Así como los estudiantes no conforman una entidad homogénea, sino un conjunto variable en función de la edad, el género, la clase, la etnia, la localidad, la generación, la misma carrera cursada, etc., la cuestión educacional tiene relieves, facetas y líneas de fuga que la vuelven siempre diferente de sí misma. El reciente homicidio homofóbico de Daniel Zamudio por cuatro jóvenes que se dejaron llevar por una mezcla de ignorancia, miedo, crueldad y copete, además del resentimiento acumulado tras una vida de marginación social, hace sobresalir ahora la urgencia de recuperar una cultura cívica. La agenda del Gobierno en materia de educación debiera hacerse cargo de esta situación, la que implica a fin de cuentas que esta agenda se disuelva.
Al involucrar a cinco jóvenes con estudios incompletos o en curso, este brutal crimen nos deja en claro que el malestar educacional no se relaciona sólo con el crecimiento económico individual y colectivo, sino también con la convivencia armónica consigo mismo, con el resto y con el entorno. La primera es la lógica de productores y consumidores que se implantó por la fuerza en nuestro país. La segunda es la lógica afectiva de la ciudadanía que despertó y se está organizando. Ambas están conectadas, pero esta última ha estado desperfilada.
Un aprendizaje centrado en que los alumnos repitan contenidos como papagayos y sin ninguna vinculación con sus experiencias vitales no favorece la emoción del diálogo con sujetos vivos o muertos, el análisis de sus propuestas ni la reflexión sobre sus consecuencias. Por ende, tampoco favorece el espíritu crítico necesario para impedir el mal gobierno –incluyendo el de la propia conciencia- ni la ambición poética que requiere concebir, impulsar y concretar cualquier clase de proyecto que conlleve una implicación con el otro.
Las movilizaciones estudiantiles de 2011 y de 2005 pueden mostrar que la educación chilena no lo ha hecho tan mal y, sin duda, los gobiernos de la Concertación aportaron a ello su grano de arena. Pero cabe también preguntarse: ¿qué es la educación chilena? ¿Es un conjunto de colegios, profesores, alumnos, auxiliares y seremis repartidos a lo largo del territorio o es también una memoria familiar y nacional que se activa cotidianamente, incorporando toda clase de flujos estéticos y políticos transnacionales? ¿En qué medida las movilizaciones tienen que ver con la acción de una institucionalidad pública y en qué medida se relacionan con las discusiones y lecturas en la casa, la calle, las fiestas, los partidos, las iglesias, las organizaciones y las redes sociales o incluso la sala de clases, con profesores altamente motivados y conscientes, pero disgregados?
En Chile, a pesar de la represión y el exterminio masivos, las contraconductas afectivas gozan de muy buena salud, pues la poética rebalsa cualquier ideología y una mente aniquilada renace con más vigor en infinidad de corazones mediante métodos incontrolables de propagación. Pero en ocasiones esta cadena de respeto falla, perdiéndose de vista que Babylon es una construcción mental que no aloja en ningún cuerpo específico, porque está en todos a la vez. Y así fue como, en la tierra de nadie del carrete global, los victimarios de Daniel Zamudio, queriendo derribar al Otro, dirigieron su violencia contra sí mismos. Porque “en un contexto de opresión…, vivir no es encamar valores, inscribirse en el desarrollo coherente y fecundo de un mundo. Vivir es no morir. Existir es mantener la vida” (Franz Fanon).
Es allí, en esa falla del vínculo comunitario, donde la educación institucional debiese actuar en otro tipo de contexto. No tanto para entregar herramientas de “crecimiento” personal o colectivo en función de x o y modelo económico impuesto, ni para moldear sujetos dóciles a consignas rígidas de nación, sexo, religión, etc., sino, en lo fundamental, para mostrar y ejercitar diversos modos posibles de interrelación en un mismo e intrincado emplazamiento geográfico, construyendo a partir de ello lo demás.
Por lo anterior, si bien algunos estudiantes pueden sentirse satisfechos con las soluciones financieras entregadas por el Gobierno el año pasado, sus movilizaciones adoptarán quizás otros formatos y podrán demorarse en cristalizar, pero no cesarán. Porque, además, la gratuitad en el lenguaje ciudadano es distinta de la gratuidad en el lenguaje comercial. En este último caso, se refiere a la posibilidad de acceder a un bien o un servicio sin pagar por él (becas), mientras en el primero pretende reinstalar todo un ámbito de relaciones no mediadas por el dinero ni por un interés individual, pues se asume que éste de todas maneras se constituye siempre en relación al interés o desinterés del otro. De allí que se pretenda reinvestir esta gratuitad en la esfera de las relaciones intersubjetivas que nos conforman, así como en la misma transferencia y generación del saber, al menos en lo tocante a la res pública o cosa pública y su trama de poder.
Al responder a las protestas sociales de manera focalizada y atomizada, el Gobierno ha estado tapando el sol con un dedo, demostrando su sesgo comercial-lucrativo y gremial-corporativista, así como su falta de perspectiva republicana en momentos en que la institucionalidad política vigente hace aguas por todas partes. Con una “clase” política totalmente desacredita, una creciente agitación regional, un lazo social fuertemente debilitado, entre otros, la agenda para la reforma educacional debiera ser mucho más que un asunto de “nuevas oportunidades”, de repartir becas por doquier, de procurar asegurar sin mayor cuestionamiento algo tan relativo como la calidad y de hacerse asesorar por comisiones de expertos cortados todos con la misma tijera tecnocrático-capitalista.
Un ejercicio de política ficción para el futuro inmediato nos muestra a un Gobierno que, en ausencia de un Parlamento fielmente representativo de la ciudadanía, implementa una o más instancias de debate activo entre éste y la mayor diversidad de agentes sociales, políticos, académicos, científicos, jurídicos, etc., en vistas a cambiar la actual Ley General de Educación. Desde el punto de vista de mi práctica académica, podría señalar varios problemas puntuales, como por ejemplo la situación escandalosa de los profesores taxi que no gozan de ninguna seguridad; la existencia de una “planta” académica que tampoco se ajusta a un deseo de mayor flexibilidad; la inconsistencia de muchos cuerpos académicos que realizan docencia sin hacer investigación, BASE DE CUALQUIER PLANTEL EDUCATIVO QUE AMERITE LLAMARSE “UNIVERSIDAD”; además de otros de carácter transversal, como la necesidad de eliminar el IVA al libro; suprimir las horas de religión en las escuelas con financiamiento estatal; incluir en contraparte horas de educación cívica entretenida en todos las escuelas; etc.
Sin embargo, creo que antes que cualquier contenido o que cualquier verdad, importa en una colectividad gobernada por un régimen democrático que sus miembros se conozcan, discutan, peleen, lloren, rían y decidan en qué creerán o no creerán, actuando en consecuencia. No somos números ni conceptos, sino personas de carne y hueso, sujetos cruzados por una multiplicidad de padecimientos y sueños que se encuentran en un mismo territorio geoafectivo, por lo cual necesitamos hacernos cargo de esta coexistencia y detectar sus mejores vectores de armonía. La era de la mayor conexión corre el riesgo de transformarse en la era de la mayor desconexión si, discriminando y segregando, seguimos obviando este componente físico, material, concreto, etc., de las relaciones colectivas. Cada aula educativa puede constituirse en un lugar de ejercicio cívico en esa perspectiva: la de un proceso de aproximación y revinculación de los chilenos que, idealmente, debiera comenzar por un cambio de la misma Constitución.
Por Carolina Benavente Morales