Yo era un joven estudiante cuando frecuentaba la mítica casa de Clotario Blest, en la entonces calle Ricardo Santa Cruz 530, actual Santa Isabel, donde funcionaba, entre múltiples organizaciones, la Comisión de Derechos Humanos y Sindicales. Tras el golpe de Estado, dicho lugar se convirtió en un centro de reuniones y conexiones de personas que, bajo el máximo sigilo, escondían a perseguidos, llevaban mensajes a sus familiares, visitaban a los presos políticos, reconocían los cuerpos de los ejecutados, y todos los menesteres propios de aquellos días.
Las circunstancias exigían conocer lo menos posible de los partícipes de la empresa, a cuya informal actividad ingresaban exclusivamente personas de “absoluta confianza”, entre las cuales se destacaba una religiosa amable y siempre sonriente, que iba y venía en misiones peligrosas. Yo desconocía su nombre y su procedencia y, cuando nos encontrábamos en algún lugar, “hacíamos” como si fuéramos desconocidos.
Varios años más tarde supe que se llamaba Elena Chaín Curi. Pertenecía a la Congregación del Amor Misericordioso. También supe que durante la dictadura vivió en la población “El Montijo”, de Pudahuel, en una modesta casa, junto a otras religiosas: Blanca Rengifo y Odil Loubet. Blanca Rengifo ejerció su profesión de abogada de derechos humanos en el Comité Pro Paz, en la Vicaría de la Solidaridad y fue una de las fundadoras de Codepu (Corporación de Promoción y Defensa de los Derechos del Pueblo). Odil Loubet, religiosa de nacionalidad suiza, además de ayudar a asilar en las embajadas a los perseguidos por la dictadura, recogía cadáveres desde el río Mapocho.
La Hermana Elena Chaín vivía de su trabajo de profesora, mientras compartía la suerte de los pobladores: allanamientos, amenazas de muerte, detenciones, al mismo tiempo que alentaba la organización social, los comedores infantiles, las becas para estudiantes y todo aquello que su alma grande le inspiraba.
Después de 1990, a diferencia de quienes se afanaban por escalar posiciones olvidándose de ideales y de valores, la Hermana Elena se trasladó a una población de Peñalolén. Allí continuó viviendo pobremente, ayudando a los pobladores sin casa de la legendaria “toma de Peñalolén”, a fin de que lograran un derecho inalienable, como es la vivienda.
En su última fase, no obstante sus 80 años de edad, no dudó en iniciar una nueva misión evangelizadora en la población “Las Compañías” de La Serena, encontrando también allí al Dios de los cristianos, el cual está en la historia, experimentándose su presencia de vida o su ausencia escandalosa. La Hermana Elena buscó a Dios en el Evangelio y en la liberación de los oprimidos, puesto que Dios revela su presencia activa y su llamado no entre los grandes de la tierra, ni en las élites sociales, ni en el prestigio de las clases dirigentes, sino en el semejante necesitado y en la muchedumbre de pobres y marginados, con sus privaciones y sus esperanzas. Ella expresó con su testimonio que el Dios verdadero tiende a la liberación de los hombres, a la transformación de raíz de todas las dimensiones de la vida y de la convivencia humana, partiendo de las necesidades y derechos más básicos. De esta manera, ella superó la escisión entre la fe y la vida; entre el amor a Dios y el amor al prójimo; entre el ministerio de evangelización explícita y el servicio de promoción y liberación de los hombres; entre las esperanzas históricas y el encuentro definitivo con Dios.
Conversé con la Hermana Elena días antes de que dejara este mundo. Como tantas veces, escuché su delicada voz, llena de bondad y de sabiduría. Hablamos del acontecer del mundo y de la tristeza que a ambos nos embargaba, la ausencia y la distancia de la Iglesia, a diferencia de aquellos años en los que se arriesgaba la vida para que otros vivieran.
A su funeral asistimos quienes fuimos acogidos por su fe que “movía montañas” y cuya presencia nos había llenado de esperanzas de que es posible “convertir las espadas en arados”. Alguien afirmó que Elena representaba lo mejor de la Iglesia. Me atrevo a negarlo. Ella no fue lo mejor de la Iglesia, sino que representó a la auténtica Iglesia, donde no hay mejores ni peores, sino que está al servicio de la humanidad.
En su despedida no hubo personajes de círculos de poder, ni de los que han afirmado haber derrocado a la dictadura sólo con “un lápiz y un papel” y que han olvidado a los que lucharon en las sombras, entre los que jugó un papel relevante la Hermana Elena Chaín, quien había comprendido que su misión, como la de todo cristiano, era “llevar la buena nueva a los pobres, a curar los corazones oprimidos, a anunciar la libertad a los cautivos, la liberación a los presos”. (Is. 61,1).
Jamás la olvidaremos, porque su vida fue un paso de Dios por la tierra.
Hermana Elena Chaín, con tu ejemplo, venceremos.
Por Hervi Lara
Comisión Ética en contra de la Tortura (CECT)