Se dijo que la red digital inauguraba un nuevo modo de entender la democracia. Se dijo que toda la información estaría ahí, a la vista del público, a un click. Nació la sociedad de la trasparencia. Así le llaman. Se basa en un principio: como todos desnudan su vida, todos tienen la facultad de pedir y analizar los datos del otro. La trasparencia se exige. El secreto es un obstáculo para la comunicación. Es peligroso. Los psicólogos estudian a quienes no se muestran en Facebook. El secreto también es patológico.
Se acaba de lanzar un libro sobre Donald Trump, Fire and Fury: inside the Trump White House. El nombre es sugerente. La trasparencia huele un nuevo escándalo público: Donald Trump posee problemas psicológicos, se dice. Frente al libro, la trasparencia no adquiere la forma de exigencia política, es decir, de un juicio respecto a los problemas de la democracia como método de elección y las facultades (psicológicas, en este caso) de quienes optan a los cargos públicos, sino que va al punto culmine del asunto, al más visible: que el tipo esté o no esté loco.
Se basa en un principio legítimo: quien busca estar en el espacio público queda automáticamente expuesto al juicio público. Pero ese juicio, necesario, se está convirtiendo en crucifixión digital, donde la participación adquiere la forma de queja, de reclamo, de grito. En la trasparencia se alternan los objetos de escándalo, pero no se mueve la estructura que sustenta el modelo. Se busca desenmascarar al ser individual, en este caso a Trump, pero no las condiciones que permitieron que se instalara como presidente del país más poderoso del mundo. La trasparencia no cuestiona el proceso, pero si se escandaliza frente a los productos. Va a la forma.
La sociedad de la trasparencia y el desnudamiento digital está dando paso a una democracia de espectadores. Un politólogo asemejaba las elecciones de representantes públicos a la compra de un bien, donde el voto reemplaza al dinero y el candidato al producto. El espectador consume democracia. Se limita a la compra del bien. O sea, a comprar candidatos mediante su voto. Michelle Bachelet comienza su descenso, su escándalo, cuando se sabe de los negocios de su hijo. Es decir, se le responsabiliza (en un principio) por no cumplir los estándares de “una buena madre” que exigía el público, no por su gestión política. Alguien por ahí dijo que la política es la farándula de los feos. Y tenía razón.
Hay un tema de fondo. La noción tradicional de un poder jerárquico y centralizado está dando paso a un poder lateral, normalizante, invisible, quirúrgico. Un poder que opera rechazando las alternativas sin ofrecer alternativas. Es más profundo que el biopoder de Foucault, es un psicopoder. En esa noción del poder, el fracaso del ser humano es siempre individual, nunca del poder que sustenta el sistema; “los pobres son pobres porque son flojos”. En este contexto, el sistema no se objeta, pero si el candidato, es decir, la cara visible del poder. La rebelión contra el poder se basa en el escándalo, pero no el juicio a cómo opera. Es un poder mucho más inteligente y sutil. Entre otras maniobras, hace creer al público que puede participar comprando candidatos y repudiándolos digitalmente. Es decir, los hace participes del sistema. Los integra. Y nadie buscaría destruir las bases de algo en lo cual participa. La red digital, hoy, es otro método de control psicológico.
Aldo Torres Baeza