La situación de los derechos humanos en Chile está cruzada, principalmente, por dos variables que se implican entre sí: el neoliberalismo y la transición pactada. Su efecto ha sido la impunidad de los violadores de derechos humanos durante la dictadura y de las élites económicas y políticas que le han sucedido.
El neoliberalismo, cuya concepción del ser humano lo delimita a la generación de ingresos monetarios, exacerba el individualismo, el afán de ganancia y posesión, atentando así contra la integridad del planeta y de la humanidad al desatar la codicia, la corrupción, la violencia y, al generalizarse en los grupos sociales, destruye el espíritu de solidaridad.
En este marco, el cambio de régimen pactado a espaldas del pueblo entre los dirigentes de la Concertación de Partidos por la Democracia, el alto mando de las Fuerzas Armadas y el gran empresariado bajo la tutela del imperialismo norteamericano, estableció la mantención de la Constitución de 1980, la continuidad de la política económica neoliberal y la impunidad de Pinochet. Todo esto acompañado de la desarticulación del tejido social y la represión hacia los sectores críticos del sistema y que van adquiriendo dicho estatus en forma directamente proporcional a la creciente desigualdad. En consecuencia, los conflictos de derechos humanos se pueden comprender dentro de esta lógica.
Uno de los problemas más acuciantes es la criminalización de la causa del pueblo mapuche. Es éste un conflicto histórico, que radica en el derecho de ese pueblo a constituirse en nación autónoma, lo que conlleva la devolución de sus tierras arrebatadas por el Estado de Chile desde mediados del siglo XIX. Ello se incrementó con la dictadura militar-empresarial (1973-1980), que destruyó los espacios alcanzados a través de la Reforma Agraria y el proceso de devolución de tierras iniciado por el Presidente Dr. Salvador Allende y que, tras el golpe de Estado de 1973, fueron traspasados a empresas forestales, antiguos colonos y terratenientes y empresas mineras y eléctricas.
La defensa del pueblo mapuche ha significado decenas de asesinatos realizados por Carabineros de Chile, Policía de Investigaciones y latifundistas. El último hito ha sido el asesinato por la espalda del comunero Camilo Catrillanca (noviembre, 2018). En un primer momento, las autoridades acusaron un enfrentamiento. No obstante, se comprobó que el comunero iba de paso, desarmado y recibió un tiro en la nuca. A esto se sumó la detención previa del dirigente mapuche Héctor Llaitul en la llamada “Operación Huracán”, que resultó ser un procedimiento falso de Carabineros, lo que ha tenido como efecto la expulsión y detención de un elevado número de oficiales de la institución, acusados de falsificación de instrumentos públicos y obstrucción a la investigación, lo que ha permitido poner en duda la veracidad de anteriores acusaciones de “delitos terroristas” por parte de grupos mapuche. Simultáneamente, se hizo pública la detección de uno de los mayores fraudes al erario nacional, encontrándose implicadas las máximas autoridades institucionales de Carabineros, lo que obligó al Gobierno al cambio total del generalato acusado de corrupción. El hilo se ha extendido hasta la complicidad de fiscales y ministros de cortes y de Estado, a lo que se ha agregado el descabezamiento del alto mando del Ejército, y oscuros negociados de la Armada y de la Fuerza Aérea.
Se ha demostrado, nuevamente, que los encargados de la defensa de la soberanía nacional y del orden público son desvergonzados rateros. Así se ha puesto fin al “Plan Impulso Araucanía” llevado adelante por el antiguo dirigente máximo de los empresarios y actual ministro de Desarrollo Social, que buscaba el “abuenamiento” del gran empresariado afincado en territorio mapuche para así “pacificar” la región al dividir a los mapuche entre “buenos” y “malos” para facilitar sus inversiones y negocios.
Un segundo problema de derechos humanos es el relativo a las políticas migratorias. Estas se han caracterizado por la búsqueda de “migrantes útiles” al sistema económico, porque el Gobierno ha decidido endurecer las fronteras para frenar la migración desde países pobres. Aunque sin atribuciones para ello, el Gobierno ha expulsado a quienes “no participan del proceso de regularización migratoria”. Es así como ha sido instaurado el Plan de Retorno Humanitario y que no es otra cosa sino la extradición de haitianos, con la prohibición de reingreso por el lapso de nueve años. Los migrantes desearían quedarse en Chile, pero la mayoría se ha visto afectada por la discriminación racial, el desconocimiento del idioma y el excesivo abuso laboral. Al mismo tiempo, los venezolanos que han llegado a Chile son catalogados como refugiados políticos y tienen visa renovable en forma automática tras un año en el país.
Un tercer problema de derechos humanos radica en la crisis de agua: el artículo 5 del Código de Aguas establece que es un bien nacional y público. Y el artículo 6, otorga su propiedad a particulares.
La mayor cantidad de agua es utilizada por las empresas mineras, que explotan 5,5 millones de toneladas de cobre fino. Para una tonelada de cobre fino se requieren 100 m3 de agua, que corresponde a la cantidad que utiliza una persona durante un año. Las comunidades agrícolas, ganaderas y muchas poblaciones carecen de agua y/o se ven afectadas por aguas contaminadas. Sus reclamos son reprimidos o desatendidos, lo que está obligando al éxodo hacia los cordones habitacionales de las grandes ciudades.
En cuanto a la política internacional del Gobierno de Chile: ha sido de una profunda ausencia de visiones política e histórica, como ha sido la abierta decisión de transgresiones y de término del Convenio 169 de la OIT, para así facilitar los territorios de los pueblos originarios y los santuarios de la naturaleza a las corporaciones transnacionales. A lo anterior se suma el Tratado Integral de Asociación Transpacífico (TPP11) promovido por el gobierno de Chile tras el retiro de Trump, y que había sido revisado sólo por la comisión de relaciones exteriores del Senado, sin consideración de los ámbitos de salud, medioambiente, agricultura y, menos aún, por la ciudadanía. En el mes de junio del año en curso, el Senado retomaría la discusión.
La torpeza de la política exterior de derechos humanos se ha mostrado también en la solicitud al gobierno francés de la extradición de Palma Salamanca, acusado de la ejecución de Jaime Guzmán, principal asesor de Pinochet. Desde Francia, Piñera recibió un portazo, dado que en ese país las normas jurídicas las aplica la Oficina de Protección a los Refugiados y Apátridas y no el gobierno. A diferencia de la justicia chilena, habituada a negociaciones “bajo la mesa” y que aplica parámetros jurídicos que no distinguen entre delitos comunes y delitos de lesa humanidad.
Igualmente vergonzosa ha sido la actuación del gobierno de Chile en los planes de desestabilización, golpes de Estado y apoyo a intervención militar extranjera en la República Bolivariana de Venezuela. Piñera, reconocido por su codicia e inocultable interés por hacerse de parte del petróleo venezolano, ha asistido personalmente a la frontera entre Colombia y Venezuela a azuzar una intervención militar norteamericana y una guerra civil. Tras el fracaso de destitución del legítimo gobierno a través del Grupo de Lima, Piñera ha propiciado Prosur, descalificando a instancias de cooperación internacional ya existentes en la región.
En el plano interno, el 6 de abril de 2018, el gobierno presentó un Plan de Seguridad Pública con el objetivo de modernizar a las policías, avanzar contra la delincuencia y establecer un sistema de inteligencia del Estado. En este contexto se entienden la ley de “Aula Segura” (21-9-18), que endurece las sanciones a escolares “subversivos”. Y la ley de control de identidad, que permitiría a las policías allanar a menores de edad. De esta manera se legalizaría la represión hacia la movilización por el derecho a la educación, a los jóvenes pobladores y a los movimientos sociales que luchan por terminar con la desigualdad y otras formas de injusticia.
El 25 de abril de 2019, el Ministerio de Justicia designó al Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) como encargado del Mecanismo de Prevención de la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, en conformidad al artículo 3 del Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura (DS 340 de 2008). El INDH actuaría a través del Comité de Prevención contra la Tortura. Este podría examinar lugares de detención y el trato a los detenidos, en visitas no programadas, entrevistarse con detenidos y proponer cambios reglamentarios. Los expertos asumirían por concurso público de Alta Dirección Pública.
En contradicción con la medida anterior, los Estados de Chile, Argentina, Brasil, Colombia y Paraguay, todos ellos regidos por gobiernos de derecha, presentaron un documento ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El objetivo es solicitar a la entidad respetar la “autonomía” de los países en relación a las demandas interpuestas por sus propios ciudadanos. De esta manera, los citados gobiernos pretenden desconocer la legislación internacional, a la que deben adecuarse y subordinarse las legislaciones de cada nación.
Ante este panorama, el pensador brasileño Leonardo Boff ha convocado a la realización de la Asamblea Internacional de los Pueblos (2019), para abrir, “junto a un frente político amplio en defensa de la democracia y de los derechos sociales (…) otro frente de todas las tendencias políticas, ideológicas y espirituales, en torno a valores capaces de sacarnos de la presente crisis”.
Por Hervi Lara B.
Santiago de Chile, 16 de mayo de 2019.