Pinochet y el cuento de hadas del milagro económico chileno

A Pinochet le acreditaron el milagro de Chile, un exitoso experimento de mercados libres, privatización, desregulación y la expansión económica cuyas semillas de liberalismo se dispersaron desde Valparaíso a Virginia


Autor: Mauricio Becerra

A Pinochet le acreditaron el milagro de Chile, un exitoso experimento de mercados libres, privatización, desregulación y la expansión económica cuyas semillas de liberalismo se dispersaron desde Valparaíso a Virginia. Pero la calabaza de Cenicienta realmente no se transformó en un elegante carruaje. El milagro de Chile, era también un cuento de hadas. La creencia de que el general Pinochet había iniciado un generador de energía económica no era más que una de esos discursos que se basan enteramente en su propia repetición.

Chile podía jactarse de un cierto éxito económico. Pero ése era el trabajo del Salvador Allende, quién salvó a su nación, milagrosamente, una década después de su muerte.

En 1973, en el año en que el general Pinochet tomó brutalmente el gobierno, el índice de desempleo de Chile era 4.3%. En 1983, después de diez años de modernización y libre-mercado, el desempleo alcanzó el 22%. Los salarios verdaderos declinaron por el 40% bajo el mandato militar.

En 1970, el 20% de la población de Chile vivían en la pobreza. Antes de 1990, el año en que el «presidente» Pinochet dejo la oficina, el número de indigentes se había duplicado hasta el 40%. Todo un milagro.

Pinochet, él solo, no destruyó la economía de Chile. Eso fue producto de nueve años de duro trabajo de las mentes académicas más brillantes del mundo, una manada de aprendices de Milton Friedman, los Chicago Boys. Bajo el encanto de sus teorías, el general suprimió el salario mínimo, proscribió el derecho de negociación de los sindicatos, privatizó el sistema de pensión, suprimió todos los impuestos sobre riqueza e ingresos de los negocios, recortó el empleo público, privatizó 212 industrias del Estado y 66 bancos, y logró un exceso fiscal.

Liberado del peso muerto de la burocracia, impuestos y sindicatos, el país dio un salto gigante hacia … la bancarrota y la depresión. Después de nueve años de economía al estilo Chicago, la industria de Chile hizo agua y murió.

En 1982 y 1983, el PIB cayó 19%. El experimento de libre-mercado había terminado, y los tubos de ensayo se habían roto. La sangre y el vidrio habían ensuciado el piso del laboratorio. Todavía, con una notable audacia, los científicos locos de Chicago declararon que el experimento había sido un éxito.

En EEUU, el Departamento de Estado del presidente Ronald Reagan publicó un informe que concluía, «Chile es un ejemplo para un manual en manejos administrativos sanos». Milton Friedman acuñó la frase, «el milagro de Chile». El compañero de Friedman, el economista Art Laffer, afirmó que el Chile de Pinochet era «un ejemplo de vitrina de lo qué la economía de mercado puede lograr».

Ciertamente que sí lo era. Más exactamente, Chile era un ejemplo de una desregulación enloquecida. Los Chicago Boys convencieron a la junta militar de que si quitaba las restricciones a los bancos de la nación podrías atraer capital extranjero para financiar una expansión industrial. Pinochet vendió los bancos del Estado –con un descuento del 40% del valor contable– y éstos cayeron rápidamente en las manos de dos imperios controlados por los especuladores Javier Vial y Manuel Cruzat. Usando sus nuevas adquisiciones, Vial y Cruzat redirigieron fondos de sus bancos para comprar fábricas –para después apalancarlas con préstamos de inversionistas extranjeros sedientos de conseguir un pedazo de las dádivas del Estado–. Las reservas de los banco se llenaron con pagarés falsos de empresas inter-conectadas. Y Pinochet dejó que siguieran los buenos tiempos para los especuladores. Le persuadieron que los gobiernos no deberían obstaculizar la lógica del mercado.

Para 1982, el juego de la pirámide financiera se había terminado. Los grupos de Vial y Cruzat no pagaron. La industria se paralizó, las pensiones privadas se quedaron sin valor, la moneda desfalleció. Las protestas y las huelgas de una población demasiado hambrienta y desesperada como para temerle a las balas forzaron a Pinochet a invertir curso. Quitó a sus queridos experimentales de Chicago. Renuente, el general restauró el salario mínimo y el derecho de negociación de los sindicatos.

Pinochet, quien había diezmado previamente las filas del gobierno, autorizó un programa para crear 500.000 empleos. Es decir Chile fue sacado de la depresión con los viejos remedios Keynesianos, Franklin Roosevelt al 100%, Reagan/Thatcher al 0%. Las tácticas del «New Deal» (nuevo pacto) rescataron a Chile del pánico de 1983, pero la recuperación a largo plazo y el crecimiento de la nación es desde entonces el resultado –¡tápenle los oídos a los niños!– con una dosis grande de socialismo.

Para salvar el sistema de la pensión de la nación, Pinochet nacionalizó los bancos y la industria en una escala nunca imaginada por el comunista de Allende. El general expropió a placer, ofreciendo poco o nada de remuneración. Aunque la mayoría de estos negocios fueron re-privatizados eventualmente. El estado conservó la propiedad de una industria: cobre.

Por casi un siglo, el cobre y Chile han sido sinónimos. La experta en metales de la Universidad de Montana, Janet Finn, dice que «es absurdo describir a una nación como un milagro de la empresa libre cuando el motor de la economía permanece en manos del gobierno». El cobre ha proporcionado del 30% al 70% de las ganancias de exportación de la nación. Ésta es la moneda fuerte que ha construido al Chile de hoy; los ingresos de las minas de Anaconda y de Kennecott expropiadas en 1973 – regalo póstumo de Allende a su nación.

El negocio agrícola es la segunda locomotora del desarrollo económico de Chile. Esto también es una herencia de los años de Allende. Según el profesor Arturo Vásquez de la universidad de Georgetown de Washington DC, la reforma de la propiedad de la tierra de Allende, la desintegración de los estados feudales –que Pinochet no pudo revertir completamente–, creó una nueva clase de empresarios agrícolas productivos que, junto con los operadores corporativos y cooperativos, lograron un flujo de ganancias por la exportación comparables con las del cobre. «Para tener un milagro económico,» dice el Dr. Vásquez, «quizá se necesita primero un gobierno socialista a quien confiar una reforma agraria».

Así que ahí lo tenemos: Keynes y Marx, no Friedman, salvaron a Chile.

Pero el mito del milagro del libre-mercado persiste porque sirve una función casi-religiosa. Dentro de la fe de los reaganautas y de los thatcheritos, Chile proporciona la fábula necesaria del génesis, el Edén de donde se creo el ilustre dogma del liberalismo.

En 1998, la pandilla de los cuatro de las finanzas internacionales –el Banco Mundial (World Bank), el FMI, el Banco de Desarrollo Inter-Americano (Inter-American Development Bank) y el Banco Internacional para la Conciliación (International Bank for Settlements)– ofrecieron una línea de $41.5 mil millones del crédito a Brasil. Pero antes de que las agencias le dieran un salvavidas a la nación que se ahogaba, exigieron que Brasil se tragara la medicina económica que casi mató a Chile.

Usted conoce la lista: las privatizaciones de venta de emergencia, los mercados de trabajo flexibles (es decir, la demolición de los sindicatos) y la reducción del déficit a través de cortes salvajes en los servicios de gobierno y de seguridad social.

En Sao Paulo se le aseguró al público que estas crueles medidas beneficiarían en última instancia al brasileño medio. Lo que parecía colonialismo financiero fue vendido como la panacea probada en Chile con resultados milagrosos.

Pero ese milagro era en realidad un engaño, un fraude, un cuento de hadas en el que nadie vivió felizmente para siempre.

Greg Palast
www.gregpalast.com

Traducción:  Jorge Lopez Gallardo


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