La última elección presidencial tuvo resultados sorpresivos. Sánchez y el Frente Amplio casi le arrebatan el segundo lugar a Guillier y la Nueva Mayoría, quienes perdieron estrepitosamente ante Piñera y la derecha en segunda vuelta. La sorpresa del desenlace electoral se llevó todos los análisis y portadas, ocultando un fenómeno que aparentemente llegó para quedarse en nuestros procesos electorales: la abstención. Una vez más, la mayoría de los chilenos que podían hacerlo, no fueron a votar.
Desde la aceptación del voto universal como una característica prácticamente teleológica de la democracia, la participación juega un rol trascendental en ella. Constantemente, frente a la crítica por la baja participación electoral, se hace un juicio acerca de la legitimidad de las elecciones y por lo tanto del sistema, aunque la democracia liberal, probablemente gracias al rol que Ranciere le atribuye a la oligarquía, siempre se encuentra legitimada, aunque no cumpla con los estándares que a sí misma se impone. Resistida por los pensadores más críticos, lo cierto es que, en Chile, la democracia representativa necesita de unas elecciones participativas que validen este acuerdo tácito mediante el cual el elector delega a un ciudadano la capacidad de representarlo.
El problema surge cuando no se ha llevado a cabo el proceso de delegación de representación y se deben asumir las consecuencias de las acciones de un representante que no se escogió, no solamente cuando el candidato por el que se votó pierde, si no también, y sobre todo, cuando los sistemas electorales permiten el falseamiento de la voluntad popular a través de fórmulas de transformación de votos en escaños que permiten la sobre representación de ciertos sectores en desmedro de otros. El proceso de representación supone una relación política que la democracia chilena no ha construido, si no por el contrario, ha tenido como resultado procesos de despolitización y desmovilización que por un lado generan una visión de la representación como una situación imprescindible, debido a una aparente falta de interés de los ciudadanos en la cosa pública, pero por el otro no estimulan la participación.
Si bien es cierto, la abstención es una elección individual al igual que concurrir a votar, el sistema político se encuentra obligado a reaccionar frente a este fenómeno. Esto no quiere decir, necesariamente, que vaya a solucionarlo. De hecho, gran parte de las medidas que ayudarían a disminuir los niveles de abstención, se encuentran en manos del sistema político, pero éste ha actuado hasta ahora, responsabilizando al individuo por no ejercer su derecho.
Sobre el voto como derecho habría que partir diciendo que, como tal, es irrenunciable, por lo tanto, el sistema político chileno no habría actuado acorde a los tratados y el espíritu atrás de declararlo como tal, o sea, proteger sus características particulares (libre y secreto), para convertirlo en una acción opcional e implantar el voto voluntario.
Pero los sistemas políticos también tienen mucho que decir en otros aspectos de su organización que derivan en la influencia sobre la baja o alta abstención electoral. El “número y los tipos de partidos, los grados de polarización, pautas de competición, vínculos con la estructura social. (…) El contexto político también incluye elementos más dinámicos que pueden cambiar de una elección a otra, como la distancia en votos o escaños que se prevé entre las principales fuerzas políticas (competitividad electoral), o el grado de movilización electoral ejercida por los partidos políticos” (Anduiza, 1999) son características que configuran el escenario donde luego se verá reflejada la abstención. Todas estas características son de responsabilidad plena del sistema político. A través de los sistemas electorales se puede lograr hacer desaparecer la competencia o fomentarla, desde el aparato estatal se puede promover la politización de la sociedad, o lo contrario.
Lamentablemente, en la última elección, vimos como la estrategia del sistema político en su conjunto fue responsabilizar al electorado por su ausentismo, sin hacerse cargo de situaciones como décadas de sistema binominal, y la escasa oferta programática que impide la diferenciación entre un proyecto y otro, generando menos oferta política y, por lo tanto, menos polarización. A cambio, encontramos los spots del gobierno llamando a participar. En uno de ellos se caracterizaba al abstencionista como alguien que prefería dormir o ver películas antes de ocuparse de los asuntos públicos. Otro hacía responsable al abstencionista de los errores cometidos por el elegido y sus votantes. Tal vez el caso más interesante –y preocupante- es el del spot del Frente Amplio, donde un personaje ficticio bautizado como Emilio Riquelme se duerme y es responsabilizado por el triunfo de un candidato. Además de ello, miente y es descubierto en televisión, donde es expuesto y enjuiciado: “nos cagó a todos”, remata un actor en el papel de periodista.
Este tipo de campañas radican un diagnóstico por lo menos miope de la realidad. Creer que los ciudadanos no votan porque prefieren dormir, ver películas o simplemente porque no se han dado cuenta que hay elecciones, es no hacerse cargo de las características estructurales de la sociedad y el sistema político chileno. La abstención no es el acto de no decidir, es el resultado de una elección racional basada en los antecedentes que el ciudadano tiene a la mano para ver si invierte tiempo y a veces dinero en una acción que, tal vez, no desembocará en mejorías individuales ni colectivas. De hecho, autores como Lijphart (1997), plantean que si el voto fuera obligatorio no habría forma de demostrar el disenso, añadiendo otro elemento al debate.
La abstención entonces, es por una parte un fenómeno que se encuentra radicado en el ciudadano, quien es víctima y responsable al mismo tiempo en ojos del sistema político (por no ser representado y por no acudir a votar), que lo conmina a participar recordándole que el “deber cívico” esta por sobre la flojera, la indiferencia o la irresponsabilidad, pero sin hacerse cargo de lo que le corresponde en este escenario: generar condiciones democráticas que permitan el reflejo de los intereses de los ciudadanos en las decisiones democráticas; competitividad entre partidos, elección directa de los candidatos sin pasar por fórmulas electorales que desvirtúan la voluntad popular, financiamiento público que permita a cualquier ciudadano entrar en la política, entre otros, serían elementos que sin duda permitirían un aumento en las aspiraciones políticas por participar no solamente de las elecciones, sino también de la vida política en general.
Por Simón Cifuentes