Si es cierto –pensaba Gross- que los seres humanos han vivido en pequeñas comunidades nómadas y polígamas durante decenas de miles de años, entonces es harto probable que sus descendientes no hayan sido capaces de desarrollar todas las adaptaciones que resultarían funcionales a un régimen sometido al imperio del Nombre del Padre. El origen de las enfermedades mentales, del malestar en la civilización, se halla justamente aquí, y por eso es necesario acabar con el patriarcado –y su última figura, la sociedad burguesa- y restaurar la poligamia, la igualdad social y el predominio de la simbología femenina.
“Era médico nietzscheano, psicoanalista freudiano, anarquista, sacerdote de la liberación sexual, maestro de orgías, enemigo del patriarcado, cocainómano y morfinómano disoluto.”
Richard Noll
“Los mejores espíritus revolucionarios alemanes han sido educados y directamente inspirados por él. En muchas de las creaciones poderosas de la joven generación, uno encuentra esa específica agudeza de sus ideas y las consecuencias de largo alcance que fue capaz de inspirar.”
Otto Kaus
Schwabing, al norte de la ciudad de Munich, bullía de agitación intelectual ya desde finales de la centuria anterior. Allí vivían o habían vivido y trabajado algunos de los más destacados escritores y artistas del ámbito germanoparlante europeo: desde los hermanos Mann o Rainer Maria Rilke hasta Oskar Panizza o los jóvenes vates que orbitaban en torno al poeta / profeta Stefan George. En los cafés de la zona se proyectaban las revoluciones artísticas y políticas del siglo que echaba a andar. En el Simplicissimus de la Türkenstrasse reinaba el escritor, cabaretista y pintor Joachim Ringelnatz; el régimen parecía ser algo más democrático, sin embargo, en el Café Stefanie emplazado en la Amalienstrasse, y al que muchos llamaban Café Grössenwahn (Café Megalomanía) por la densidad de genios que concentraba en espacio tan reducido. Se sabe que un exiliado ruso de nombre Vladimir Ilich Ulianov frecuentaba el barrio antes de que estallase la guerra, y con el tiempo se llegaría a decir que la revolución consejista de Baviera se había gestado en las madrugadas del Stefanie. No era nada fácil, pues, destacar en un ambiente en el que los futuros dadá Emmy Hennings y Hugo Ball comenzaban a tramar la destrucción del arte o en el que anarquistas como Erich Mühsam o socialistas como Leonhard Frank pergeñaban la del orden burgués. Y, aun así, había una mesa que debía de llamar particularmente la atención del visitante desinformado. La presidía un joven de pelo crespo y barba de fauno, con el chaleco siempre condecorado de motas blancas de cocaína, que recitaba a Nietzsche de corrido, predicaba la liberación libidinal y ofrecía improvisadas sesiones de psicoanálisis a quien quisiera probar la eficacia de los nuevos métodos del doctor vienés Sigmund Freud. Se llamaba Otto Gross y, en aquellos tiempos –pongamos entre 1906 y 1913-, rondaba los treinta años de edad. Su amigo Leo Frank recordaría algo más tarde: “El Café Stefanie era su universidad […] y [Gross] era un Profesor con una Cátedra situada en una mesa cerca de la estufa”.
Otto Hans Adolf Gross había nacido un 17 de marzo de 1877 en la ciudad austriaca de Gniebing. Recibió la esmerada educación que era propia de la burguesía centroeuropea finisecular y, después de sufrir a numerosos tutores y pasar por diversos colegios privados, se doctoró en medicina y empezó a interesarse por la disciplina psiquiátrica. Como su padre. De hecho, antes de que Otto Gross fuese Otto Gross, ya era conocido como el hijo del insigne doctor Hans Gross, una eminencia cuyo talento era reconocido en toda Europa, y aun fuera de ella. Gross padre era nada más y nada menos que el fundador de la criminología científica moderna. Era abogado de formación, pero el hecho de haber ejercido como magistrado de investigación le obligó a recorrer toda Austria analizando pruebas criminales. Así comprendió la necesidad de un acercamiento multidisciplinar al estudio del crimen que tuviese en cuenta, entre otras, las dimensiones químicas, biológicas y clínicas de la conducta desviada, pero sin descuidar, por ejemplo, las aportaciones de las novedosas técnicas de asociación psicológica que jóvenes científicos como el doctor Carl Gustav Jung estaban poniendo en marcha a la sazón. Según afirma Richard Noll, “en su famoso Instituto de Criminología reunió una colección de objetos didácticos para la formación del moderno criminólogo entre los que se incluía una inolvidable exhibición de cráneos de hombres asesinados. También había vitrinas con venenos mortales, armas de fuego, balas, bastones-espada, cañones de fusil, así como libros maravillosos, filtros de amor, cartas astrológicas y versos mágicos que aportaban pistas sobre la mente criminal supersticiosa”. Hans Gross era además un ferviente católico romano, ultraconservador en lo político, antisemita y tan racista como permitían el decoro y las buenas costumbres de alta burguesía germana, que era –por cierto- mucho. A su ver, la razón científica era un instrumento de orden que debía servir a las necesidades del Estado.
Los primeros pasos de la carrera profesional de Otto Gross se producen a la sombra del padre. En sus textos primerizos hay de hecho un punto de lombrosismo evolutivo que, en todas las ocasiones, sirve para apuntalar las convenciones burguesas y que, sin duda, debe mucho al influjo del viejo Hans. Sin embargo, Otto elige pronto la senda torcida. En poco tiempo se convierte en un negador radical de esas mismas convenciones, en un bohemio que predica el desarreglo de todos los sentidos y se caga en las instituciones sobre las que asienta su régimen de terror el decadente orden capitalista y en un luchador por la causa del comunismo matriarcal. El uso de sustancias psicoactivas desde los veintipocos y el descubrimiento del psicoanálisis freudiano algo después contribuirán en forma notable a dicha transformación. Por lo que se refiere a las drogas, se sabe que Gross había empezado a consumir allá por el año 1898. En un viaje a tierras sudamericanas que realiza entre 1900 y 1901 alivia el aburrimiento con los fármacos que contiene su botiquín de médico del barco; las dosis que entonces se suministra no son muy grandes, pero un año después ya es un adicto a la morfina que necesita inyectarse al menos un par de veces al día si quiere cumplir con sus funciones como médico en el hospital psiquiátrico de Graz. Enseguida ya ni siquiera es capaz de trabajar y se pasa la vida en los cafés de la bohemia, donde piensa, charla y escribe. Alarmado, su padre lo envía a la clínica Burghölzli, en Zúrich, para que lo sometan a una cura de desintoxicación. Es la misma clínica en la que, por cierto, ejerce el doctor C. G. Jung, aunque no hay constancia de que tratase a Gross durante esta primera estancia. Otto Gross es ingresado en abril de 1902 y, tras unos meses bajo observación, un miembro de la plantilla médica emite su diagnóstico final: el joven doctor padece una “psicopatía grave”. Con todo, recibirá el alta médica en el mes de julio de ese mismo año.
El interés de Gross por la obra de Freud data más o menos de las mismas fechas. En 1907, después de pasar una corta temporada en la conocida clínica muniquesa del psiquiatra Emil Kraepelin, publica un libro en el que contrasta la propuesta biologicista de este último con el psicoanálisis freudiano y cuyo saldo resulta favorable para Freud. La obra llama pronto la atención del círculo psicoanalítico de Viena, que busca prosélitos ilustres y preferiblemente arios, pues el origen judío de su padre fundador y de muchos de sus miembros despertaba la suspicacia de unos medios intelectuales mayoritariamente antisemitas. Jung era ario, y también Otto Gross; de ahí que resultasen tan valiosos para la causa. En una carta enviada al primero de ellos, Freud reconocerá: “Usted es el único capaz de hacer una contribución original; con la excepción, tal vez de O. Gross, pero por desgracia éste no goza de buena salud”. Y Freud no se equivocaba, la aportación de Gross a la teoría y la práctica del psicoanálisis sería de lo más peculiar, pero implicaba de pasada un segundo atentado contra la figura del Padre: si Gross ya había matado simbólicamente a su padre biológico, no tardaría en hacer otro tanto con Freud como progenitor y guía espiritual. En Gross, en efecto, el psicoanálisis se convierte, junto con la obra de Nietzsche, en un arma revolucionaria que se desvía del tratamiento individual de las dolencias psíquicas para apuntar a la liberación de los instintos primordiales –como fuente de creatividad- frente a las constricciones castradoras de la civilización patriarcal. Además –y como señala de nuevo Richard Noll-, gracias a Gross, el psicoanálisis deja de ser un objeto de consumo de la burguesía más o menos neurotizada para integrarse en la contracultura bohemia, iniciando una fascinación que habrá de prolongarse durante decenios. Sin saberlo y acaso sin pretenderlo, Otto Gross se estaba adelantando de esta manera a las propuestas del apóstata Wilhelm Reich y de los surrealistas.
Pero lo cierto es que Freud y Nietzsche no bastan. Las trayectorias teóricas de estos dos maestros de la sospecha se entrecruzan de hecho en la vida de Gross con las de Kropotkin y los pensadores anarquistas, pero también con las del ‘antropólogo’ Johann Jakob Bachofen, en una síntesis de elementos aparentemente contradictorios a la que sería difícil asignarle una etiqueta de clasificación académica. La obra de Bachofen en general y en particular Das Mutterrecht [El derecho matriarcal, 1861] va a ocupar un lugar central y a desempeñar la función de un pivote organizador de esa ecléctica amalgama por cuanto provee a Gross de una suerte de marco explicativo global y de un soporte histórico-etnológico para su proyecto de emancipación erótico-política. Por resumirlo mucho, lo que Bachofen ofrecía en su libro de comienzos de los sesenta era un “modelo por etapas” de la evolución cultural del homo sapiens sapiens que permitía reducir el “ruido y la furia” de la historia de la especie a unos cuantos elementos de comprensión racional. Según parece, la obra de Bachofen había llegado hasta los medios de la bohemia muniquesa a través de Ludwig Klages, que la había dado a conocer a sus camaradas del Círculo Cósmico de Stefan George ya a comienzos de siglo. Es más que probable que a Gross se le despertase el interés por las tesis del antropólogo suizo gracias a que mantenía contacto cotidiano con varios miembros del grupo. Dicho sea en una aparte, Das Mutterrecht será también un recurso bibliográfico de primer orden para el Engels de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Pero ésta es otra historia.
En El derecho matriarcal, Bachofen defendía que la humanidad había pasado al menos por tres estadios de evolución cultural. En el origen se encontraba lo que el autor llamaba ‘hetairismo’ o periodo ‘telúrico’; una etapa que, en su opinión, estaba marcada por el simbolismo de la tierra y en la que no existían ni la agricultura, ni el matrimonio ni otras instituciones sociales que ahora tenemos por naturales. Los seres humanos se organizaban entonces en pequeñas agrupaciones nómadas en las que dominaba un comunismo tanto económico como libidinal. A ésta le seguiría la etapa del matriarcado propiamente dicho (Mutterrecht). En este momento comienza la agricultura y la domesticación de los animales y, aunque aparecen las primeras instituciones sociales en su forma más rudimentaria, siguen primando los valores igualitarios. Según Bachofen, en este segundo período domina el culto a la Madre Tierra y se glorifica el cuerpo humano. El tercer y último estadio corresponde al patriarcado, caracterizado por el culto al sol, por la exaltación del intelecto y por el control de la sociedad mediante leyes. La originalidad de Otto Gross a la que hacía alusión Freud en la carta citada destella aquí con intensidad, porque lo que Gross va a hacer básicamente es corregir y completar las teorías de la evolución ontogenética de la psique provistas por el psicoanálisis con las tesis de Bachofen sobre el desarrollo filogenético de la especie humana con vistas a desarrollar un método eficaz de terapia no individual, sino social y revolucionaria. Si es cierto –pensaba Gross- que los seres humanos han vivido en pequeñas comunidades nómadas y polígamas durante decenas de miles de años, entonces es harto probable que sus descendientes no hayan sido capaces de desarrollar todas las adaptaciones que resultarían funcionales a un régimen sometido al imperio del Nombre del Padre. El origen de las enfermedades mentales, del malestar en la civilización, se halla justamente aquí, y por eso es necesario acabar con el patriarcado –y su última figura, la sociedad burguesa- y restaurar la poligamia, la igualdad social y el predominio de la simbología femenina.
Así que a la altura de 1906, cuando Gross hijo comienza a frecuentar los cenáculos de la cultura disidente del área de Schwabing, ya está pertrechado con una muy particular visión del mundo y con un arsenal conceptual que le va a permitir atacar con fiereza las convenciones del medio social del que proviene. A pesar de todo, la ruptura con tales medios nunca va a ser definitiva; no podía serlo. Gross padre vigila siempre desde las alturas y, una y otra vez, trata de someter al hijo díscolo. Por otra parte, el credo poligámico de Otto arrastra la rémora de su temprano matrimonio con Frieda Schloffer –temprano, no por la juventud de ambos, sino porque entonces Gross todavía no se había independizado intelectualmente-, con la que tendrá un par de hijos a los que se bautizará con el nombre de Peter. En cualquier caso, ni la vida familiar ni los cantos de sirena del mundo clínico y académico logran embridar la naturaleza nómada e inquieta de Gross. En la misma época entra como un ciclón en el círculo de intelectuales burgueses que Max Weber y esposa animaban en la ciudad de Heidelberg. Desde 1907 se aloja en el hogar de Edgar Jaffe, el más cercano de los colegas del padre de la sociología alemana. En poco tiempo Otto deja embarazada a Else, la esposa de Jaffe, y establece relaciones sexuales con la hermana de ésta, Frieda Weekly. Y el efecto es similar por donde quiera que pasa. Son éstos también los años en los que su existencia fluctúa entre los ambientes canallescos de Munich, la relativa calma de Zurich y la utopía encarnada en Ascona.
Ascona es un pueblecito del cantón de Ticino situado en una ensenada del Lago Maggiore, en plenos Alpes suizos. Hoy en día, con su campo de golf de 18 hoyos, sus tiendas chic y sus restaurantes para gourmets, es destino turístico del pijerío europeo. Pero su clientela era muy diferente antes de que estallase la Primera Guerra Mundial. Ya desde la década de los años setenta del siglo anterior el enclave había llamado la atención de muchos perseguidos en una Europa agitada tras los acontecimientos de París. Pronto la zona se llenó de anarquistas rusos refugiados, entre los que destacaba la figura imponente de Mijail Bakunin. A comienzos del siglo XX, dos curiosos personajes, Ida Hoffmann, profesora de piano, y Henri Oedenkoven, hijo de un conocido industrial, se mudaron a un monte situado sobre la ciudad que llevaba –y lleva- un oportuno nombre en italiano: Monte Verità. Allí emplazaron una suerte de comuna naturalista que habría de satisfacer su hambre de naturaleza salvaje y su aversión por el mundo civilizado. En poco tiempo, la noticia se difundió entre la bohemia centroeuropea y Ascona se repobló con heterodoxos de todo pelaje: naturistas neorrománticos, seguidores de los círculos teosóficos, aspirantes a artista, ácratas, pacifistas, escritores y pintores inclasificables y algún que otro miembro de la familia psicoanalítica. La lista es larga y difícil ser exhaustivos, pero digamos que por allí pasaron gentes como el ya citado Erich Mühsam, Ernst Frick, Otto Braun, los hermanos Gräser, Alexej Jawlensky, Marianne von Werefkin, Paul Klee, Hans Arp, Hugo Ball o Hermann Hesse. Y también, por supuesto, Carl Gustav Jung y Otto Gross, que encontró en Monte Verità terreno fértil en el que hacer fructificar sus ideas. No es extraño, pues, que en Das grosse Wagnis, una novela que Max Brod publica en 1918, Gross se transmute en la figura del dictatorial ‘Doctor Askonas’.
En 1908, una nueva intervención de Hans Gross lleva a su hijo al hospital psiquiátrico. Como paciente, no como facultativo. El lugar elegido es, una vez más, el feudo suizo de Jung: la clínica Burghölzli, de la que ya se habló más arriba. Parece que Jung pospuso su aceptación, pues había conocido a Gross hijo en el Congreso de Neuropsiquiatría que se había celebrado en Ámsterdam el año anterior y, sencillamente, no le había caído nada bien. Pero la insistencia del padre y la intervención de Freud vencieron las reticencias del descubridor del ‘inconsciente colectivo’. La idea de Freud era que Jung aceptase a Gross para deshabituarlo del consumo de opio y de cocaína, que cada vez afectaba más a su vida cotidiana, comenzar el análisis y después trasladarlo a Viena, donde podría llevarse a cabo un tratamiento más profundo. Lo curioso del asunto es que el más afectado por la relación psicoanalítica, el que realmente salió transformado, no fue Gross sino Jung. El transfert que suele producirse en la sesión tiene estas cosas, sobre todo si uno ha de enfrentarse a una naturaleza tan fuerte como la de Otto Gross. Sea como fuere, el analista suizo fue convirtiéndose paulatinamente a la fe poligámica de Gross e incorporando no pocas ideas de éste a su propia doctrina (la díada extraversión / introversión pueden, por ejemplo, anotarse en el ‘debe’ de Jung). Sin embargo, los derroteros que ambos seguirían en el futuro serían divergentes. Mientras Gross profundizó en su intento de síntesis entre las propuestas del psicoanálisis y el proyecto igualitario del anarquismo o del comunismo, en los últimos años de su vida; Jung fundó “un culto mistérico espiritista de renovación y renacimiento” (Noll), que debía mucho al neopaganismo de los medios nacional-revolucionarios alemanes de la época y que, con el tiempo, lo conduciría a simpatizar con el nazismo.
Lo cierto y verdadero es que Gross jamás abandonó el consumo de estupefacientes y hubo de ser ingresado en diversas ocasiones en los años que le quedaban de vida. Siempre, todo hay que decirlo, contra su voluntad y a instancias de su padre y, en alguna ocasión, incluso por mediación de su santa esposa. En 1911 es internado de nuevo, y el tiempo de encierro le sirve para proyectar la fundación de una escuela para anarquistas en su amada Ascona. Dos años más tarde puede vérsele en Berlín, donde entra en contacto con algunos representantes del movimiento dadaísta de la ciudad como Raoul Hausmann, Hannah Höch o Franz Jung, en el que dejaría una honda huella. Precisamente en Berlín y a finales de ese mismo año de 1913, Hans Gross hace detener a su retoño y lo envía a un manicomio austriaco para que sea liberado de sus adicciones y de sus poco adecuados comportamientos. Inmediatamente se pone en marcha una campaña de apoyo al hijo perseguido y encerrado: diez mil folletos, impresos por una sociedad cultural vienesa, en los que se pide la puesta en libertad de Otto Gross se distribuyen en Munich, Berlín, Viena, Zurich y algunas otras ciudades. Finalmente, recibe el alta en 1914, justo cuando la guerra comienza a extenderse por todo el continente. Durante la contienda Gross ejerce como médico del ejército austro-húngaro en diferentes destinos, y al final se le ve deambular por las calles de Budapest y Praga, donde conoce al ya mencionado Max Brod y a Franz Kafka, que –casualidades de la vida- había sido alumno del viejo Hans Gross en la Facultad de Derecho de la ciudad checa. Se dice que El Proceso debe mucho a la inspiración de la oveja negra del psicoanálisis. De regreso en Berlín, pone en marcha, junto a Franz Jung y al pintor Georg Schrimpf, una revista llamada Die freie Strasse, que debía ser un trabajo preparatorio para la Revolución que ya se anuncia en Alemania, y se ve envuelto en otro rocambolesco lío de faldas. Moriría en el sanatorio berlinés de Pankow el día 13 de marzo de 1920 a causa de una neumonía. Lo habían encontrado poco antes en un almacén abandonado al borde de la inanición.
Tomado de www.gusto-graeser.info