Zona de fumadores (o el quiebre de la Nueva Izquierda)

Cuando en 1999, el ex Presidente Ricardo Lagos pasó a la segunda vuelta para medirse con Joaquín Lavín, pronunció una frase que con el tiempo ha sufrido múltiples interpretaciones

Zona de fumadores (o el quiebre de la Nueva Izquierda)

Autor: Wari

Cuando en 1999, el ex Presidente Ricardo Lagos pasó a la segunda vuelta para medirse con Joaquín Lavín, pronunció una frase que con el tiempo ha sufrido múltiples interpretaciones. En esa ocasión, el candidato Lagos dijo “he escuchado la voz de la gente”. ¿A qué se refería? La respuesta estaba implícita en el contexto de la pregunta. La Concertación había llegado en 1999 a su tercera elección consecutiva, segura de ganarla al trote. Patricio Aylwin y Eduardo Frei habían obtenidos contundentes triunfos en 1989 y 1993, de modo que pocos en el oficialismo dudaban que un retador de la misma derecha desalojada poco antes del poder, pudiera representar alguna amenaza. El resultado de la primera vuelta del 99 demostró cuán equivocados estaban.

En esa elección presidencial “la gente” habló en las urnas, y por primera vez desde el retorno a la democracia, le dio a la derecha la posibilidad de ir a un balotaje. No sólo eso: también posicionaba a su candidato con reales posibilidades de lograr el objetivo de convertirse en el primer gobierno democrático de derecha, después de Jorge Alessandri en 1958.

La frase de Ricardo Lagos era (es) mucho más que el fruto de la creatividad política de algún asesor iluminado, es la constatación de una verdad: tras la algarabía del plebiscito de 1988, la clase política vencedora negoció con el poder saliente una suerte de paz condicionada, y de paso, dejó de escuchar a “la gente”. Era lógico. Durante largos años de exilio y marginación, ellos habían esperado con ansías el momento de cruzar las puertas de La Moneda para tomar decisiones y, en gran medida, para gozar de los privilegios del poder. Ahora, “la gente” sobraba. Podía esperar.

Existe un ejemplo que grafica muy bien esa despersonalización llevada a cabo por los vencedores: lo que antes sirvió para un objetivo, ahora se convertía en fuego amigo. Y ese peligro es el que se desarticuló en los primeros años de retorno democrático. En efecto, desde La Moneda se dispusieron fondos para comprar diarios y revistas que durante la dictadura cumplieron el propósito de restaurar la democracia. Dichos medios, entre ellos la revista Análisis, pasaron a dormir el sueño de los justos en los estantes del Ministerio del Interior. Haberlos dejado circular en plena democracia, era incierto y arriesgado. Nadie quiso asumir esa incertidumbre, y sólo se pensó en aplacar los riesgos de saberse escrutados. Algo similar ocurrió en materia de desmovilización social y sindical, donde antiguos líderes fueron designados en puestos de menor influencia.

La misma suerte corrió “la gente”. Durante la llamada “transición a la democracia”, en la época de Aylwin, se introdujeron falacias comunicacionales tan aberrantes y brutales como “justicia en la medida de lo posible”. Cómo olvidar la frase de Eugenio Tironi sobre estrategia comunicacional de gobierno: “La mejor política comunicacional, es la que no se tiene”. Ello denota una clara tendencia política hacia el no enfrentamiento de los problemas que la épica del plebiscito del 5 de octubre prometió sellar con alegría.

La misma Concertación de 1999, que diez años antes había conquistado el poder, y que ahora se veía amenazada de perderlo, lo había hecho en complicidad con “la gente”, con la prensa opositora. La intención de Lagos no era mala. Es más: era necesaria. Sólo que se quedó en lo discursivo. No era malo escuchar de nuevo a “la gente”, porque, como era de suponer, esa “gente” tenía mucho que decir. Sin embargo, a esas alturas, hablar de “gente” en vez de “pueblo”, resultaba más conveniente, era menos marxista, menos revolucionario, menos conflictivo, más conciliador. Y “la gente” tuvo que esperar otro poco. Y otro más.

Desde antes de 1999, “la gente” –el pueblo–, ya venía pidiéndole auxilio a la Concertación. Eran gritos desesperados que casi nadie escuchó. Ya el mercado se había instalado como eje rector de la sociedad civil, y el miedo a las armas de fuego había sido reemplazado por el miedo a perderlo todo, a manos del consumismo obligado. Ya la promesa de instalar en Chile un estado de bienestar, similar al que deslumbró a los vencedores en el exilio, había sido reemplazada por el estado de indefensión en que quedó el pueblo, tras la consolidación del modelo económico de la dictadura, validado por la nueva democracia. Ya nadie confiaba en la política, en los políticos; ella y ellos le hicieron suficientes desaires a “la gente” como desconfiar de ambos.

Cuando en 2011 “la gente” salió a las calles en forma de movimiento social, los políticos –esta vez de todos lados– no tuvieron más que constatar que necesitaban una urgente visita al otorrino, y unos cuantos, al oftalmólogo. Para variar, nadie escuchaba las demandas sociales; otros sólo veían “desmanes” por televisión. Nadie entendía lo que estaba ocurriendo en sus narices. La propia Concertación, confiada sólo en el retorno de su única figura con posibilidades de ganar la presidencial de 2013, y ahora difuminada en una oposición desorientada, hasta hoy parece no haber aprendido la lección de Lagos.

¿Qué hacer para superar esta dictadura constitucional?, ¿qué hacer para recuperar la soberanía popular que en 1988 derrotó a Pinochet?

La oposición a Piñera quiere recuperar el poder, pero aún no tiene claro qué hacer con él, ni hacía dónde dirigir el timón de la nave. ¿La razón? En 1988 la entonces Concertación estaba constituida por 17 partidos políticos, ello daba cuenta de un nivel de legitimidad y representatividad superlativo. Una vez en el poder, la coalición se redujo a cuatro partidos, y lo que es peor, el número y legitimidad de sus dirigentes, devino en un club privado de amigos. A aquella caravana no sólo se le acabó el combustible, también fue dejando sus pasajeros a la deriva. Y éstos no tuvieron más que continuar a pie.

¿Cómo salir de la letanía, de la inacción? Lagos ya lo dijo una vez: hay que escuchar a la gente. También lo hizo el diputado ex socialista Sergio Aguiló, cuando en un documento alerta a sus compañeros sobre el desvío de las bases programáticas de la Concertación, criticando la adopción y validación que ésta hace del modelo neoliberal, alejada de su promesa electoral. Hito que inaugura la dialéctica entre autocomplacientes y autoflagelantes, y que con los años tendrá consecuencias políticas: la derrota de Eduardo Frei en 2010.

El pueblo es el capital social de la política, y sin él es imposible construir algún proyecto nacional. Chile necesita salir del estado de indefensión en el que ha sido sumido por un modelo que no tiene más sustento que su afán desmedido de riqueza. El país no requiere más riqueza, necesita que la riqueza se distribuya. Y la educación es una muy buena fórmula para garantizar la distribución.

La pregunta es si acaso la actual oposición –en medio de la cual subsiste la Concertación– tendrá capacidad para liderar –como hizo la amplia Concertación para derrotar a Pinochet– un proceso de cambio de un modelo que sólo produce desesperanza e injusticia. Una Asamblea Constituyente, en la que participen actores tan importantes como lo que han liderado los movimientos sociales recientes –al parecer– es una alternativa viable, pues, considerando la pleitesía transversal que se le rinde al statu quo, es muy difícil que Chile se encamine hacia la paz social.

Lagos ya lo dijo una vez, cuando estuvo a punto de ser derrotado. ¿Por qué entonces ahora no habría que escuchar a la gente? Si la política, en la forma que la conocemos hoy, no representa a la ciudadanía, entonces la gente tiene que crear un modo de representación más legítimo, como una Asamblea Constituyente.

El propio ex senador socialista Carlos Ominami se lo plantea por estos días a Camilo Escalona en una carta pública, interpelándolo a no seguir obcecado en una postura más bien conservadora en materia constitucional. El tema de una Asamblea Constituyente tendría tanta densidad política, que históricos del PS han manifestado su molestia con el líder de la Nueva Izquierda, luego de sus declaraciones en tono irónico contra los impulsores de la idea. “No nos pongamos a fumar opio”, dijo Escalona.

El presidente del Senado piensa que quienes están por una Asamblea Constituyente, lo hacen desde la perspectiva de una crisis institucional inexistente. No sólo eso, el senador sostiene que también estarían permitiendo que la derecha les siga ganando cupos parlamentarios, lo que limita la posibilidad real de hacer cambios constitucionales.

Y la historia sigue… Las palabras de Camilo Escalona, esta vez, no habrían encontrado tierra fértil al interior de la Nueva Izquierda, tendencia que él lidera en el PS. El golpe de timón de algunos históricos, se rige por una sola palabra: consenso. Connotados barones del PS no están de acuerdo con la actitud de Escalona de no considerar la vía de una Asamblea Constituyente. “En estos momentos hay una crisis en la Nueva Izquierda”, asegura una fuente en el PS.

Crisis que se manifiesta en el apoyo explícito que se le da a la reelección del diputado Osvaldo Andrade como presidente del partido, cuestión que pone en tela de juicio el real liderazgo del senador Escalona, así como la influencia del grupo Pocuro.

Los socialistas hablan de consenso. No quieren que Camilo Escalona hegemonice el retorno de Bachelet, y que se repita su influencia sin contrapeso en un eventual segundo gobierno de la Secretaria de ONU-Mujeres. A tal punto apuestan por el consenso, que se sostiene que si Bachelet no plantea una izquierdización de su gobierno, en el sentido de marcar diferencias ostensibles con su primera administración, no le encuentran mucho sentido a apoyarla.

¿Qué será mejor por días, fumar o no fumar? Ominami –un autocomplaciente en su momento, miembro de la Comisión Política del PS, ministro de Economía de Aylwin– y unos cuantos más, estarían eligiendo Zona de Fumadores, mientras que el presidente del Senado preferiría quedarse en Zona de No Fumadores, aunque, al final del día, se quede solo. Muy solo. Sin su Nueva Izquierda.

Por Patricio Araya


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