Más allá del fin de la sociedad, un mundo con reglas propias se levanta desde el encierro, inmune a los derechos ya difusos de la democracia actual. La cárcel se ha posicionado hoy como la herramienta exclusiva del Estado para enfrentar el delito, con gobiernos que insisten en construir más celdas y endurecer los castigos. En la última década, la población carcelaria en Chile ha aumentado en un 75%, pero ¿quiénes están repletando esas cárceles?
El cuerpo de su hermano, de 22 años, fue uno de los primeros en ser identificado el 8 de diciembre de 2010. La peor tragedia carcelaria en la historia de Chile copaba las imágenes televisivas y los titulares de la prensa. 81 hombres habían muerto calcinados por la negligencia de Gendarmería y del Estado, pero un acuerdo implícito parecía llamar a la mesura: en cada juicio, su condición de prisioneros disminuía la severidad de las críticas y alivianaba la responsabilidad de las autoridades.
“Imagina que haces un viaje de cinco años, encerrado en el Metro, sin salir de ahí, a las seis o siete de la tarde en Estación Baquedano”, pide César Pizarro, vocero de la agrupación “81 razones x luchar” y hermano de Jorge Manríquez Pizarro, uno de los jóvenes fallecidos.
Hoy, más de 50 mil hombres y mujeres viven en condiciones mucho peores. Celdas que no superan los tres por dos metros -lugar exclusivo de encierro durante al menos 15 horas al día-, poca comida, pocas camas y nada que hacer. En el patio, muchos sobreviven a la peligrosidad de la prisión tras el abandono de la justicia, la exclusión y la falsa efectividad de la rehabilitación.
Sin embargo, el problema se agrava a unos kilómetros de los muros, donde familiares, vecinos y amigos de la población penal sortean con dificultad los obstáculos de un sistema que parece estar diseñado para enviarlos también a una jaula. Tarde o temprano.
DELITO DE PORTE DE CARA
La realidad carcelaria de Chile -con la mayor tasa de presos en Latinoamérica por cada 100 mil habitantes, según un estudio de la Organización de las Naciones Unidas (ONU)- suele ser focalizada a la miseria del hacinamiento y el olvido de los derechos humanos de quienes están encerrados. Sin embargo, cuando el explosivo aumento de la población penal entre el año 1998 y 2008 ha alcanzado el 75%, de acuerdo a las cifras oficiales, una serie de preguntas se asoman: ¿Por qué está castigando el Estado chileno y a quiénes?
“En la cárcel está el mundo de la pobreza, pero no sólo entendida como la ultra exclusión, sino como la mancha de aceite que se ha ido extendiendo a los sectores de la clase media. El endeudamiento, el consumo, el deseo de tener más cosas y las condiciones de vida, familiares y de segregación en los espacios, hace que la cárcel sea un lugar particularmente pensado y reflexionado para depositar a un mundo que molesta”, sostiene María Emilia Tijoux, socióloga y académica de la Universidad de Chile.
Ella recuerda la criminalización que pesa sobre los habitantes de algunas poblaciones apuntadas como “sectores rojos” por Carabineros y las propias instituciones públicas en lucha contra la delincuencia. “Yo no puedo decir que vivo en La Pintana porque no me van a dar trabajo, me mirarán con sospecha, pensarán que los voy a robar, que les voy a vender droga o que tengo una enfermedad fatal. ¿Cómo hacen las personas para sacarse de encima esa suerte de crimen que tienen colocado en el cuerpo? ¿Qué ocurre en La Legua cuando se allanan las casas? Se rompen los muebles y se pega a los niños antes de saber si ahí hay alguien a quien realmente están buscando ¿Por qué tienen que hacer eso? Se ha naturalizado una idea de seguridad que implicaría que toda esta gente no existiera”, indica la especialista.
En la misma línea, algunos análisis apuntan al rol de la cárcel en la efectiva perpetuación de los sistemas económicos y consolidación de los Estados. En Chile, los delitos más duramente sancionados son aquellos que atentan principalmente contra la propiedad privada, principal razón de encarcelamiento. Según estudios de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, el país posee, sin embargo, la más baja tasa de homicidios de América del Sur, algo inexplicable en paralelo a los altos índices de hombres y mujeres encarcelados/as.
“Nuestra legislación sanciona con especial severidad el robo y el hurto. Todas las modificaciones del 73′ en adelante contra los delitos a la propiedad han ido agravándose en sus penas como en la forma en que son perseguidas. Eso es un síntoma de cómo es nuestra sociedad también, donde pareciera que es mucho más preciado el bien jurídico propiedad que otros como la vida y esto es un sinsentido tremendo”, apunta Paula Vial, ex Defensora Nacional.
Mientras las faltas cometidas contra la propiedad privada son continuamente sancionadas, no sucede lo mismo con los llamados robos “de cuello y corbata” o delitos económicos, pese a que suelen tener un impacto mayor sobre el número de personas afectadas y el dinero o los bienes en cuestión.
“La persecución de delitos más sofisticados es más compleja. Robar algo en la calle, el típico lanzazo, es un hecho que consiste en dos movimientos que se hacen a vista y paciencia de todo el mundo, pero el delito de cuello y corbata suele ser el resultado de planificaciones, asociación ilícita y maquinaciones que son difíciles de demostrar y perseguir”, argumenta Fernando Martínez, abogado del Centro de Estudios sobre Seguridad Ciudadana de la Universidad de Chile. Agrega, además, que “a los operadores de justicia también se les exige mostrar resultados y es más difícil en este otro tipo de delitos”.
El saldo final no puede ser desmentido ni por abogados ni por sociólogos ni por los mismos presos. Hoy, las cárceles están repletas por una mayoría de pobres pagando con su libertad el no haber elegido sobrevivir en cómodas cuotas.
“Todos los pobres están expuestos a caer en la cárcel, no tiene que ver con sus méritos o defectos, es casi como si trataran de caminar en un suelo que estuviera en un ángulo y ellos se resbalan continuamente y cayeron porque está todo diseñado para eso. El esfuerzo sobrehumano de los pobres de tratar de hacer su vida es una serie de méritos”, afirma Ariel Zúñiga, egresado de derecho y autor del blog “Violencia y Control Social”. “Ellos están ahí por el delito de porte de cara”, enfatiza.
EL MITO DE LA PUERTA GIRATORIA
De delincuencia se habla insistentemente en todos los gobiernos pos-dictadura. Concertación y Derecha acuden en común acuerdo a utilizar el concepto de “puerta giratoria” para referirse a la supuesta ligereza con que el sistema judicial castiga y deja escapar a sus delincuentes (nótese que en otros países esa frase hace alusión al traspaso de ejecutivos entre el sector público y el privado). Sin embargo, voces especializadas no dudan a la hora de calificar a la “puerta giratoria” como un mito.
“En Chile nunca ha existido puerta giratoria. Se viene insistiendo fuertemente en ese discurso con objetivos claramente políticos, pero revisando cifras oficiales del Poder Judicial, la cantidad de personas que quedan libres en audiencia de control de detención es bastante disminuida”, asegura Martínez.
En tanto, la ex Defensora Nacional declara que “si tú eres consciente, responsable y acudes a las cifras, lo que ocurre en Chile claramente no es una puerta giratoria. Todos los delitos violentos, graves y de alto impacto social, están privados de libertad. Es prácticamente imposible que una persona que haya cometido una violación u homicidio, que es atrapado e investigado, quede libre. El nivel de condena con la Reforma Procesal Penal es altísimo”.
Así, contrario a lo explicitado como un problema por el mundo político, la pena de cárcel en Chile es utilizada casi como la única vía posible ante el delito, tendencia que se ha endurecido con la Reforma Procesal Penal. Tras sus modificaciones, un gran número de personas juzgadas termina en la cárcel incluso por delitos menores, disminuyéndose progresivamente la aplicación de otras sanciones y beneficios para los reos.
Hacinamiento, tortura y más marginalidad son los resultados de un sistema que endeuda al Estado con la hipócrita promesa de rehabilitación. Según el abogado Fernando Martínez, “el objetivo principal de privar a una persona de libertades es someterla a una intervención para que no vuelva a delinquir”. Sin embargo, “en las cárceles sobrepobladas no se puede hacer reinserción, no se puede hacer lo que la ley indica”, asegura.
En la cárcel de Puente Alto, apta para 450 reos, viven hoy más de 1.500. Mientras, un informe de Derechos Humanos publicado por la Universidad Diego Portales, certifica que un 34,4% de los presos declara haber sido castigado duramente y un 6,3% asegura haber padecido tortura. En la cárcel, como en los años más oscuros del Chile dictatorial, una serie de normas en base a la falta de comida, los golpes y el aislamiento son parte de la realidad cotidiana.
El encierro -como si no fuera suficiente- acarrea consigo el abandono legal, la tortura y el prejuicio a los reos y sus familias: “La cárcel funciona como ‘extitución’ totalitaria, que amplía su dominación tentacular sometiendo al régimen penal no sólo a quien ha cometido un delito, sino que extiende su influjo a los familiares y amigos de los presos, quienes se encuentran igualmente presos y sometidos a tratos vejatorios que sobrepasan los espacios de la prisión”, sostiene Claudio Ibarra, académico del departamento de Filosofía de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación.
Por si fuera poco, otro fantasma de consistencia real amenaza diariamente a los reos y atormenta a sus familias: La muerte. El fantasma que terminó con la existencia de los 81 prisioneros de la cárcel San Miguel.
¿REHABILITAR AL REO AL SISTEMA?
En la urgente búsqueda de alternativas a la cárcel, se encuentra también un asfixiado grito al sistema. Mientras el Estado condena la falta a las normas -con el apoyo del mundo político y de quienes gobiernan- otros marchan en las calles buscando un mundo frente al cual no tenga ninguna lógica delinquir.
“Quienes rompen las normas es porque la sociedad, los sistemas políticos, los gobiernos, han roto las normas de cómo deberían enfrentar estos problemas”, asegura la socióloga María Emilia Tijoux. “Si se le adjudica a una persona una vivienda básica -de 37 metros cuadrados- y se supone que su vida básica -porque hablamos de gente que vive de una educación, canasta y sueldo básico- se dé al interior de ese lugar, aquellos que han decidido que esa familia viva ahí no han pensado que esa familia no se compondrá solo de padre, madre e hijos, sino de abuelos, e hijos de los hijos, en un espacio donde es imposible vivir, es imposible amarse, hacer una tarea, cocinar o ir al baño al mismo tiempo que se come. En esas condiciones ¿Quién puede sobrevivir y ser normal?”.
En este contexto asoma el juicio de Judy Acuña, miembro del Centro de Estudios de Contrapsicología, quien afirma que la cárcel se levanta hoy como “una especie de encierro para dividir, fraccionar y mantener en dolor a quienes intentaron deslegitimar de alguna u otra forma el discurso de paz, democracia e igualdad de oportunidades, ya que nunca existió tal cosa. Los delitos de los pobres tienen una razón de ser en la historia de injusticias y desigualdades, no es por azar ni casualidad que existan”.
En tanto, en la actualidad, la rehabilitación pareciera consistir en devolver al reo a un estado de aceptación de las condiciones materiales, invitándolo a endeudarse para estudiar, para comprar una casa o para acceder a una salud de calidad. “El Estado lo único que tiene que hacer es meterse la mano al bolsillo y gastar plata y aquí no se está haciendo. Se requiere con urgencia un mejor país”, asegura Pizarro, de “81 razones x luchar”.
A corto plazo, la opinión desde el mismo mundo de las leyes apuesta a dejar en libertad a gran parte de la población penal, optando por medidas alternativas al encierro. “La aprobación de una ley de indultos es importante, descongestionar cárceles, sacar de ellas a muchas personas que nunca debieron ingresar. Hay formas de entregar el mensaje penal sin recurrir a ella y hemos sido muy negligentes. La única salida no es la cárcel”, asegura Paula Vial.
¿Penas alternativas? Según el abogado Martínez, el Código Penal chileno necesita una reforma urgente que considere nuevas sanciones: “Es necesario ampliar el catálogo de penas y esto no va siempre por el camino de endurecer los castigos”. Algo muy distinto a la línea de Gobierno que pretende castigar incluso los delitos que atenten contra el orden público. La denominada “Ley Hinzpeter” –en alusión a su ideólogo, el ministro del Interior y Seguridad Pública- ofrece cárcel de hasta tres años a quienes realicen una ocupación “violenta” de un establecimiento público o privado, entre otras.
A largo plazo, en tanto, habiendo superado las conclusiones que remiten el delito a la exclusiva maldad de los hombres, es cada día más necesario sacar la mirada del encierro para encontrar en las calles, supuestamente libres, los cambios que deben ser realizados con urgencia, tal como sugiere Ibarra: “El problema carcelario no lo podemos ver simplistamente en la rehabilitación y reinserción de lo excluido, sino que debemos ir más allá pensando en la rehabilitación del afuera, rehabilitación del capital o, mejor dicho, una deshabilitación del neoliberalismo que provoca exclusión, cárceles y muerte”.
Por Vanessa Vargas Rojas
El Ciudadano
Publicado en El Ciudadano nº 119, febrero 2012