¡Incendio!

Miraba un documental sobre Frida Kahlo cuando sentí muchos golpes en la puerta de una casa de la cuadra

¡Incendio!

Autor: Wari

Miraba un documental sobre Frida Kahlo cuando sentí muchos golpes en la puerta de una casa de la cuadra. Pensé en cierta enemistad pasajera y seguí mirando a Frida molestando a Rivera, sutiles bromas de una niña enamorada de un panzón pintor consagradísimo. Los golpes no cesaban y salí a mirar. Unas casas más al sur por la vereda oriente se veían pequeñas y maléficas e indomables llamitas, chisporroteos de cables, humo de mal presagio. Hay unos vecinos tratando de traer agua. Yo corro hacia ellos y me detengo. ¿Qué puedo hacer si no tengo nada más que mis manos? Alguien grita: ¡Hay que llamar a Bomberos! “Eso hay que hacer”, me digo a mí mismo, y corro hacia la casa. Al llegar a la habitación donde está el aparato telefónico me doy cuenta que no tengo idea del número telefónico de Bomberos, chicos buenos. Salgo a la calle y veo que el fuego sigue aumentando y decido comenzar a despertar a los vecinos mientras alguien desde un celular ya ha contactado a Bomberos, chicos contactados y buenos. Los vecinos van saliendo a la calle y ven con pena y asombro cómo las llamas, semejando niños incontrolables, van subiendo al techo y desde allí desparramándose por el declive hacia el vacío. Veo a un vecino con su hijo sacar las herramientas de trabajo desde su casa. El vecino lo hace corriendo, su hijo ni trota, con paso cansino y una sonrisa imperturbable en el rostro, también, y a su modo, participa del acarreo de herramientas. Alguien pide a gritos: ¡Qué no entren más! ¡Qué no entren más! Otra voz grita desesperada en su teléfono móvil: ¡Se me quema mi casa! ¡Se me quema mi casita! Una vecina llora y yo la abrazo. El incendio avanza inexorablemente hacia su propiedad, y aún se ve la casa intacta, inocente y abierta. Se rumorea que a esa misma hora, cuatro de la mañana, hay otro gran incendio por Olivares. De allí el retraso de los carros de los Bomberos, chicos un poco atrasados, pero aún buenos. Calculo que desde el momento de la llamada a la llegada del primer carro pasaron entre veinte y veinticinco minutos. Y salvaron la casa de mi vecina. Se la jugaron los Bomberos, chicos eficientes y buenos. Arriesgados, incluso a uno le cayó una pared. Al principio no había agua en los grifos, etcétera, síndrome de país ya casi desarrollado, pero en un incendio. Antes de la llegada de Bomberos solamente había unos funcionarios de Carabineros que observaban el espectáculo con prudente distancia. Una funcionaria (“una funcionaria mujer” como dicen los periodistas de la tele) nos observaba con curiosidad antropológica, se acercaba y nos miraba, se acercaba más y nos miraba más. Repentinamente una vecina ha dado un enorme alarido: ¡Ay la viejita Nosecuantito, que vive solita, nadie le ha avisado del incendio! Alguien le sugiere a la funcionaria de Carabineros que se desplace hacia la viejita entre las cortinas de caos. Partió rauda la carabinera haciéndole señas a los “funcionarios hombres” del radiopatrullas. Éstos, a su vez, simulaban hacer algo útil, tal vez para no sentirse mal.

Cuando se incendia una casa de adobillo o adobe en un barrio antiguo de Santiago, como lo es el Barrio Yungay, hay una pérdida de patrimonio arquitectónico invaluable, por modesta que haya sido la construcción, o aún más, tal vez por eso era importante. Tal vez Frida me preparaba para ver la resignación en el rostro de los vecinos damnificados; trabajadores, un pequeño comerciante, personas de la tercera edad, etcétera. Hoy los veo deambular por el barrio, buscan dónde arrendar. Perdieron todos sus bienes. Pero están batallando, con la frente en alto. Siempre empezando de cero. Tal vez Frida me preparaba para ver esto.

Salgo a la calle y recuerdo con cariño a esas casas, la luz que proyectaban sus paredes en las tardes de verano.

Por Mauricio Redolés 

El Ciudadano Nº129, segunda quincena julio 2012


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