencia ni su esfuerzo individual, sino los ingresos de su familia. O, en otras palabras, las personas en la base de la pirámide y las que están en la cima, generación tras generación, son siempre las mismas.
Un estudio sobre movilidad intergeneracional de Javier Núñez y Leslie Miranda ubica a Chile en el fondo de la tabla en comparación con el resto del mundo. Ellos revelaron que Chile tiene peor movilidad social aún que países menos desarrollados como Nepal, Pakistán y Malasia, y sustancialmente peor que países a los que nos encanta criticar como los paradigmas de la desigualdad social: Estados Unidos e Inglaterra.
El estudio de Núñez y Miranda es coherente con los hallazgos del PNUD –Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo– que muestran que, en Chile, el 65 por ciento de la elite proviene de familias que ya eran ricas y que sólo un cuatro por ciento proviene de familias que tuvieron bajos ingresos. En Alemania, sólo un 35 por ciento de la elite proviene de familias que eran ricas en la generación anterior y otro 35 por ciento viene de sectores de bajos ingresos.
Estudios de economistas y cientistas políticos conductuales, han detectado que existe una fuerte correlación entre desigualdad y bajo nivel de lo que Robert Putman (que acaba de estar en Chile) llama Capital Social. Esto, a su turno, es una amenaza contra el desarrollo democrático, pero también para el crecimiento económico de un país.
No son pocos los que se contentan pensando que gracias al crecimiento de los últimos años, Chile ha dejado atrás la pobreza acuciante. Sin embargo, como apunta Andrés Solimano, la frustración social puede ser mayor en sociedades con altos niveles de ingresos, alta desigualdad y baja movilidad social, que en sociedades parejamente pobres.
EL EXPERIMENTO
Una vez participé en un experimento que intentaba averiguar la forma en que los seres humanos tomamos decisiones. Sola, frente a la pantalla de un computador, yo debía jugar a las paletas con dos compañeros virtuales, quienes, según me hicieron creer, eran otros jugadores reales. Al comienzo recibía tiros de ambos y yo les respondía. Pronto, comenzaron a ignorarme y siguieron jugando solos. El experimento intentó captar las preguntas que emergieron en mi cabeza: ¿Por qué me hacen a un lado? ¿Es por algo que yo hice? ¿Se confabularon en mi contra? y luego midió mi predisposición a confiar y cooperar con ellos en otros juegos.
Jean Twenge y otros han demostrado a través de experimentos similares que la exclusión social reduce el comportamiento social positivo, definido como los actos que la gente está dispuesta a realizar en favor de otros.
Twenge demostró que “el rechazo interfiere temporalmente con las respuestas emocionales, impidiendo la capacidad de sentir empatía por otros y, como resultado, perjudica cualquier inclinación de ayudar y cooperar con otros”.
La conducta social positiva se sustenta en creer que uno es parte de una comunidad en la cual las personas se buscan mutuamente para apoyarse y, ocasionalmente, amarse. Por lo tanto, cuando las personas se sienten excluidas, su predisposición a estas conductas se extinguen. Siguiendo el argumento de estas investigaciones, un niño que ha sufrido discriminación, marginación, violencia en su casa, tendrá más incentivos para “portarse mal”, aunque de esa manera dañe su propio interés.
Otros estudios revelan que la percepción de discriminación en contra de uno perjudica el deseo de participar políticamente y promueve la alienación.
En Chile, las estadísticas de Gendarmería demuestran que todos los prisioneros vienen de un mismo sector social y si se miran más de cerca, hay ciertas comunas y ciertos barrios que están desproporcionadamente representados. Una manera de ver el problema es concluir que la policía y los jueces están prejuiciados en contra de los habitantes de estos sectores y que tienen a dictar un mayor número de sentencias en su contra. Es una respuesta posible. Otra, no necesariamente contradictoria con la anterior, es pensar que la discriminación y exclusión crónica de esos sectores y la escasa perspectiva de que alguna vez la sociedad los considere parte de una misma comunidad, los integre en sus escuelas, los llame por su nombre y no por sus apodos, incentiva a esos niños y jóvenes a cumplir la profecía del “antisocial” que le hemos puesto sobre el lomo.
La noche de Halloween vi al niño vestido de payaso marcharse alegre, saltando sobre las posas nauseabundas de agua y meado que corrían Merced abajo, seguido por el borracho de la cara pintada. No sé dónde estará en diez o veinte años más. En el Chile que me gusta imaginar, se sentará con mi hijo en la misma sala de clases y tocarán a tu puerta una noche de Halloween, diciendo ‘dulce o travesura’.
Por Alejandra Matus
*Master en Administración Pública/Universidad de Harvard.
El Ciudadano Nº114, segunda quincena noviembre 2011