Bush encarna algunos de los valores más característicos de nuestras sociedades contemporáneas. La promoción del individuo común, el culto a la ignorancia, un conservadurismo moral y bélico. Ciertamente, él también ha tenido una muerte política, pero no ha sido un magnicidio ni mucho menos. No ha existido dignidad alguna en el desenlace, ni heroísmo con resonancia mediática.
Barney es el nombre del perro del Presidente de los Estados Unidos. Esto que digo no pretende ser una broma o un juego de palabras. Efectivamente se trata del perro más famoso del planeta en nuestra actualidad. ¿Cómo este scottish terrier de tan sólo cinco años de edad ha logrado estar presente, por lo menos una vez al año, en prácticamente la totalidad de los noticiarios del planeta? Pues muy sencillo: ha sido gracias al protagonismo que George W. Bush que ha permitido tenerlo en diversas ocasiones como un emblema mediático de su presidencia. La última de ellas ha sido el video de un saludo de navidad en que el juguetón Barney se pasea por la Casa Blanca mostrándonos sus rincones y el decorado típico de estas fiestas que engalana la célebre residencia de Washington. Algunos pensaran que esto representa solamente una broma, una humorada muy al estilo americano que no reclama mayor atención.
Sin embargo, cuando descubro que Barney posee incluso una página especial dentro de la web de la Casa Blanca (http://www.whitehouse.gov/barney/# ), en la que entre otras cosas responde preguntas de los internautas, no soy capaz de resistir la tentación de pensar que este perro simboliza algo más que una mera anécdota. Especialmente cuando el saludo navideño de Barney ha coincidido con otro episodio canino: el doble lanzamiento de zapatos, a grito de “perro”, sobre el Presidente Bush. Propongo, entonces, interpretar ambos sucesos como elementos de una misma descomposición de la política que reduce todo a chapuza y vulgaridad.
En efecto, la administración de Bush ha sido desde sus inicios una suerte de rebelión de la imbecilidad contra la inteligencia o cualquier asomo de profundidad en el análisis político. Bush, con su rostro siempre vacío de cualquier sutiliza intelectual, se ha convertido en el paladín del individuo mediocre que concibe el mundo con la simplicidad de una mascota que persigue un hueso (como Barney, que seguramente ve el mundo sólo en blanco y negro). Podría decir que es como ese chico que en la fiesta de adolescentes hace la gracia de arrojar el eructo más sonoro. Ese es su aporte, ese es su orgullo. Para prueba de todo esto están ahí las cientos de entrevistas y documentos fotográficos de estos últimos ocho años en que el presidente saliente de los Estados Unidos ha sabido mostrar con gran claridad su superficialidad y absoluta falta de competencia.
Pero toda calamidad tiene siempre un final y Bush, por suerte, ha comenzado a cerrar la funesta página que ha escrito en la historia. En este contexto, su despedida no ha podido ser ajena al estilo de su gestión. En Irak, centro mismo de la infamia de sus políticas, ha sido arrojado al baúl del pasado al son de un “zapateo islámico”. Los propios medios de comunicación que alguna vez lo encumbraron, ahora con cinismo lo desprecian y le dan la espalda seducidos por el nuevo estilo que augura la futura presidencia de Obama. Hablan del “Kennedy negro” y comparan a Michelle Obama con Jackie Kennedy. A Barney ya no le queda más que ser objeto de burla.
La mención aquí a los Kennedy resulta interesante. Recuerdo hace poco haber visto un documental sobre la remodelación que Jackie realizó de la Casa Blanca a principios de los años sesenta. Allí aparecían imágenes de la esposa del presidente, que fueron transmitidas por la televisión de la época (entonces no había Barneys), enseñando las diversas salas de la mansión presidencial. Una decoración magnífica, con un cierto aire de nobleza, donde se resumía de algún modo la historia de los Estados Unidos. Todo exudando una belleza magnífica, sin imperfecciones, como el propio peinado de Jackie ajeno a las leyes de la gravedad. Ese mundo sin fisuras, esa realidad escenográfica, como sabemos, concluye en Dallas y encuentra su consumación espectacular en la imagen del vestido de Jackie manchado por la materia encefálica de su esposo. Después de ese drama vino la ficción, el relato de lo que nunca fue y la construcción del mito.
George W. Bush, por su parte, pertenece a una época muy diferente a la de los Kennedy. Un tiempo que lo devora todo en la frivolidad sin trascendencia de lo trivial. Desde esa perspectiva, Bush encarna algunos de los valores más característicos de nuestras sociedades contemporáneas. La promoción del individuo común, el culto a la ignorancia, un conservadurismo moral y bélico. Ciertamente, él también ha tenido una muerte política, pero no ha sido un magnicidio ni mucho menos. No ha existido dignidad alguna en el desenlace, ni heroísmo con resonancia mediática. Su asesinato, a manos de un zapato, ha sido zafio, un material tosco para proveer de contenido las parodias en Internet o los late shows de las cadenas televisivas. No todo es culpa del propio Bush, también habría que decir. Estamos en una época donde los dioses y los héroes nacen y se esfuman en la insignificancia de las pantallas televisivas. Quizás ahí, en último término, exista un futuro para Barney. Un show de tonterías y chistes en que nos enseñe cómo agacharnos cuando alguien nos tira un zapato.
Rodrigo Castro Orellana