El sábado 7 de abril murió Sergio Chandía Torres, héroe anónimo y profesor jubilado, a los 74 años de edad. Un infarto lo salvó de sufrir los últimos embates de un cáncer de próstata, y de la artrosis que inmovilizaba su pequeño cuerpo. Cuentan quienes lo vieron ese día, que aunque no estaba sólo, expiró en un abandono equivalente a la peor de las soledades.
Una pequeña multitud de seis o siete personas asistió a su velatorio y entierro en el Cementerio General, el nublado domingo 8, cuando no hubo discursos ni homenajes, sino apenas algunas tímidas lágrimas de un par de mujeres que lo querían, en un trámite expedito, porque era un trámite pobre.
¿Quién era este Chandía? Profesor normalista, hijo de profesores comunistas y militante comunista él mismo desde su juventud hasta una etapa en su vida madura en que miró para atrás y, posiblemente, se sintió burlado. Él, quien desde su juventud sabía mucho de burlas y crueldades, por su tamaño pequeño, por su condición de hombre solitario, servicial y algo afeminado, siempre sospechoso de ser homosexual.
En la lucha contra la dictadura, Chandía estuvo en todas las trincheras necesarias, siempre en esa indispensable condición de hombre común y corriente y vestido de gris, que jamás llama la atención de nadie. Trabajó en el gremio de los profesores, fue fundador de la AGECh –Asociación Gremial de Educadores de Chile- cuando Pinochet se abalanzó contra las organizaciones magisteriales, participó en la formación de las redes de resistencia y ayuda, y se mantuvo siempre fiel a su partido.
Como este leninista siguió todas las normas de la clandestinidad, nunca cayó preso, y se sabe que quienes no cayeron alguna vez a la cárcel o el exilio no merecen un lugar en la historia.
Fue Chandía, solito, quien abrió la sede de la AGECh cuando todos se metieron debajo de la cama, aquel lunes 1 de abril de 1985, dos días después del degollamiento de Manuel Guerrero, dirigente comunista y líder de los profesores, con quien trabajaba. Hablaba poco de sus hazañas, Chandía, pero un día contó de esa mañana de miedo cuando fue a cumplir con su deber de demostrarle a los asesinos desmadrados que la muerte de Guerrero no ponía al gremio de rodillas.
Y así siguió trabajando como dirigente regional de Santiago de los profesores hasta que se replegó en algo la dictadura para dar paso en 1990 a la democracia limitada que administraría desde entonces la Concertación. Y con esta democracia se acabaría la necesidad de un personaje como Sergio Chandía: había llegado el momento de los líderes que hablan fuerte y ganan electores, no del abnegado -pero afeminado- combatiente clandestino.
Chandía se replegó, o lo replegaron, fue perdiendo poder y relevancia, y su carrera de dirigente terminó en el -literalmente- heroico puesto de encargado del casino del Colegio Metropolitano de Profesores. Allí organizaba desayunos y colaciones, servía el café y preparaba sandwiches para sus camaradas de partido, siempre ocupados en importantes reuniones. Más tarde perdió también esa condición y quedó a cargo de la bodega: iba a la Vega y compraba las provisiones.
Luego llegó un racionalizador, un modernizador reciclado, un gerente militarizado, veterano de la guerra revolucionaria que nunca fue, y lo despidió.
¿Qué quedaba en ese instante cruel del joven profesor comunista que durante la Unidad Popular participaba de un experimento educacional revolucionario, de expansión de la escuela fuera de las aulas, con métodos participativos de aprendizaje? ¿Del becario de la UNESCO en Francia? ¿Del admirador de la Revolución Cubana?
Chandía por entonces ya compraba todos los días Las Últimas Noticias y evitaba hablar de política. Su conversa eran las ofertas del Líder y una perra pitbull que abusaba de él, como tantos. Quién sabe si sólo restaba del antiguo Chandía -a quien conocí de niño por su soviético nombre de Iván- aquella amargura que lo hizo abandonar gradualmente a casi todos sus colegas y amigos, y refugiarse en la dudosa amistad de quienes dependían de él, y con quienes compartió casa y bienes hasta morir en aquella indigencia donde -paradoja- no faltaba el dinero.
No admitió Chandía una palabra de consuelo, un centavo, una limpieza, o un error, y menos una reconciliación con quienes descartó de su vida. No admitió siquiera el malestar que lo estaba matando. Murió sentado frente al televisor en un sillón sucio de su casa sucia y en ruinas, frente al inmenso parrón y los frutales ya todos secos, desacompañado por las personas a quienes entregó su vida.
No supo ya de las manos dulces que lavaron su cuerpo y lo vistieron, ni de la pena, aquel domingo, de algunos a quienes descartó. Ni de las reflexiones que deja en el aire. Tal vez no hubiera aceptado nada de eso, terco y tajante en los afectos, como siempre fue.
Por Alejandro Kirk