Quiérase o no reconocer, los conglomerados urbanos latinoamericanos suelen presentarse como estructuras dominadoras. Como tal, fomentan las desigualdades de todo tipo; las polis republicanas de los diversos países de América del Sur se han planteado, a través de los siglos XIX y XX, en términos del pensamiento eurocéntrico, primero, americano del norte, después. Cambios acelerados, acumulación de recursos, dirigencia de las elites intelectuales y políticas han apostado de manera ciega a la instalación de sucesivas asimetrías y verticalidades. El individualismo excluyente y la operacionalidad pragmática se han convertido, en el transcurso de 200 años, en el ideal “civilizatorio”. Roger Bastide lo expresó así: “La independencia como la colonización son manejadas por una elite minoritaria occidentalizada por completo y cuyos ideales de ‘desarrollo económico y social’ no significan otra cosa que la interiorización de los valores europeos”. La ciudadanía de las nacientes repúblicas incorporó estos principios como base de los proyectos socio-culturales, políticos y económicos.
Por el contrario, vinculados de una forma otra a como lo ha hecho la visión funcional y dominante, los grupos populares de raíz indígena, campesina y aun mestiza muestran una forma de vida donde los estilos con-vivenciales constituyen todavía aspectos centrales de un ethos amablemente intenso. Barbarizados por la historia y por la minorías de poder, no obstante, esta sensibilidad amorosa ―que afirma la vida en un sentido comunitario― perdura como dinámica de pertenencia a un ámbito vinculante y mayor. En éste, la naturaleza y particularmente la tierra no es fuente de poder económico ni motivo del cálculo racional y predatorio. Cada persona y los componentes del entorno se vuelven un referente para la construcción de un cuerpo colectivo, de una concordancia comunitaria que reclama el predominio de los actos de vida en proximidad inclusiva con la tierra. Este aspecto cultural ha instalado en el centro de ellas una cosmovisión agrocéntrica y ritual. En efecto, uno de los rasgos culturales de mayor fuerza de los pueblos originarios está en la manera cómo la tierra, en su fertilización y fecundidad, nutre y articula las existencias históricas y prácticas simbólicas de las comunidades. Tal condición representa el aspecto fundamental de la unidad social de éstas.
La convivencia supone la colaboración, el apoyo mutuo y desinteresado; articula, en efecto, un lenguaje de vínculos, de relación plural y participativa. Se trata, según las ideas de H. Maturana, de un tejido de conexiones inclusivas y amorosas: “Si usted me pregunta cómo se aprende a amar, la respuesta es en el vivir las acciones que constituyen al otro como un legítimo otro en la convivencia”. En este aprender a amar de los sectores indígenas y campesinos, la tierra y la naturaleza entera se expresan como fuente de espiritualidad que encierra el poder creador y sustentador de la vida. Este marco de sensibilidad ―pre-moderna, para los (neo)liberales pragmáticos― no deja espacio para que la persona ejerza dominio exclusivo de intereses individuales. La naturaleza no se percibe en este contexto con-vivencial como un conjunto de materiales disponibles para los propósitos personales. Por el contrario, aparece como el ámbito propicio para generar, cuidar, alimentar e iluminar la vida comunitaria.
El programa republicano de los países en América del Sur impuso progresivamente la dinámica del capitalismo mercantil con nuevas relaciones sociales de clases. Creencias, formas y visiones ancestrales de la vida fueron negadas por la mentalidad de las elites políticas. La apuesta por las interpretaciones modernizadoras involucró un radical intento de mutación cultural de la socio y cosmovisión de base no dominante. No obstante, hasta hoy, sean posiblemente aquellos rasgos las dimensiones de mayor relevancia que define el propio ser e identidad cultural de América Latina.
Se puede afirmar entonces que, esta suerte de contraposición de visiones que sin duda permanece entre la racionalidad ilustrada, productiva, individualista y tecno-liberal del poder oficial y la necesidad de colectivizar la vida y su cuidado amoroso-comunitario que hacen de ésta los amplios sectores populares, recorre un camino más de tensiones que de armonías. Los estereotipos de las narraciones nacionales construidas por las elites letradas, políticas dirigentes, económicas y empresariales dificultan (así lo han hecho históricamente) el diálogo con la alteridad y su legítimo reconocimiento. Es más, se han empeñado hostilmente en borrar la relación de pertenencia que la cultura latinoamericana tiene respecto de un modo de vida catalogado como no civilizatorio, antiproductivo, antimoderno.
En el interior del tiempo histórico de la “nación independiente” operaron estrategias y figuras para evaluar los conglomerados subalternos, indígenas, mestizos y campesinos, en cuanto sujetos que debían obligatoriamente hacerse cargo de los principios occidentales-base de las construcciones Independencia, República, Nación, y para definir tanto los contenidos como los procedimientos discursivos y de representación que debían recibir en su condición de población no ilustrada. Se trató, por ende, de una parte fundamental del aparato que fijó la serie de acciones con las cuales intervino la representación hegemónica. En palabras de Roger Bastide: “La Independencia y la República no son sino organizaciones verbales, en forma de leyes, que rigen el vacío. Aquí ya no se trata de que únicamente el nacionalismo sea un mito; sucede que la nación misma posee una realidad mítica”. Este fenómeno, en cuanto forma de control e intento de transformación de los sistemas de creencias de los grupos subalternos, ya era reconocido, a mediados del siglo XIX, por Edmond Smith: “Es curioso que los indios guarden un cariño por los españoles que no lo tienen por los chilenos […]. Bajo la República […] los indios son tratados con un desprecio apenas disimulado, y ellos no dejan de sentir la diferencia”.
Sucede, empero, lo que históricamente ha estado implícito en las prácticas culturales hegemónicas: la lucha por la imposición de una ansiada “supra-cultura”. Así, los objetos de este pretendido saber pasan a convertirse en absolutos (entre los cuales está el idioma, la filosofía, la religión, los sistemas políticos, económicos, educacionales, sociales, etc.). En su “superioridad”, este proyecto, en el decir de A. Colombres, niega el carácter de cultural a cualquier contenido que difiera de él. Puntualmente, ante la cultura popular el proyecto oficial de las dirigencias ha marginado sus fundamentos: “Sus creencias son supersticiones, sus ceremonias fetichismos, su arte artesanía. Sus tradiciones orales, aunque se escriban y publiquen, no pueden invadir el ámbito sagrado de la literatura. Su ciencia, cuando no es magia, es una opinión no especializada, deleznable, que vive en los campos y las calles pero no en los ‘templos del conocimiento’ (institutos, universidades, academias)”.
Es evidente, en consecuencia, el carácter estratégico de las prácticas culturales de las elites para desarrollar con énfasis una serie de mecanismos discursivos y de representación dirigidos a sobrepasar y relegar a una situación de no oficial los motivos de vida, las creencias y costumbres de grupos considerados como “desviados” de la “correcta cultura”. Lo que este proceso histórico revela no es sino la instalación de un repertorio y de relaciones asimétricas entre grupos sociales. Se trata de una maniobra cultural que ha neutralizado horizontes simbólicos de sentido, excluyéndolos porque no les resultan útiles a la instrumentalidad de los intereses dirigenciales. Se trata, en fin, de la producción regida desde los discursos de elites y cuyo propósito estratégico es la configuración monopólica y unidireccional de sistemas o códigos de representación normalizados (sociales, políticos, económicos, etc.). Ha sido este espacio el asociado al “orden”, a las “virtudes” del hombre autoritario y a la “civilización”.
De lo anterior, América del Sur muestra, en 300 años de colonización peninsular y en los bicentenarios de regímenes republicanos, saberes y programas políticos, económicos y religiosos instalados por las elites, inspirados y evaluados por el ideal de occidente. Sus líneas de acción se han empeñado por instituir, inicialmente, y mantener, después, despliegues estratégicos dirigidos a borrar la sensibilidad comunitaria de las mayorías populares, y en especial de los pueblos originarios. Discursos y representaciones oficiales no han cesado de reducirla racionalmente, según el imaginario e ideario hegemónico de perfección androcéntrica y blanca. Dejada a una suerte de estigma cultural, la matriz vernáculo-ancestral y vitalista que propicia el cuerpo colectivo, ha sido marginada por un modelo de reproducción cultural que fundamenta básicamente al individuo poderoso y autosuficiente: “Vivimos una cultura que habla del amor pero lo niega en la acción. Esta es la cultura patriarcal europea u occidental a la que pertenecemos […]. La cultura patriarcal destruye o subyuga a las culturas matrísticas, y cuando las subyuga, lo matrístico queda relegado a la relación materno-infantil, mientras que lo patriarcal se desenvuelve en la vida adulta, en el mundo del patriarca”.
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Este artículo fue escrito en el marco del proyecto FONDECYT, código 1085056, “El amor como vida del mundo en las culturas populares, siglos XIX y XX”.
Bastide, R. (1973). El prójimo y el extraño. El encuentro de las civilizaciones. Buenos Aires: Amorrortu, p. 245.
Maturana, H. (1990). El sentido de lo humano. Santiago de Chile: J.C. Sáez Editor, p.44.
Larraín, J. (2001). Identidad chilena. Santiago de Chile: LOM, p.173.
Bastide, R. (1973). El prójimo y el extraño. El encuentro de las civilizaciones. Buenos Aires: Amorrortu, p. 307.
Smith, E. (1914). Los araucanos, o, notas sobre una gira efectuada entre las tribus indígenas de Chile meridional. Traducción de Ricardo Latchman. Santiago de Chile: Universitaria, p. 162.
Colombres, A. (2007). Sobre la cultura y el arte popular. Buenos Aires: Ediciones del Sol S.R.L., p. 21.
Maturana, H. (2008). El sentido de lo humano. Santiago de Chile: J.C. Sáez Editor, p. 53.
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Dr. Jorge Rueda C.
Académico Facultad de Humanidades, Universidad de Santiago de Chile