De regreso en Chile, tras una ausencia de dos años, me sorprendió la proliferación de enormes y ostentosas clínicas, con servicios de urgencia e incluso atención hospitalaria, en barrios populares y en otros que a los economistas les gusta llamar “estratos medios”, dentro de los malls y a la salida de las estaciones de Metro, en Santiago. Algunas tradicionales, como la Clínica Santa María y la Indisa, se remodelaron construyendo espaciosas dependencias. Eso sin contar centros médicos de todo tipo, con aire acondicionado y salas de espera con asientos y aparatos de televisión. Se trata de recintos que no sólo atienden a la minoría que tiene acceso al sistema de salud privado, sino que también reciben gustosos los bonos de Fonasa.
Es curioso el fenómeno, si se compara con la forma en que languidece el sistema público de salud, a pesar del salto en gasto público que hubo bajo el gobierno de Michelle Bachelet. La pregunta que me asaltó de inmediato es cómo se mantienen, si la canción que hemos escuchado en los últimos años es que es imposible que el Estado pueda hacerse cargo de la salud de toda la población, por medio de un sistema nacional único, pues sería un saco sin fondo, condenado al déficit ¿Qué tienen ellos que no tenga el Estado?
Parte de la respuesta la obtuve por causa de una emergencia médica. Mi hijo se enfermó de rotavirus un día antes de que comenzara a regir mi seguro de salud. Fonasa no me cubría tampoco porque, como me enteré ese mismo día, la cobertura estatal no es automática, ni por defecto. Aunque el empleador deposite tu 7% en el sistema, no vale si uno no se inscribe. Un pediatra amigo tuvo la gentileza de atendernos en su consulta, ubicada en una de estas clínicas, en un barrio de Santiago abajo. Todo iba bien hasta que se le ocurrió pedirnos un examen de urgencia en el mismo recinto. Entonces se activaron todas las alarmas. El ingreso de mi hijo a ese recinto no estaba registrado en “el sistema” y de nada valió que dijéramos que costearíamos el examen de nuestro bolsillo. Lo que les importaba era que el médico declarara la atención, que nos cobrara la consulta.
-¿Esto funciona como las peluquerías?-, le pregunté.
-¿Cómo funcionan las peluquerías?-, me dijo.
-Bueno, el dueño del local cede un lugar a los peluqueros y depiladoras que trabajan durante el día, y a la hora de cerrar el boliche, les cobra un porcentaje de su recaudación.
-Sí -me dijo mi amigo riendo-. Igual. La clínica controla todas las atenciones que hago porque tengo que pagarle el 30 por ciento de mis honorarios. Y eso es poco. En la Clínica Alemana, se quedan con el 50 por ciento.
Hay otros oficios que tienen el mismo modelo de negocios. Las casas de cita, por ejemplo. La ‘cabrona’ se queda con un porcentaje de las ganancias de las trabajadoras sexuales o con los tragos que les sacan a los clientes.
En estas clínicas, los médicos son simples arrendatarios de un cubículo, sin vínculo contractual con la clínica, ni poder de influencia en sus políticas. La administración del recinto asistencial está a cargo de un hombre de negocios. Una parte muy significativa del bono Fonasa, pagado por el Estado, o del bono de la Isapre, que se financia con las remuneraciones de los trabajadores, queda en manos del dueño. Es el mismo modelo de la educación particular-subvencionada, que tantas críticas genera por la pobre educación que imparte y por lucrar con el aporte estatal. El pediatra me contó que con el Auge este desvío de fondos estatales a negocios privados aumentó, porque los servicios públicos están obligados a derivarles las atenciones que no pueden cubrir, con cargo al fisco.
¿Cuáles son las políticas de salud de estos recintos? ¿Cuáles son los mecanismos que usan sus administradores para reducir costos y aumentar ganancias?
Un amigo mío, Armen Kouyoumdjian murió hace poco porque enfermó de un mal estomacal un fin de semana largo. A pesar de tener los recursos para costear la atención, ningún centro asistencial privado, ni el más caro, quiso recibirlo, pues no tenían personal calificado para atenderlo. Después de mucho bregar durante la noche, y de recorrer la Quinta Región en una ambulancia de esos servicios privados de rescate -que, tema aparte, tampoco tienen capacidad para hacerse cargo seriamente de una emergencia-, fue recibido en un hospital institucional, que atiende a pacientes del sistema privado y público. Un cirujano, al que el personal de turno debió llamar por teléfono, lo operó y le diagnosticó cáncer estomacal, por lo cual le cercenó parte del estómago. Pasado el fin de semana largo, cuando apareció el gastroenteorólogo, corrigió el diagnóstico de su colega. Armen no tenía cáncer, sino peritonitis -por apendicitis- y úlcera. Tuvo que operarlo de nuevo. Sin embargo, probablemente por causa de la primera intervención, Armen fue atacado por una infección intrahospitalaria y finalmente murió.
Por lo que me cuenta mi amigo pediatra, a condición de anonimato, una de las formas que estas clínicas tienen de abaratar costos es ahorrarse los médicos residentes, manteniendo los fines de semana a profesionales de turno fuera del recinto, quienes se presentan si los llaman. Los especialistas, que son escasos y caros, muy difícilmente formarán parte del personal que hace turnos de fin de semana.
La situación se complejiza aún más si ponemos sobre la parrilla el hecho de que varias Isapres son, además, dueñas de estas clínicas. Es decir, el asegurador (que recauda los dineros de los trabajadores) y el prestador (donde se gasta ese dinero) son una misma persona. Ese modelo no es el de la peluquería, ni el de la casa de citas. Ese es el modelo de la Pulpería, que abusó de los trabajadores del salitre en el pasado.
Por Alejandra Matus
El Ciudadano Nº116, segunda quincena diciembre 2011