Hace poco más de un año me ubicó un periodista extranjero. Me pidió contactarlo con el alcalde de Calama, porque estaba de visita en Chile y le interesaba entrevistarlo a propósito de los movimientos sociales en la “Tierra de Sol y Cobre”.
Llegó hasta mi oficina e hicimos buenas migas. Luego de pactarle la cita con el alcalde Velásquez nos tomamos un café y nos mantuvimos en contacto durante los días que permaneció en Calama.
No fue fácil ser anfitrión, debo reconocerlo; me pidió que lo acompañara a caminar mientras se fumaba un cigarro y de paso continuábamos la charla, pero al cabo de un par de vueltas por el casco central ya no hubo más donde orientarle para sostener la caminata. Y claro, si en Calama hay nulos espacios públicos y de sobra salas de cerveza cuya imagen de presentación no es la más amable. Y qué decir de la sobrepoblación de perros callejeros y de la enorme cantidad de personas mendigando una moneda en esta ciudad que representa un oasis de oportunidades por estar emplazada en el distrito minero más importante del mundo.
Mientras me excusaba avergonzado de las carencias que reinan en la capital loína, Boris (así es su nombre), como buen periodista, descargó un cúmulo de preguntas, la mayoría asociada a una postal que sorprende como parte del paisaje local: La chimenea de Chuquicamata como fondo del cuadro y el anillo gris que nace allí y rodea a la ciudad.
Boris no podía entender el malogrado estado en que se encuentra Calama, siendo “la billetera de Chile”. La verdad –le comentaba-, quienes habitamos en esta ciudad tampoco logramos entenderlo.
Lo cierto es que Boris Miranda, el periodista del que les hago alusión, es de nacionalidad boliviana. En más de una ocasión acotó que no sabe si lamentarse más porque tras la Guerra del Pacífico su país perdió acceso soberano al mar o por haber perdido la colosal riqueza que está en los suelos de la que ahora, en Chile, lleva por nombre Región de Antofagasta.
En otro escenario, me pasaría lo mismo que a Boris, pero nadie en Calama puede decir que para quienes construimos socialmente esta comuna es una bendición tener el distrito minero más grande del mundo.
No es una bendición ser zona saturada de contaminación. Tampoco lo es que la principal fuente hídrica de esta comuna, emplazada en el desierto más árido del mundo, como lo es el río Loa, haya sido declarada agotada hace ya 13 años. No es una bendición que quienes no trabajan en minería, la mayor parte de la ciudad, tengan que asumir un costo de vida diseñado para quienes son empleados directos de la Corporación del Cobre. Tampoco nos resulta bendito que nuestra cultura andina sea vilipendiada por muchos de quienes componen la enorme masa de población flotante, los que, por ejemplo, en un acto de plena ignorancia nos tratan despectivamente por izar la Wiphala, un emblema sagrado para quienes tenemos un origen común y conformamos la comunidad andina, traspasando fronteras de países.
No es una bendición que por esa misma población flotante, carguemos con el estigma de ser una ciudad campamento, invadida por casas de cita, shoperías y un sin fin de espacios dirigidos al minero sediento y con la necesidad de dar rienda suelta a su masculinidad, desplazando lugar para la recreación familiar, y como resultado de eso, seamos campeones en cuanto a índices de violencia sobre la mujer, sida, alcoholismo y suicidios, entre otros flagelos.
Cómo es posible que esto pase en la ciudad que más aporta al erario nacional, se preguntará usted tal como nosotros. Es posible en la medida que no se defina ningún mecanismo que compense a Calama y las comunas mineras de Chile (no vamos a hablar del Fondenor, que terminó siendo un insulto del gobierno de Sebastián Piñera).
El año 1974 se derogó la ley 11.828 que permitía justamente que las zonas mineras fueran beneficiadas con parte de la riqueza que generaban.
Precisamente las construcciones más emblemáticas de Calama, como el Teatro Municipal por mencionar una, se levantaron gracias a ese marco legal. Desde entonces, los habitantes de las comunas productoras no recibimos ni las gracias y, en cambio, debemos lidiar con las externalidades de la industria cuprífera.
El sentimiento de abandono es tal que, en lo personal, agradezco el debate que generó la ofensiva de Evo Morales en la Celac, cuando insistió con la demanda boliviana de contar con una salida al Pacífico.
“Pónganse un minuto en el lugar de los niños que saben que su patria nació con Antofagasta, con Cobija, Calama, Mejillones (…) ¿Dónde está mi Cobija, dónde está mi Calama?», expresaba Evo.
Aquella sola mención originó de pronto un interés de parte de millones de chilenos, que se expresaban por las redes sociales, por nuestra tierra. Y qué decir de la reacción enérgica y “sólida”, como catalogaron la mayoría de los medios nacionales, de nuestro presidente Sebastián Piñera.
Quisiéramos que siempre nos valoraran desde el Gobierno y el resto del país. Quisiéramos que el interés por Calama y la región no sólo sea una reacción a la que muchos llaman “la pataleta de Evo”.
Quisiéramos que el “trato especial” que alguna vez Piñera dijo requería Calama, se transforme en hechos reales.
No queremos terminar luego como las oficinas salitreras, que una vez que se terminó la fiebre del oro blanco, acabaron transformándose en verdaderos pueblos fantasmas.
Más de alguna vez me he preguntado, ¿Si no hubiese sucedido la Guerra del Pacífico y la Región de Antofagasta fuera hoy un departamento más del Estado Plurinacional de Bolivia, cargaríamos con este sentimiento de olvido y postergación?
Sé que no faltará quien al leer mi columna se pregunte: ¿Por qué no se va a Bolivia, entonces?, yo preguntó: ¿Por qué debiéramos irnos si esta es nuestra tierra?, ¿No sería mejor que el Estado le dé por fin a Calama el valor que corresponde?
Por Miguel Ballesteros