Siempre que Estados Unidos tiene un fracaso en su política hacia América Latina –y en los últimos tiempos ha cosechado bastante–, de inmediato los expertos, los analistas y los observadores comienzan a hacer declaraciones sobre el tema.
Es lo que ha sucedido con el reciente viaje del Presidente George W. Bush por cinco países en los que fue recibido con grandes protestas y manifestaciones en contra de su presencia.
En realidad, eso es falso; sí existe una política hacia América Latina, lo único que es absolutamente absurda, rebasada por los acontecimientos y el tiempo desde hace mucho. Salvo en contados momentos de la historia, la región al sur del Río Bravo nunca ha sido una prioridad de la política exterior norteamericana. Era el “traspatio seguro”, donde los gobiernos norteamericanos podían hacer y deshacer a su antojo.
El esquema de dominación de los últimos 60 años –y, desde antes–, los vínculos de dependencia de las oligarquías nacionales latinoamericanas con el imperio, han sido superados por la realidad que ellos mismos crearon y que, tal vez, no entienden.
Lo cierto es que en América Latina se han dado muchos cambios en los últimos tiempos, en la medida en que la situación económica y social ha hecho que los pueblos despierten, comprendan cuáles son sus intereses y, en unos países más, en otros menos, ese despertar ha dado origen a nuevos gobiernos nacionalistas, progresistas o francamente de izquierda y socialistas.
En otros, como en México, ha sido necesario recurrir al fraude abierto. Al mismo tiempo, la política de la administración de W. Bush es casi la misma que hace 30 ó 40 años. Lo único que ya los golpes de estado no son viables, porque no tienen justificación en la lucha contra el comunismo internacional, ya desaparecido. La guerra contra el terrorismo no da para tanto, aunque –recordemos–, en abril del 2002 hicieron el intento contra el presidente venezolano Hugó Chávez, pero fracasaron.
Algo que resulta lastimoso o tragicómico –como más les guste a ustedes– es que los que más se quejan de la política norteamericana hacia América Latina no son los pueblos, que la rechazan, sino las oligarquías aliadas y dependientes del imperio.
Son los que más aseguran que no existe una política definida hacia la región. Los que piden ayuda –y la reciben– cuando aparecen gobiernos como los de Hugo Chávez en Venezuela o el de Evo Morales en Bolivia o cuando los pueblos se rebelan contra un orden social injusto. No por gusto las embajadas estadounidenses en las capitales latinoamericanas son consideradas por muchos analistas, parciales e imparciales, como centros de subversión o control de los gobiernos, según el caso.
La política de los gobiernos norteamericanos hacia América Latina tiene diferentes aspectos y ha habido continuidad: El Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), los Tratados de Libre Comercio (TLC), a pesar del ejemplo del NAFTA en México, donde 6 millones de campesinos han sido arruinados por la competencia de los productos norteamericanos.
Creo que siempre es saludable recordar la frase del exsecretario de Estado, Colin Powell, cuando dijo que Estados Unidos aspiraba a que sus capitales y productos se “movieran libremente desde Alaska hasta la Tierra del Fuego”. Ese es el objetivo, no otro. Que se muevan los capitales y las mercancías “Made in USA”, pero no las personas del sur del Río Bravo, como lo demuestran las medidas antimigratorias. Pero, la política norteamericana tiene otras facetas.
El Plan Colombia, creado bajo el pretexto de combatir el narcotráfico, ha devenido en un medio para la lucha contra el movimiento guerrillero. Decenas de miles de personas han sido asesinadas, millones han sido desplazados de sus lugares de origen como consecuencia de ese plan que, sin embargo, no ha logrado acabar con las guerrillas. Además, el narcotráfico sigue. El Plan Colombia, ahora Plan Patriota ha costado ya más de 7 mil millones de dólares al contribuyente estadounidense, muchísimo más que la prometida ayuda durante su gira por el Sur.
En los últimos tiempos, el gobierno de los Estados Unidos ha demostrado su interés por la Cuenca del Río Guaraní, donde se concentra cerca del 40% del agua potable del planeta, y en la región de la Amazonia, el pulmón de la Tierra, reservorio de más del 30% de la biodiversidad. ¿Cómo lo ha hecho? Cambiando de color en los mapas oficiales esa zona, que pertenece a Brasil, y tratando de hacer ver que los gobiernos brasileños son incapaces de preservarla, por lo que debe ser controlada por una comisión internacional.
Al mismo tiempo, ha tratado de crear una atmósfera de temor acerca de que en la zona de las tres fronteras (Brasil, Argentina y Paraguay) existen células de Al Qaeda. Como elemento adicional, ha construido una base militar en Paraguay, cerca de la frontera con Bolivia y cerca también de la Cuenca del Guaraní. La respuesta no se ha hecho esperar. Los ejércitos de Brasil y Argentina han preparado planes de contingencia para enfrentar una posible agresión de una “potencia extranjera” que pretenda “adueñarse de los recursos naturales de sus países”.
Cabría agregar el poco conocido Plan Puebla Panamá (PPP), cuyo objetivo es la construcción de grandes sistemas de oleoductos, gasoductos y acueductos para llevar las riquezas naturales de América Latina hacia Estados Unidos: el petróleo y el gas de Venezuela, Colombia, Ecuador y Bolivia, el agua de la Cuenca del Guaraní y todo lo que puedan llevarse.
Y siempre es saludable tener en cuenta que los gobiernos norteamericanos han construido bases militares en varios países de América Latina y puestos operativos de avanzada en otros, al tiempo que fortalecen sus relaciones con los ejércitos latinoamericanos.
Recientemente, el presidente W. Bush autorizó nuevamente que militares de países que se han negado a aceptar la inmunidad de los soldados estadounidenses asistan a la tristemente célebre Escuela de las Américas, ahora con otro nombre, con sede en Fort Benning, centro formador de golpistas, torturadores y asesinos connotados. Oficiales capaces de promover un golpe de estado existen en todos los países de la región. El objetivo parece ser ahora incrementarlos. ¡Con esos truenos, quién duerme!
En una región dominada por el modelo neoliberal, con la peor distribución de la riqueza del mundo, donde 220 millones de pobres, de ellos 84 millones de indigentes, viven sin ninguna esperanza, es difícil que semejante política pueda tener aceptación. Sobre todo ahora que el ejemplo de Venezuela y Cuba hace ver a muchos que es posible cambiar la vida de los pueblos, darles los derechos básicos que nunca han tenido, como el de la alimentación, la salud y la educación.
Por eso, suena vacío que ahora, a estas alturas, el presidente W. Bush y varios de sus funcionarios declaren que consideran “inaceptable” los niveles de pobreza de América Latina, cuando con sus políticas neoliberales son en parte responsables. La otra parte de la responsabilidad corresponde a las oligarquías locales, a los que vendieron las riquezas naturales y hasta el agua, las carreteras y los parques a las transnacionales. A los que ahora ven en el etanol la posibilidad de enriquecerse todavía más.
Una política así está condenada al fracaso, y sus promotores a recibir el repudio de los pueblos, tal y como le ocurrió a W. Bush durante su viaje. Lo anormal sería lo contrario. En lo que respecta a Cuba –tal vez el mayor fracaso de los gobiernos norteamericanos en su política latinoamericana–, en los últimos tiempos han surgido voces al interior del establishment que plantean un cambio por lo menos parcial de la política, luego de 47 años de bloqueo, arreciado con las medidas tomadas por la actual administración en junio del 2004 y julio del 2006.
Esas voces han sido particularmente significativas después de la enfermedad del presidente Fidel Castro y las espectativas creadas en torno a un posible cambio en la economía cubana en el que, por razones obvias, los Estados Unidos no tendrían ninguna participación. Como señalara en fecha reciente el senador demócrata (y aspirante a la presidencia de EEUU) Christopher Dodd, “nosotros mismos nos hemos arrinconado”.
La Casa Blanca, ha reiterado que el gobierno se niega a cualquier tipo de cambio en su política hacia Cuba y que el presidente vetará cualquier decisión que tome el Congreso al respecto. Mientras, la economía cubana se recupera del período especial, con la cooperación de Venezuela, China y otros países. Además, la existencia de petróleo y gas en cantidades apreciables en el mar patrimonial de la Isla, hacen prever un futuro económico más prometedor que, unido a una equitativa distribución de la riqueza, haría mucho más plena la vida del cubano.
Empresas transnacionales de varios países participan en la prospección y explotación del gas y del petróleo cubanos, y es previsible que incrementarán la extracción en el mar en un futuro inmediato. No por gusto una representante de la Florida, la misma que dio su visto bueno al asesinato de Fidel Castro en fecha reciente, dice ahora que la producción de petróleo en las zonas marítimas de Cuba, pone en peligro las playas de ese estado. Tal vez diga eso porque las petroleras estadounidenses quedan fuera de juego, como resultado de la política que los grupos cubano-americanos de Miami promovieron y que ella representa en el Congreso.
Hay un viejo axioma político que dice que “ningún imperio reconoce sus fracasos hasta que deja de serlo”. Del interior del sistema norteamericano surgen voces prestigiosas, cada vez más numerosas, que exigen una revisión de la política exterior, incluida la dirigida hacia Cuba, pues el fracaso es evidente, como lo es en el resto del mundo, sobre todo en el Medio Oriente.
El gobierno norteamericano puede ser temido por su poder militar, pero no respetado. Puede encontrar secuaces en Europa y Asia que tienen sus mismos intereses. Pero su desprestigio crece y seguirá creciendo mientras su política exterior no sufra grandes transformaciones, mientras la elite de poder no comprenda que el unipolarismo y la fuerza no tienen futuro y que, al menos en el caso de América Latina, los pueblos están cansados de ser víctimas de un sistema depredador y algunos ya han decidido convertirse en protagonistas de su propio destino. Si la elite no lo entiende, es posible que los 25 años de vida que le dio de duración un futurólogo noruego en el 2004 al imperio norteamericano –20 si W. Bush era reelecto, y lo fue– se reduzcan a la mitad.
Por Eduardo Dimas de Progreso Semanal
Santiago de Chile, 22 de marzo 2007
Crónica Digital / Visiones Alternativas
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