Luego de que a comienzos de año, el ministro Beyer le exigiera al Consejo de Rectores un informe sobre el “acortamiento de carreras” -que luego calificó como “decepcionante” pues en él se señalaba la complejidad de un asunto que no puede tomarse tan a la ligera- , ha resurgido el tema por la prensa en algunas opiniones provenientes principalmente de distintos decanos de facultades de ingenierías. A estas se le han sumado algunas consideraciones de las autoridades del Mineduc, en distintas instancias.
Si bien las opiniones expertas recomiendan prudencia, el ministro Beyer sigue con la idea de que las carreras universitarias chilenas sean más cortas, atribuyendo a su duración actual el elevado costo de la educación superior, siendo que este más bien se debe al modelo de financiamiento prevalente, que carga cerca del 80% en los bolsillos de las familias (1,6 billones de pesos) y que precariza absurdamente a las instituciones. Más aún, pretende que las instituciones procedan al acortamiento de inmediato y ha puesto este pie forzado para aquellas que intenten acceder a incentivos concursables del tipo convenios de desempeño; nada peor, pues lo más probable es que esta táctica funcione parcialmente, a la vez que distorsione aún más nuestro rudimentario “sistema”. Insiste en ello a pesar de las advertencias que ha recibido desde diversos sectores sobre lo dañino de tal cambio sin que previamente exista una sólida política de Estado que resguarde la pertinencia, la calidad y la equidad. En reciente carta a El Mercurio, el jefe de la DIVESUP, Juan José Ugarte, acusa que tales advertencias provendrían de una “visión inmovilista” y nos lleva a preguntamos, ¿hacia dónde se intentan mover a la educación superior? Da la impresión que, habiéndose tocado techo, se esté buscando el crecimiento de esta lucrativa industria comprimiendo los espacios que no dan para más (los pregrados que ya no resisten mayores ganancias) y ampliando aquellos donde se visualiza el nuevo gran negocio (los postgrados de toda índole donde tendrían que llegar en masa ¡los graduados de esas carreras más cortas!). El mundo desarrollado como gusta llamárselo, desde luego que no tolera este grado de desprotección, de desregulación, ni de abuso. En ese mundo los jóvenes llegan a la educación superior con los conocimientos necesarios (no los tiene que nivelar), conocen bien, ellos y sus familias, las reglas de juego y pueden continuar con estudios de postgrado sin transformarse en endeudados de por vida. En ese mundo también, se cuida y respeta a las valiosas instituciones que son las universidades públicas.
Por otro lado, opiniones como las del Decano de la Facultad de Ingeniería y Ciencias de la Universidad Adolfo Ibañez, señor Alejandro Jadresic, que trata de convencernos que el acortamiento de carreras es plausible en las condiciones actuales según la experiencia positiva de su Universidad, resultan perjudiciales para el debate público puesto que eluden la discusión apoyados en una “falacia de composición”, es decir, intenta imponer conclusiones verdaderas para el conjunto del sistema de educación superior basándose en una de sus partes. Ya existe una larga historia de argumentos aplastantes contra este tipo de razonamientos. No olvidemos que un grave problema en Chile es justamente la alta segmentación socioeconómica que se agudiza en la educación superior. En rigor, aquella Universidad no es representativa en las características de sus estudiantes en cuanto a su formación previa, su capital cultural y social, ni lo es por tanto en sus resultados de empleabilidad y niveles de remuneraciones de sus egresados. De este modo, no es posible concluir, desde la verosimilitud de una experiencia local, que el sistema en su totalidad está preparado para acortar las carreras de pregrado.
Ciertamente, resignificar la duración de carreras es una iniciativa que debe ser perseguida; pero como la experiencia internacional ha mostrado, el desarrollo y éxito de este proceso requiere, por una parte, de una política de Estado acabada que cuente con financiamiento adecuado -no a través de acciones locales que terminan siendo meras experiencias pilotos- y, por otra parte, el consenso de todos los actores participantes para modificar los ciclos formativos de acuerdo a otra lógica, que por ahora no ha sido formulada.
Por ejemplo, se debe consensuar si las carreras de ingenierías serán habilitantes al cuarto año o se hará, como en Estados Unidos, una prolongación de dos años de experiencia laboral después de la cual el profesional se encuentra habilitado para ejercer su profesión. O por ejemplo, se debe acordar cual será el marco regulatorio como se hizo en Europa a través de acuerdos y voluntades políticas para desarrollar el espacio europeo de educación superior. De este modo, las “carreras” europeas son más cortas, pero estas son solo una etapa del proceso formativo que consta además de magísteres y doctorados accesibles a todos en un marco de reglas claras.
En buenas cuentas, el problema de costos de la educación superior -del costo excesivo e insostenible para los bolsillos de los estudiantes que sólo aumentaría con el acortamiento- no se resuelve por este camino. La duración de las carreras debe ser revisado en un marco de cooperación entre el Mineduc y la diversidad de instituciones de educación superior atendiendo la estructura del proceso formativo, que incluye su relación con el postgrado y la formación continua.
!Dejémosnos de parchar un sistema tan deficiente y abordemos de una vez por todas los problemas de fondo¡ Se requiere una revisión profunda, un marco regulatorio fuerte, un financiamiento adecuado. ¡Movámosnos!, sí pero en la dirección correcta y necesaria, posible y urgente.
Francisco Durán
Pablo Jorquera
Roxana Pey
* Investigadores CENDA. Coautores del Informe de Financiamiento realizado para la CONFECH (2011) y del Estudio de Duración de carreras (2012) realizado para el CRUCH. RP es académica de la Universidad de Chile.