No había ni una gota de viento, sólo una braza ardiente que te caía desde el cielo. Ni una triza de lluvia, sólo la respiración vacilante en medio de un calor desconocido e implacable. Y yo ahí, perdido en medio de una revolución mágica, hasta que en un rincón de la Plaza Bolívar apareció de la nada Hugo Chávez. O tal vez siempre estuvo ahí y la nada era yo, pero lo único que importa es que el tiempo se detuvo en el aire y dibujó una breve luciérnaga mientras el comandante hablaba a su pueblo. En un rincón de la plaza fue cuando le vi y escuché su palabra; palabra increíble para un chileno de un Chile casi sin memoria, de un país donde la revolución es casi un susurro que deambula por entre las piedras; donde se reprime al pueblo mapuche simplemente por ser mapuche; donde a los Movimientos Sociales se les perfora su solidaria ternura porque se les teme hasta siempre. El mismo país donde la Democracia no sale de su estupor al no entender el que se hable en su nombre cuando jamás ha visitado Chile en las últimas dos décadas.
En eso pensaba cuando me pareció que el presidente Chávez escrutaba mi asombro con una mirada comprensiva, como queriendo decir: el pueblo chileno es valiente, Allende fue valiente, la lucha contra la dictadura fue valiente. Nada es imposible. Aunque, para ser honesto, creo que nunca siquiera supo que me hallaba en la plaza, en Venezuela, en la revolución bolivariana. Jamás atisbó mi ímpetu de abrazarlo por haber despertado a América Latina en medio del canto. Sí, porque el presidente cantaba sin vergüenza alguna. Y bien cantaba, con la alegría del que hila sueños colosales sin ser Bolívar; que cabalga con rumbo sin ser Sucre, y trazando a América Latina sin ser Miranda.
Era nada más Hugo Chávez, con todas sus virtudes y todos sus defectos; el que bregó por la integración latinoamericana, por la solidaridad entre los pueblos; el que impulsó la conformación de UNASUR, Unión de Naciones Suramericanas; que promovió la creación de CELAC, Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe. El mismo que generó y consolidó las numerosas Misiones bolivarianas abocadas a ayudar a los desposeídos y que constituyen expresión de una profunda solidaridad.
La Misión Milagro, que funciona en el ámbito oftalmológico, ha sanado de problemas oculares a más de 2 millones de latinoamericanos de escasos recursos. La Misión Barrio Adentro busca garantizar una salud de calidad a los pobres, mediante el establecimiento y funcionamiento de consultorios y hospitales populares. Por su parte, la Misión Cristo tiene como objetivo terminar con la pobreza en Venezuela. Asimismo, la Misión Guaicaipuro está destinada a promover los derechos de los pueblos indígenas. Y así, casi una treintena de Misiones humanitarias.
Porque Chávez era un hombre terrenal que conocía los problemas del pueblo venezolano, pero también creía en Dios. Algunos piensan que Dios no existe o que sus ojos son fríos como el hielo, pero el presidente Chávez sí creía y sí confiaba y sí oraba. Después de todo es lo único que importa, entonces, seguramente en el hálito de las nubes añiles, su Dios esbozará una sonrisa al conocer por fin al comandante del que tanto le habían hablado.
En nada de eso pensaba en mitad de la Plaza Bolívar en Caracas cuando quise creer que Hugo Chávez irisaba de mariposas mi asombro.
Por Dr. Tito Tricot
Sociólogo, director del Centro de Estudios de América Latina y el Caribe- Cealc