El viento gélido trajo el aroma rancio del billete.
Los guanacos dejaron de pastar y levantaron cabeza al mismo tiempo.
Reconocieron en la brisa, al monstruo que vendía sus cabezas, a cambio de divisas para la región. Entraba en la Patagonia, al mando de una manada humana vestida con Ermenegildo Zegna, guantes blancos portadores de rifles negros, turismo criminal, de la misma índole del sexual.
Los guanacos huyeron bajo el sol moribundo, victimas del pérfido poderoso que deleita su morbo asesino, con quien no puedo defenderse. Safari cobarde, vendido en cuotas y efectivo, a los mejores postores. Extranjeros y nacionales, todos quieren apuntar el corazón mamífero, apretar el gatillo, y sentir el estallido de la tripa. Todos quieren la cabeza del guanaco, colgada en una pared de la casa. El decoré, debe hacer juego con la alfombra beige, confeccionada con la piel de un niño Ona; cadáver exótico comprado a un anticuario socialité. Orgulloso, el coleccionista admira su comedor de diario, bóveda de osamentas: En el epicentro está el huemul disecado; centro de mesa que a la vez sirve de cenicero. Las orejas del puma maulino, tapizan los sillones y las cortinas.
El olor de la muerte se mete entre los faldones de las damas y bajo el sombrero del barón. La familia aprovecha el fin de semana para cultivar lazos. Todos viajan al sur del mundo, para apretar el gatillo con amor. Se hospedan en un resort. En el desayuno del hotel, sirven guiso de araña pollito. Antes de salir a matar guanacos, es bueno consumir proteínas, explica el metre. Horas más tarde, la caravana de hummer, acampa en el páramo de Magallanes. Allí instalan el campamento y prenden fogatas, para freír anticuchos de colibríes. Viajes Falabella promete adrenalina, en una cápsula que se traga con vodka, antes de comenzar la balacera contra la alimaña salvaje. Hay padres que inician hijos en la cacería. Les dan golpes de apoyo en la espalda, cuando niños de diez años, disparan en la frente de una madre guanaca que dobla en edad. El heredero está feliz de colaborar con el control de sobrepoblación, que tanto daño hace al ecosistema. El niño aprendió del Estado, que los animales son una plaga, y que la agonía de la bestia, es la reivindicación de la supremacía humana. El niño ha venido con toda su prole, abuelos aplauden, hermanos gritan, todos celebran el primer crimen del retoño. La madre se acerca con un pastel de loco, y abrigada con piel de Chinchilla, estira su torta con velas, para que el hijo de su primer soplo de hombre.
El niño regresa de la pradera abatido, arrastrando el cadáver de una guanaca que va tatuando con sangre, todo la tierra. El niño levanta el rostro y su carne queda expuesta al espectáculo. El cartílago se derrite en su cara. El niño trae su rostro podrido, ojos y nariz, caen mientras camina. Se atora al tragar su propia lengua. Pero el niño no siente dolor, ni suelta el cadáver que remolca. El niño nunca más volverá a tener fisonomía, ni razón, porque la guanaca ha lanzado su último suspiro en la memoria del mocoso.
El escupo culmine del animal, ha sido arrojado en defensa propia, bala de baba, salivazo ácido justiciero. Muerte que acarrea muerte.
Eugenio Norambuena Pinto
*Escritor