Nos preparamos para el comienzo del segundo gobierno de Sebastián Piñera, que se instalará en la Moneda liderando una coalición fortalecida por el triunfo, disciplinada, con la mirada puesta en el futuro. La coyuntura lo amerita o más bien lo reclama: algunos de los ejes centrales del Modelo Chileno, que brotó fruto de tanto esmero, evidencian severo desgaste. Es ineludible para el nuevo gobierno atender la nueva sensibilidad ciudadana y sus demandas, y al mismo tiempo recoger los procesos de reforma legislativa “a medio cocinar” desarrollados por la NM, para llevarlos hacia un puerto conveniente, un puerto liberal. La tarea implica diseñar y comunicar una carta de navegación propia que refleje una proyección de país, una narración del futuro deseado, marcando con ello diferencias pertinentes con el discurso bacheletista, y así legitimar el contragolpe y la restitución del orden, minimizando en lo posible los conflictos que irán emergiendo una vez materializadas las tensiones que esto conlleva.
La imagen que define el futuro no existe, está en juego y por lo tanto en disputa. Su discusión está suspendida brevemente a la espera de la patada inicial del Gobierno el próximo 11 de marzo. Ahora bien, el nombramiento del equipo ministerial da claras señales del perfil político con que partirá la segunda administración Piñera y la designación de subsecretarios lo confirma y cristaliza. El equipo de primera y segunda línea que acompañará al presidente tiene un perfil ideológico claro, ligado a la derecha económica, proveniente de sus think thank emblemáticos y cuenta con la experiencia en sus carteras respectivas recogida en el anterior gobierno de la Alianza. La misión corre por dos líneas paralelas e interdependientes. Por una parte, “neoliberalizar” la agenda reformista iniciada por Bachelet, cuestión que implica disminuir radicalmente el gasto social del Estado, fomentar la mega inversión y, como consecuencia, dinamizar la macro economía. Esto debería ir de la mano con una campaña comunicacional que “venda” a la opinión pública la conveniencia de liberalizar tanto las reformas como la orientación ideológica del proyecto estatal, donde la clave para el éxito pasa por proyectar una imagen hacia el futuro que responda con simpleza a preguntas del tipo ¿en qué país queremos vivir? ¿cuáles son las virtudes del modelo liberal? ¿por qué rechazar un modelo asistencialista? Y quizá la más importante ¿es posible confiar en una clase política fuertemente ligada al mundo empresarial? Los técnicos y los poetas preparan sus manifiestos.
LA BATALLA POR ACTUALIZAR EL MODELO CHILENO
No es la primera vez que un gobierno democrático intenta perfilarse más allá de los acuerdos de la transición. Los antecedentes son conocidos. Tras la Dictadura, el optimismo democrático habilita los gobiernos consecutivos de la Concertación, que co-administró el proceso de transición junto a los sectores de Derecha y la atenta vigilancia de la elite militar, abrazando para ello un rol progresista en lo discursivo y conservador en cuanto al diseño político económico. Pero entonces, un cambio sustantivo arremete. La presión de las fuerzas sociales empoderadas, que exigen la actualización efectiva de un proyecto país de corte disciplinario, estratificado y profundamente neoliberal, produce un giro en la agenda nacional que inclina las voluntades de la elite política hacia proyectos un poco más arrojados, tensionados entre sí, que representan las voces de los sectores variopintos dentro de cada coalición, que intentan, cada uno a su manera, interpretar un derrotero que presintieron como el desmoronamiento de la arquitectura del poder. Crisis / Oportunidad, dicen.
Si seguimos el marco propuesto, es importante constatar a grosso modo el perfil de los dos últimos gobiernos. El 2010, el piñerismo empuja un proyecto liberal colindante al centro político y apoyado por el bastión modernizador de su coalición, rompiendo el consenso con la derecha económica tradicional. Forma un gabinete tecnocrático, ejecutivo, en un intento por renovar su sector. Pero la tarea no resulta simple. De hecho, no resulta en lo absoluto. Entre otras, hubo dos variables que irrumpieron en la contingencia. La reconstrucción pos terremoto concentra los esfuerzos del gobierno durante el primer año que luego debe hacer frente a la “Revolución Pingüina”, que cambió el escenario político en un giro copernicano hacia los actores sociales. Lo anterior, sumado a la falta de “muñeca política” de buena parte de su equipo, obligan a Piñera a retomar el vínculo con la derecha tradicional para conducir el gobierno durante la segunda mitad del periodo.
El turno de la Nueva Mayoría, en 2014, parecía prometedor. La Presidenta había sido ungida como la Madre de la República y líder indiscutida de su sector, ansioso por volver al gobierno y habituado a la comodidad de palacio, pero sin una carta de navegación precisa que les permitiera trabajar en los cambios exigidos desde la calle, cada vez más agitada e impaciente. Los primeros meses de gobierno estuvieron marcados por el buen clima en el equipo duro del oficialismo y una oposición golpeada por escándalos, incapaz de agruparse para ofrecer resistencia. De inmediato se instala comunicacionalmente una ambiciosa agenda de ajustes y reformas de inspiración socialdemócrata, que buscaba no solo acoger las demandas ciudadanas, sino también definir la hoja de ruta que cimentaría el camino hacia un nuevo Chile que se despediría del ciclo de acumulación primitiva de capital concentrado en las clases altas, para dar paso a un ciclo de redistribución orientado hacia las capas medias de la sociedad. Tampoco resultó simple. Los escándalos de corrupción se masificaron alcanzando a todos los sectores, sendas tensiones internas por el liderazgo con la Vieja Guardia, dificultades técnicas en la elaboración de propuestas y la dura ofensiva del sector financiero, entre otras calamidades, truncaron el éxito previsto.
EL CONTEXTO Y LA OPORTUNIDAD
Ya en 2018, a diferencia del último traspaso del poder estatal, la nueva administración deberá hacerse cargo de una agenda reformista impostergable, que deja una carpeta legislativa sensible y prioritaria, sobre la cual pesan severas las miradas dentro de la propia alianza, donde también convergen las expectativas tanto de la ciudadanía como de las robustecidas organizaciones sociales. Y claro, una izquierda en oposición de arquitectura incierta, que, si bien atraviesa por una restructuración geológica, más temprano que tarde tendrá que separar la paja del trigo, para constituirse en su rol de vigilancia y contención.
Pero ésta vez Sebastián Piñera ha cambiado el entusiasmo febril y la espectacularidad discursiva por un tono mesurado y la búsqueda de precisión estratégica. Es completamente consciente del llamado que le hace la historia, de la responsabilidad de liderar su sector en medio de un derrotero en que se juega nada menos que la definición del modelo chileno. Sabe además, que para sostener el timón con firmeza, necesita a todas las fuerzas de derecha alineadas, a la vez que no puede perder el apoyo del sector conservador de centro, el cual debe afiatar, dejar conforme, si pretende que su sector se repita el plato el 2022. Es que cuatro años se pasan volando, en cambio ocho alcanzan para consolidar un rumbo sólido. Por ahí pasa esta apuesta.
Para cerrar. La derecha está obligada, en el corto plazo, a restituir el rumbo liberal del proyecto chileno que fue puesto en peligro por las políticas sociales emprendidas desde el bacheletismo. No es sorpresa y no hay más vuelta que darle. Lo cardinal pasa por la tremenda oportunidad de resolver la coyuntura, definir un horizonte y estabilizar una ruta hacia ese destino. En otras palabras, si Piñera vence las dificultades que se le irán presentando, tendrá la chance de instalar las nuevas reglas del juego. La invitación es a seguir de cerca este proceso.
Por Óscar Fernández