Los terremotos se pueden predecir, nos cuenta la TV cada semana. Según un periodista de amplia tribuna, al parecer esto también lo sabrían altos mandos militares y gubernamentales y lo estarían ocultando a la población, quizás con que sórdidas intenciones. La pregunta que ha surgido mediáticamente es por qué la ciencia no acepta estas teorías predictivas, por qué hace oídos sordos o alega desconocimiento en la materia. El tema ha tomado gran relevancia social últimamente; principalmente porque muchas informaciones indican que estaríamos esperando un mega-terremoto para Chile. La predicción se ha prestado para chistes, pero también para incertidumbres, confusiones y miedo.
La predicción es discursivamente necesaria para nuestra cultura. Para Eloy Rada que trabaja en historia y filosofía de la ciencia, lo predictivo ha estado presente en los discursos “revelados”, como la Biblia y otros libros sagrados, en los discursos proféticos, adivinatorios, mágicos y de oráculos, pero también en la ciencia, a través de sus “probabilidades”, “pronósticos” y “advertencias”. Sí, también es parte de la ciencia predecir, tomando esto en el amplio sentido de la palabra. Un ejemplo concreto que vemos todos los días: que un medicamento pueda ser contra indicativo para personas con determinadas condiciones como embarazadas, o las sentencias de que genera problemas de salud si se combinan con otros fármacos, lo vemos en cada papel que se adjunta en las cajas de remedios. Eso es parte de la ciencia. El saber si lloverá mañana o tendremos un día soleado, también es tarea de científicos hoy y no se basan precisamente en lecturas de tarot. La explicación, la comprensión y la predicción, son parte de los objetivos y límites de la ciencia. Sin embargo, es justamente la “predicción” lo que tiene más probabilidades de fallar, como bien explica el conocido Mario Bunge, físico y filósofo de la ciencia.
En el caso de la predicción sísmica, la situación es aún más compleja, puesto que es un terreno en el cual científicamente aún no hay consenso. Si bien, la tecnología actual permite una medición de las ondas pre-sísmicas, que posibilita la anticipación con minutos antes de que el evento sea percibido en la superficie, aún no se ha podido determinar un mecanismo confiable que implique anunciar a largo plazo y con exactitud dónde, cuándo, de qué magnitud y a qué hora, se producirán los terremotos. Pero no creamos que por ello no se esté trabajando en el asunto.
En las décadas del 60 y del 70, la comunidad sismológica internacional y las políticas públicas de diversos países, enfocaron su interés en estudios predictivos, basados en diferentes métodos; desde el comportamiento animal, como el caso de China, hasta la medición de ondas sísmicas, anomalías, emanación de gases y fluidos, distribución temporal de fenómenos y el comportamiento geológico de zonas de amenaza sísmica. Los estudios de lagunas sísmicas, como los que efectúa nuestra comunidad sismológica nacional desde la década del ’90, hoy en día permitirían hacer predicciones sismológicas a largo plazo, relativamente precisas en cuanto a su magnitud y a la zona geográfica donde se producirán estos “posibles” terremotos; sin embargo, como muchos de estos mismos expertos han explicado públicamente, aún no se puede saber cuándo y a qué hora exacta se producirían estos fenómenos.
¿Será que nos ocultan información? No lo sabemos, pero la explicación que nos dan parece bastante razonable: resulta que comprobar los métodos de predicción en lugares donde siempre tiembla no tiene mucho mérito científico, porque independiente del método que se ocupe para realizar la predicción, no podríamos demostrar decisivamente que éste sea correcto o si ha sido por azar. Tomemos el caso de Chile. En nuestro país se han producido 78 terremotos sobre los 7 grados en los últimos 104 años. Sin tomar en cuenta los años en que se han producido, si anualmente alguien pronosticara un gran terremoto para Chile podría fácilmente acertar. Yo lo podría hacer y “achuntarle” con gran facilidad. Aún más fácil es predecir temblores en zonas sísmicas como el Círculo de Fuego del Pacífico, tras un gran terremoto como el último de Indonesia. En ello no hay desafío alguno. Si a eso se le suma que todos los días tiembla en Chile, al menos más de 10 veces al día ¿cómo podemos determinar que no es por azar que la predicción resulte cierta? Lamentablemente, muchos de los métodos predictivos, tanto desde campos de la astronomía como de la meteorología, se han puesto a prueba en otros países y no han resultado correctos. De hecho, muchas de estas “predicciones” no han resultado incluso en el mismo país en fechas diferentes y aún siendo realizadas por las mismas personas bajo los mimos métodos. Por ello, si se hace una predicción sísmica concreta y no sucede nada, debe tomarse como que el método no es válido. O, por ejemplo si se anuncia un temblor de mediana intensidad en el norte y centro del país y sucede pero en el extremo sur, la predicción no es válida. No es “a medias” el asunto.
En nuestra historia local hemos tenido ejemplos similares. Predicciones que no han resultado ciertas, como la de Falb en el siglo XIX, y otras que coincidentemente sí, como las realizadas mediante la teoría de Cooper con el terremoto de Valparaíso en 1906. Como sabemos, esta última coincidió. Pero años más tarde, el mismo Alfred Cooper predijo bajo su mismo método un sismo para el 3 de diciembre de 1918 en Valparaíso. La población, que recordaba muy bien el desastre de 12 años antes, durmió entonces en las calles y plazas. Ese día sí que tembló, pero en Copiapó y la gente de Valparaíso que pernoctó a la intemperie, además de noches de pánico, contrajo resfriados y neumonías. Pese a ello, defensores de la predicción pidieron públicamente la renuncia al entonces director del Servicio Sismológico (Montessus de Ballore) por su incapacidad para predecir sismos. La defensa del científico radicó en que la ciencia, con los conocimientos que poseía hasta ese momento, no podía predecirlos. Al igual que hoy no puede.
Y entonces, ¿es correcto culpar a la ciencia por sus propias limitancias? ¿Por no haber “avanzado” lo suficiente aún? Sí, pero sólo si creemos en ella como infalible y no la entendemos como un proceso social, que muda, que cambia, que ensaya y que erra. Ensayo y error, producción de nuevos conocimientos, controversia, debate y encuentro; todo ello es parte de la ciencia. Entender la ciencia con sus posibilidades y límites, en su contexto histórico, social y cultural es entenderla en su humanidad, porque está hecha por humanos. Humanos, que con su experticia y conocimiento adquirido desempeñan una labor remunerada igual que todos nosotros, en campos muy diversos. La sismología pertenece a este entorno, pero es una disciplina muy reciente, independizada y generada de forma más autónoma, prácticamente sólo a partir del siglo XX. Antes de la guerra fría, por ejemplo, la comunidad sismológica mundial era asombrosamente pequeña. Fue gracias a diversos proyectos militares de grandes potencias, que logró contar con fondos necesarios para consolidarse y formar nuevos expertos de la manera como hoy la conocemos. Ni qué hablar de la comunidad sismológica nacional, la cual si se encontrase reunida en un mismo piso de un edificio y hubiera un megaterremoto en ese momento, nos quedaríamos sin sismólogos chilenos. Ni siquiera tenemos suficiente capital humano avanzado para realizar investigaciones al respecto, no tenemos la instrumentalización necesaria, ni suficiente vocaciones científicas interesadas en este ámbito que nos involucra a todos: nuestra tierra. Eso es una deuda país.
El tema es controversial, no sólo porque no hay suficiente evidencia científica que permita establecer un consenso entre los expertos, sino por las implicancias sociales que ello comporta. Ante mensajes cargados de alta factualidad, como los augurios de próximos mega-terremotos en Chile, se elevan los niveles de angustia de la población, porque sabemos sus consecuencias, porque las hemos vivido y además muy recientemente. ¡Ojalá se pudieran pronosticar de forma correcta, infalible y a tiempo! Se salvarían vidas, es verdad, pero vivir con terremotos, va más allá de simplemente sobrevivir. Vivir con terremotos es también aprender a prevenirlos. Y eso sí que podemos hacerlo como sociedad, para eso sí que debiésemos estar en condiciones. En este aspecto, la incertidumbre y el desconocimiento se aminora y depende más de voluntad política que de “verdades” científicas sobre la predicción sísmica. Prevenirlo es “estar preparados para enfrentarlos” y ello dependerá de las circunstancias que nos envuelven como sociedad chilena, de la importancia y prioridad que le demos.
Estar preparados ante fenómenos complejos como los terremotos, no pasa necesariamente por saber si mañana o la próxima semana temblará. No pasa por juntar velas, agua y pilas. No pasa por dormir en las calles, ni expiar nuestros pecados antes del “fin del mundo”. Pasa por la educación formal y social desde pequeños, por entender que nos hemos asentado en territorios que tiemblan y que probablemente van a temblar siempre. Pasa por generar construcciones que los resistan, normativas de construcción que se fiscalicen y cumplan, por introducir en nuestra cultura mecanismos de evacuación eficaces y efectivos. Pasa también por mantener la memoria social de nuestros pueblos originarios, que conviven desde mucho antes en este vasto territorio de inestable geografía. La prevención de terremotos pasa por invertir en educación para entender nuestra naturaleza y para generar vocaciones científicas que el día de mañana hagan frente a los desafíos que nuestra propia condición humana nos pone al intentar adoctrinar y modelar la naturaleza a nuestras humanas leyes. Pasa por invertir y planificar a nivel país. Inversión y planificación que es urgente y lenta. Y es precisamente por su lentitud que se hace más urgente y necesaria. De eso ni gobernantes, ni científicos, ni técnicos, ni comunicadores se pueden hacer los sordos. Eso es lo que debería movernos y preocuparnos como sociedad. Esa demanda debería motivar a los medios de comunicación, más que legitimar profetas y adivinadores; pues si mañana tiembla o no, ni científicos, ni “predictores”, ni “profetas” lo saben con exactitud. Ni siquiera sabemos si la misma tierra que habitamos lo tiene “agendado” con tanta claridad.
Por Lorena B. Valderrama
Becaria chilena, Doctorado en Historia de la Ciencia y Comunicación Científica.
Universidad de Valencia