Hoy me pregunto ¿Quisiéramos estar en el mayo de Versalles de 1789 o en el octubre de Petrogrado de 1917? Me parece que las definiciones ideológicas de hoy se enmarcan en dos tradiciones políticas, la rusa y la francesa. Por una parte se desarrolla y despliega con fuerza la conceptualización teórica proveniente de la tradición republicana francesa y por otra se sigue discutiendo la experiencia teórica nacida del marxismo, que lejos de tener una aceptación inmediata, intenta matizarse también con conceptos del liberalismo político.
Haciendo un poco de historia, los conceptos de ciudadanía y asamblea constituyente se enmarcan dentro de la lucha contra el autoritarismo Borbón y la convocatoria a los Estados generales en la Francia prerrevolucionaria de fines del siglo XVIII. Lo que siguió a la experiencia jacobina fue la consagración del liberalismo político como armazón jurídico de la burguesía que comienza a erguirse como clase dominante a fines del mismo siglo. Si bien, el triunfo no fue inmediato y hubo de pasar una buena cantidad de años y otras experiencias antes de convertirse la hazaña política del “incorruptible” en el camino político a seguir, podemos tomar de este episodio algunas enseñanzas que al rememorarlas nos permiten abrir una discusión acerca de la reutilización de algunas “palabras” de 1789.
La ciudadanía como concepto político tiene su origen en las polis griegas y se desarrolla en el derecho escrito en la Roma antigua, pero podemos encontrar su origen más inmediato en la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano. En este documento, la ciudadanía está íntimamente asociada a los vocablos: Soberanía, Ley, Propiedad, libertad de pensamiento y expresión (este último en el artículo 11). Este texto político utiliza indistintamente las palabras “hombre” y ciudadano para expresar los derechos y deberes referidos al mismo, emancipando al concepto ciudadano de las restricciones y requisitos que el Estado Romano le confirió.
La “Declaración de derechos” convierte al hombre-ciudadano en un ser de carne y hueso que tiene por norte vital, la consecución de la felicidad y la libertad. El ciudadano —según artículo 11— es “libre” para expresar sus pensamientos y opiniones “(…) la libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los más valiosos derechos del hombre. Todo ciudadano puede pues hablar, escribir, imprimir libremente (…)” pero inmediatamente frena esa libertad individual si al usársele abusivamente se convierta en contraria al poder de la institucionalidad “(…) salvo la responsabilidad que el abuso de esta libertad produzca en los casos fijados por la ley”.
De esta manera, enmarcado en la lucha contra el despotismo borbónico, el ciudadano se rebela para construir la república y darle vigencia a muchos valores que ya se habían cimentado (al menos en teoría) antes, entre los cuales destaca el valor de la “ley” como freno a la tiranía. La constitución cobra importancia porque limita el poder de una o más “fuerzas” que quisieran dominar lo público en forma arbitraria. Así es como nos topamos entonces con el problema clásico de entender al Estado y sus leyes como pacto social (Rousseau), como “realidad de la idea moral” (Hegel), o como “producto del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase” (Marx y Lenin).
Sin asco hoy se habla de la ciudadanía como actor principal de los llamados Movimientos Sociales, pero lejos de ser el ciudadano-propietario y republicano descrito más arriba, es más un ciudadano-consumidor que se levanta y expresa su malestar ante el Despotismo del Mercado que usa y abusa de la ley a su voluntad. En ese sentido, las analogías se convierten en nuestras aliadas para poder darle una faz atractiva y aceptable a las luchas sociales del mundo actual, y especialmente del Chile actual. Este escenario es aplaudido principalmente por la autoproclamada “clase media” que ve en el consumo un derecho inalienable y universal, mas yo me pregunto ¿será este concepto del ciudadano-consumidor un sentimiento irrevocable de todos los actores sociales en Chile? ¿Pensará igual el sujeto que se siente e identifica con las tradiciones y luchas populares del siglo XX chileno? ¿Cuánto habrá de mito neoliberal en este concepto que pretende instituirse como eterno y que tal vez solo corresponde a una construcción teórica de los últimos veinte años?
Mis inquietudes no son voluntarismo infantil. Nacen de mi propia incapacidad de encontrar un sentido dialéctico al “ciudadano” frente a la realidad neoliberal, ya que aún considero la contradicción capital-trabajo como el detonante insustituible de la lucha de clases y la extracción de la plusvalía en el trabajador como el punto de partida en el análisis de las relaciones sociales de producción, y no en el consumo “insatisfecho” de un esclavo por deudas del siglo XX.
Hace unos días, discutiendo este tema con un compañero en la Universidad de Chile, me respondió “sin duda no me creo el cuento del ciudadano, pero ha sido útil políticamente en el último tiempo”. Su respuesta me hace creer que la militancia social ha flexibilizado sus paradigmas para estar acorde a los ritmos de las luchas sociales en el Neoliberalismo, pero volviendo a mi cuestionamiento original ¿no será que se cumple la vieja premisa histórica? que nos dice “los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces: una vez como comedia y otra vez como tragedia”.
Por Pablo Simón
La Florida. Agosto 2012