El anuncio del ministro Longueira de trasladar la institucionalidad de CONICYT al Ministerio de Economía es un paso equivocado. Sin embargo, la posición actual de este organismo en el Ministerio de Educación no es mucho más privilegiada. Ha llegado la hora de darle a la producción científica un espacio relevante en la política nacional.
El ministro Longueira dio a conocer los pasos que el gobierno se encuentra adoptando con el fin de trasladar la institucionalidad de CONICYT al Ministerio de Economía desde el Ministerio de Educación. Tal anuncio generó un amplio rechazo desde diferentes gremios asociados al desarrollo de la ciencia en Chile, y hasta el Ministro de Educación salió a manifestar su desacuerdo con una medida de tales características. En general, la motivación de las críticas se centró en una oposición entre la asignación de recursos con una mirada de corto plazo asociada con una lógica de mercado, y una de largo plazo asociada con generar una institucionalidad propia para el desarrollo científico.
El anuncio de Longueira, asociado a un mandato del Presidente Piñera, no hace sino dejar en claro el limitado entendimiento que el gobierno de Chile posee actualmente en términos de la significancia del desarrollo científico. Pretender dejar la institucionalidad científica en el Ministerio de Economía con el fin de favorecer la inversión en investigación aplicada, desconoce el aporte de la ciencia básica como patrimonio nacional y como pieza fundamental de la innovación.
Pero tal desconocimiento no es del todo ingenuo y se alinea con la ideología del gobierno, puesto que al priorizar el financiamiento de ciencia aplicada, se incurre en una suerte de subsidio al sector empresarial, el cual se caracteriza por su bajísima inversión en investigación y desarrollo. Hacer ciencia aplicada implica dar respuestas a problemas contingentes, usualmente en materia productiva. La definición de tales preguntas se asocia con el escenario productivo actual y en muy baja medida se podría esperar un retorno público al no existir una política científica nacional sustantiva.
La política científica chilena se funda en financiar la investigación científica y en formar capital humano, sin embargo, no existe una definición estratégica de áreas prioritarias de investigación, ni una relación de cooperación visible y explícita entre la producción científica nacional y la elaboración de políticas públicas o el trabajo legislativo. El trabajo científico es un invitado clandestino en la formación de la nación, donde los tomadores de decisiones prefieren decidir a ciegas en lugar de ver sus convicciones políticas desafiadas por otras formas de conocimiento muchas veces más rigurosos. No quiero decir que las ciencias deberían definir las controversias políticas, pero sin duda deberían al menos jugar un rol explícito en ellas.
El derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, una extraña entelequia de la Constitución de 1980, se lo debemos en parte al trabajo del CONICYT, que por aquellos años aún conservaba el rol consultivo para el cual fue creado en 1967. La presentación del trabajo realizado en los años anteriores al Golpe de Estado de 1973, particularmente con miras a la Cumbre del Medio Ambiente Humano de Estocolmo en 1972, sirvió de base para el trabajo de diseño constitucional de la Comisión Ortúzar. Sin embargo, fue la misma dictadura la que posteriormente convirtió al CONICYT en un mero administrador de recursos con el DFL 33 de 1981, y ciertamente el desdén de los gobiernos siguientes perpetuaron esta figura.
Las propuestas que apuntan a la creación de un ministerio específico para la ciencia y la investigación hacen eco de una carencia concreta del país, un déficit que nos hace siempre estar parados sobre aguas turbulentas por la negativa a siquiera intentar definir las coordenadas de un mundo en común. Si bien un ministerio no sería la panacea ni la solución definitiva, sin duda se convertiría en un gran aporte en un momento en que el litio, las energía renovables, los organismos genéticamente modificados, el cambio climático o la contaminación extrema no hacen sino reventar las capacidades de un estado que pretende tomar decisiones a ciegas.
Por Leonardo Valenzuela