Conocí a Cristina en la vieja Cárcel de Valparaíso el año 74 o 75 del siglo pesado. Yo estaba allí “precioso” (preso para la platea), por dármela de revolucionario después del 11 de septiembre del 73. Ella era la compañera o polola de un tipo muy simpático que había caído preso también en esos años. Él era conocido (y es conocido hasta ahora) con dos sobrenombres, a saber: “La Abuela” y “Luckas”. La Abuela o Luckas debe haber tenido unos veinte años. Cristina, quien iba a la cárcel a la hora de visita a ver a su amor “en Canadá” (“en Cana”, para la platea), debe haber tenido unos 16 años. Años después nos encontramos en Londres. De hecho, Luckas fue, junto a Robert Thugord (un guitarrista inglés seco) los dos primeros incautos que recluté para mi primigenio proyecto musical llamado “La Proyectora del Zar”, y que luego redujo su nombre a “La Proyectora” a secas.
Pasaron 38 años desde aquel lejano 1974, y hace una semana me llamó Luckas y me preguntó: ¿Sabes de lo que se acordó Cristina? Ante mi negativa Luckas me contó que Cristina tenía en su memoria un pedacito de la memoria acústica de aquellos años. Ocurría que cuando Gendarmería de Chile nos dejaba sin visita, las compañeras o pololas o novias. Las esposas y amantes (que a veces se conocían en las puertas del recinto). Las madres e hijas, las hermanas y tías y primas y vecinas, se iban a instalar al cementerio que está frente a la cárcel y desde allí a unas cuantas decenas de metros nos gritaban: “¿Cómo estaaaaaaaan?”, y los hombres presos respondíamos a gritos desde nuestras celdas: “Bieeeeen, ¿y ustedeeeees? Y así. De pronto alguien iba a buscar a otro porque su woman estaba gritando desde el cementerio a la cárcel, pero ese otro no estaba y alguien corría por la tercera galería gritando “¡Oye hueón tu mujer está llamándote!, ¡Súbete a mi camarote!”, etc, etc.
Este regalo de Cristina a Luckas, y que éste hiciera extensivo a mi, destapó a su vez en mi memoria otro paisaje sonoro. El de los presos políticos en la noche porteña de los setenta. Cuando Gendarmería nos cortaba la luz demasiado temprano se escuchaba una voz que gritaba: “¡Eeeese flujo de electrones para los mejores hijos del proletariado, cabo de galeríaaaaaaa!”. O cuando un narco pasaba por los pasillos a ducharse todo bacán cuando todos estábamos encerrados y él podía mediante utn billete arrugado contar con esa prebenda, se escuchaba la potente voz del “Pelao” Goicovic que interpelaba al narco con la pregunta “¿cómo lo hace doctor?” Jamás recibió el “Pelao” Goicovic respuesta alguna. Otros simulábamos las voces de los Cartwright, la familia detrás de la serie del Lejano Oeste conocida como Bonanza y que aún aparece en el cable de vez en cuando. Yo sostenía un duelo personal con el doctor Rubio y de celda a celda nos gritábamos: “Le mataré Ben Carwtright, se lo huro (juro, pero con la h aspirada del doblaje de voz centroamericano). Desde una lejana celda el otro respondía: “¡Le espero en el cañón!”. Otras veces el “Guapo” Rivera cantaba un tango y “Clarito” Araya lo acompañaba con su acordeón, Vidal con la guitarra, y Pablo Aguirre con su trompeta. El malevaje de la segunda galería trataba, a su modo, de intervenir nuestro paisaje sonoro y retrucaban desde un punto de vista ligeramente distinto: “¡Esos engrupíos de la tercera galería échenselo al culo!”. Gritar en la oscuridad, gritarnos con las mujeres a /desde el cementerio nos dejaba menos locos y oxigenados por un buen rato.
¡Gracias Cristina!
Por Mauricio Redolés
El Ciudadano Nº132, primera quincena septiembre 2012