Ojos saltones, mandíbula apretada, rostro de cansancio. Estos eran algunos de los síntomas, de un mal que acechaba a la sociedad europea a finales del siglo XIX y que era llamada por los médicos «cara de bicicleta», que afectaba a las personas que utilizaban este vehículo de moda, aunque especialmente a las mujeres, según los galenos.
No obstante, solo se trataba de una enfermedad ficticia que los médicos de la época se inventaron para disuadir a las mujeres de montar en bicicleta, destacó un reportaje del portal web español Público.
«¿Por qué tanto en empeño en que las mujeres dejasen de lado esos artilugios tan de moda y tan prácticos llamados bicicletas?», se preguntan en el trabajo histórico y explican que en la última década del siglo XIX las bicicletas se volvieron instrumento del feminismo.
Las mujeres podían moverse libremente por las ciudades, más allá de sus hogares, y además, las bicicletas ayudaron a avivar el movimiento de la reforma de la vestimenta femenina, que buscaba eliminar las restricciones victorianas de la ropa, tanto del exterior como del interior, de manera que las mujeres pudieran colocarse prendas que les permitieran participar en actividades físicas.
Las féminas fueron liberándose de los corsés y las faldas hasta los tobillos se sustituyeron por los rompedores pantalones bombachos.
La feminista y líder del movimiento estadounidense de los derechos civiles, Susan Anthony, describió en una entrevista de 1896 para el New York World que la bicicleta había hecho por la emancipación de la mujer más que ninguna otra cosa en el mundo.
“Para los hombres, la bicicleta en sus comienzos era un mero juguete, pero para las mujeres, se trataba de un corcel con el que poder cabalgar hacia un nuevo mundo”, relataba la revista Munsey el mismo año.
Pero muchos hombres de la época no vieron con muy buenos ojos la independencia que la bicicleta estaba otorgando a las mujeres, tanto a nivel de movilidad como de pensamiento.
De modo que algunos médicos empezaron a hablar de los perjuicios que la actividad ciclista para intentar evitar que el público femenino siguiera montando en bici, y se inventaron el mal llamado “cara de bicicleta”, la cara que se te queda por andar en bicicleta.
“La postura sobre la bici, el esfuerzo inconsciente de mantener el equilibrio y el sobreesfuerzo físico tienden a producir ‘cara de bicicleta’”, relataba el Literary Digest en 1895.
“Un rostro normalmente enrojecido, pero a veces pálido, a menudo con labios más o menos demacrados, un comienzo de ojeras oscuras y una expresión cansada”, esas eran las consecuencias a las que se enfrentaban las mujeres –y también hombres, aunque en menor medida- que anduvieran en bicicleta.
Es decir, lo opuesto a la tierna y adorable mirada que los hombres esperaban de una mujer a finales del siglo XIX.
Además de “cara de bicicleta”, quienes montasen en bici también podían padecer cansancio, insomnio, palpitaciones, dolores de cabeza y depresión. Incluso tuberculosis y un incremento de la libido.
Para algunos médicos, la enfermedad era permanente, mientras otros decían que, tras una temporada sin montar en bici, la “cara de bicicleta” acababa por desaparecer.
El doctor A. Shadwell habló mucho de los peligros de andar en bici para las mujeres, “una moda a la que personas en baja forma para cualquier actividad física se habían sumado”.
Sin embargo, a medida que el nuevo siglo amenazaba con su llegada, muchos médicos empezaron a cuestionar públicamente esta enfermedad ficticia, destacando que la cara de esfuerzo de los ciclistas solo se daba entre los principiantes, pero que a medida que iban cogiendo práctica, lograban medir su esfuerzo muscular y adquirían una mayor confianza y agilidad sobre la bicicleta. Es más, hablaban de los beneficios que esta actividad física aportaba a la salud.
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