Era mi cumpleaños número 12. Andaba con unas calzas negras y una polera larga con rayas que me habían regalado ese día. Mi mamá me pidió que fuera a la verdulería que queda a una cuadra a comprar tomates para los completos que íbamos a hacer a la noche.
Me acuerdo bien, porque cuando iba a cruzar la calle, un auto viejo, rojo y medio oxidado se detuvo frente a mí. Había dos hombres en su interior: morenos, musculosos, con cadenas colgando… Demasiado viejos ante los ojos de una niña de 12 años recién cumplidos. El que estaba a mi lado, se asomó por la ventana, me miró fijamente, de arriba a abajo, me desnudó con la mirada, me lanzó un beso, se lamió los labios lentamente y aceleró. Me acuerdo bien.
Con la respiración agitada y las piernas tiritonas compré los tomates, volví a la casa y le conté lo sucedido a mi mamá. “Pucha, qué fome. Pero te vas a tener que acostumbrar, porque ya tienes 12 y esto te va a pasar siempre”, me dijo.
“Te vas a tener que acostumbrar”. Así nos criaron: para soportar, para entender, para tragarnos el nudo en la garganta ante el acoso callejero. Aunque nos incomode, aunque no nos halague, aunque nos haga temer por nuestra integridad física.
Hoy, se ha logrado instalar el acoso en la vía pública como un problema de género. Gracias a la organización y activismo de mujeres feministas –reunidas, por ejemplo, en el Observatorio Contra el Acoso Callejero–, hemos logrado identificar sus múltiples manifestaciones. Pero la prensa y la comunidad se han encargado de relativizar una vez más aquello que nos violenta. Que “el piropo es entretenido si es con respeto”; que “le están dando color”; que “nos hemos pasado al otro extremo”, como dijo Sebastián Piñera; que “ahora no se les puede decir nada”. En efecto, no se nos puede decir nada sobre nuestro cuerpo si no les pidieron la opinión.
Porque esto no se trata de si tal o cual frase es más o menos galante, sino de que nuestros oídos están cansados. Están cansados de escuchar desde “se te cayó el papel que te envuelve, bombón” hasta “te rompo, maraca”, porque, como me advirtió mi mamá, desde los 12 o incluso antes las mujeres hemos sido objeto de opinión pública.
Históricamente, se nos ha utilizado para que los hombres reafirmen una y otra vez su masculinidad, para que perpetúen su rol de dominador silbándonos, juzgándonos, tocándonos la bocina, puntéandonos, manoseándonos, tirándonos besos, sacándonos fotos, desnudándonos con la mirada, persiguiéndonos, masturbándose frente a nosotras, violándonos.
Es increíble cómo hemos sido criadas para acostumbrarnos a estas situaciones o, en el mejor de los casos, para tomar medidas de alerta y seguridad. Porque parece que ellos tienen más derecho a lo que llaman “libertad de expresión” que nosotras a estar cómodas y seguras en la calle. Parece que ellos no entienden que no necesitamos de la opinión o validación de un desconocido para sentirnos bien con nosotras mismas, que preferimos trabajar la autoestima y el amor propio antes que andar escuchando comentarios tan asquerosos como innecesarios.
Es increíble cómo ellos no entienden que nada los va a carcomer por dentro si se quedan callados, que su masculinidad no irá a ningún lado si respetan a las mujeres que los rodean, que no se les va a caer el pene si se guardan su piropo. Pero parece que no, no entienden. Parece que los hombres no entienden algo tan simple como que su libertad termina donde empieza la del otro.
(*) Camila Magnet es estudiante de periodismo de la Universidad de Chile y conductora del programa Copadas de Radio Juan Gómez Millas. Aquí puedes leer la columna original.