Ante la imposibilidad de una lectura objetiva, vale un buen uso del pesimismo: Esta segunda vuelta es una entre perdedores.
No se trata solamente de la expectativa cifrada sobre la primera vuelta. Los resultados electorales fueron un hecho que rompió otro: la enorme efectividad con que encuestadoras y medios de comunicación construyeron un escenario que señalaba el rechazo de la ciudadanía a un cambio sustantivo de la dirección en que se había encaminado por décadas la realidad chilena, y un eventual triunfo de la derecha incluso en primera vuelta.
Este último hecho, por cierto, evidencia la total vulnerabilidad de la izquierda, tanto en el ámbito de los medios de comunicación como en la formación de pensamiento y la conexión con la realidad. Sin embargo, es otro tema.
Este se trata de lo que representan los candidatos.
Sebastián Piñera es una sátira de la historia de la derecha chilena. Él, supuestamente, encabezó en su anterior camino a La Moneda un proceso de renovación y modernización del denominado “sector». Renegó del pasado golpista de sus partidos, activamente vinculados a violaciones de los Derechos Humanos -especialmente contra la izquierda chilena- como condición para la imposición del neoliberalismo.
Hoy es el testimonio vivo de su derrota. Su segundo a bordo -Andrés Chadwick-, además de ser su primo, fue bendito por el propio dictador en ejercicio, Augusto Pinochet, en esa extraña ceremonia realizada en el cerro Chacarillas en 1977. Y en esta segunda vuelta ha debido mendigar votos a los militares en retiro, validando a José Antonio Kast, el otro candidato derechista que explícitamente renovó sus votos con la Dictadura Militar, durante la campaña de primera vuelta. Eso, sin contar que su comando es en sí mismo una contradicción, con tres voceros que mantienen una permanente inecuación, contándose a los otros contendores en la primaria de la derecha: el otro Kast (Felipe) y el senador Manuel José Ossandón.
Aun cuando es posible que Piñera gane nuevamente, ante la historia ya es un triste y derrotado payaso.
Pero Guillier también es una parodia. De Bachelet y de la propia transición chilena. El “ciudadano” conductor de noticias no milita ni se hace mucho cargo de la historia de la transición a la democracia. Es el epílogo de la derrota de Salvador Allende y la izquierda chilena de 1973. La renovación socialista, que consagró la reunificación del PS al llegar los años ’90, se comprometió con la articulación entre Mercado y Democracia (un imposible a la luz de los hechos), se comprometió con su propia derrota histórica para prolongar la realidad del neoliberalismo chileno. Y éste se impuso a sangre y fuego, sin una raigambre democrática. Sangre y fuego apuntado precisamente contra esta misma izquierda.
Los partidos que respaldan a Guillier, lo hacen entre otras cuestiones, por descarte y buena presencia en encuestas del propio candidato, pero difícilmente se podría decir que les representa o que tiene ánimo de hacerlo. En este sentido lleva al paroxismo ese atributo caudillista y supra partidario de Bachelet.
También hay perdedores en el posible recambio de la política chilena.
La derecha “joven”, tanto la renovada y auto proclamada «liberal» (que está contra el aborto, contra la constitución de familias homoparentales, etc.), como la que renueva sus votos con la herencia militar, comparten el mismo comando presidencial y las mismas vocerías. También comparten el mismo apellido. Y se trata de una familia que no se ha hecho cargo ni ha admitido públicamente su vinculación a casos de violaciones a los Derechos Humanos, vínculos sindicados por respetables investigaciones periodísticas. Menudo recambio.
Por su parte, el Frente Amplio renunció a ser un actor político. Privilegió el tiempo lineal a los sobresaltos de la Historia que, en determinadas coyunturas, abre la puerta para dejar huellas más nítidas sobre la realidad. No fue capaz de transformar en verso el 20% alcanzado en la primera vuelta. Me refiero a traducirlo de lenguaje electoral a lenguaje político, a una posición escrutable racional y emocionalmente. El FA no pudo ponerse de acuerdo y, privilegiando la unidad interna, se diluyó en una libertad de acción que reprodujo la escena noventera: devolver la tutela de la centroizquierda a la Concertación, a través de la coaptadora consigna “todos contra la derecha”, y la marginalizante posición de “son todos iguales”. Derrota a todas luces.
Si a esto agregamos la prolongación del fenómeno de abstención electoral, camino que se recorre desde al menos 15 años, y recapitulamos el derrotero de los actores políticos hegemónicos, residuales y emergentes, podemos concluir que el fenómeno de vacío político que caracterizó el actual período de gobierno, se prolongará por más tiempo. A excepción del empresariado, que mantiene su unidad frente al escenario político.
Sin perjuicio de cómo se resuelva la disputa presidencial, la sociedad sigue huérfana y expectante. Sigue habiendo espacio y necesidad para la emergencia de nuevos actores políticos. Pero nuevas oportunidades, habrán de ser creadas.
https://www.youtube.com/watch?v=2VlL0ErVzj4