Por Simón Rubiños Cea (*) / Este año ha sido revuelto. Latinoamérica vive su propia primavera donde por distintos argumentos se han visto manifestaciones que expresan descontentos de relativa semejanza, a pesar de las particularidades. De estos países, los casos de Ecuador y Chile alcanzaron mayor eco en Colombia, país en el que diversas voces esperaban un contexto así, donde el ambiente regional permitiera legitimar reclamos y alcanzar mayor revuelo a nivel local.
En los días previos al 21 de noviembre, las conversaciones al ritmo de la salsa, despecho y vallenato, acompañadas de cerveza o un tinto, se iban llenando de comentarios de lo que pasaba a nivel regional, primero que los indígenas en Ecuador en contra de las reformas austericidas de Lenin Moreno, y luego de las masivas marchas chilenas contra un modelo que cuántas veces, para bien o para mal, ha sido puesto de ejemplo. Dichas reflexiones cerraban frecuentemente con un “quizás qué irá a pasar acá”.
Colombia ha transitado buena parte de su historia bajo el alero de EEUU, sirviendo a veces de base militar, otras de espacio para validar estrategias regionales, otras como despensa. Pero además ha vivido permanentemente al amén de sus élites, quienes a lo largo de la historia han cogido para sí la riqueza de su tierra y de los pueblos que le habitan, relegando a la gente a un tercer plano, despojándole incluso de derechos y bienes, sumiéndola en una sostenida precariedad mientras políticos de un bando y otro se ponían de acuerdo en cómo repartirse la torta entre ellos a punta de fusil, billetes y tamales.
Luego de una década particularmente violenta, la Constitución de 1991 pareció ser un néctar que cerraría las heridas. No obstante, la idiosincrasia política se impuso y con el tiempo la corrupción y la violencia lograron nublar su bello origen, sumando ahora una encarnizada privatización del Estado colombiano, centrando de manera flagrante en el empresariado el porvenir y desarrollo de la nación.
Así, EEUU, junto a este empresariado y las élites, hicieron del país una nación neoliberal en un contexto particular, donde la alegría del folklore colombiano permite al menos sobrellevar la triste y explotadora realidad con una somera sonrisa que emerge al pasar el calor de un trago al son de Diomedes o de Helenita Vargas. Pero el tema fue a peor.
Las estructuras privatizadas de seguridad social y laboral empeoraron la calidad de vida. A esto se suma la pauperización de la educación pública; rezagos en infraestructura y conectividad; ineficiencia en el manejo de arcas públicas coronada por sendos casos de corrupción; perdurabilidad del narcotráfico; el aumento de la violencia armada; liderazgos políticos nocivos para el desarrollo de una democracia libre y que siguen usando escaños en diversos espacios de representación pública; leyes abusivas; impunidad de la élite y de políticos, entre otros aspectos, fueron alimentando un descontento, gota a gota, en la gente que insistía en decir “ah, para qué nos preocupamos si al final esas vainas van a seguir pasando”.
Para 2016, el Acuerdo de Paz apareció como un nuevo néctar, pero nuevamente la élite y la clase política hicieron de todo para deslegitimarlo, logrando una renegociación que les beneficiara en el posconflicto. Bemoles más, bemoles menos, el término del conflicto con las FARC-EP permitió develar realidades que antes eran pasadas por alto o encubiertas como la persecución política, estructuras paramilitares y terrorismo de Estado, asesinato a líderes indígenas y sociales, conflictos ambientales y territoriales, la discriminación racial, social, de género y a personas de orientación sexual diversa, la desigualdad, el costo de la vida, compra de votos, el fraking y las trabas e ineficiente implementación del Acuerdo, entre otros temas, rebalsaron la paciencia de la gente.
Ahora bien, de un tiempo a esta parte la periodicidad y tamaño de marchas, plantones y protestas por la defensa de la vida y la vida digna –vale totalmente la redundancia –, vienen en aumento: son más seguidas y convocan más gente. Esto corresponde principalmente al descontento descrito, pero también puede ser considerado un efecto colateral del Acuerdo, ya que con éste se sembró la semilla para que con el tiempo se logre eliminar la estigmatización sobre la alternativa política.
Esta semilla comprende, primero, a la apertura a pensar de forma no hegemónica, donde a medida que pasa el tiempo, las voces y pensamientos son cada vez más diversos y menos repeticiones de posverdades o tergiversaciones de hechos históricos; además, se abre una mirada crítica sobre el quehacer del Estado y sus representantes. Segundo, comprende también el voto por la alternativa, permitiendo a sectores políticos no tradicionales aumentar su votación o acercarse a cargos de elección, pasando en la última presidencial el umbral de los 8 millones de votos por primera vez en la historia. Y tercero, comprende la posibilidad de actuar frente lo descrito, con todas las limitaciones habidas y por haber, al aumentar el grado de libertad para expresar el descontento.
Ya en el gobierno de Duque y Uribe, entre otros graves desaciertos gubernamentales, se anunciaron reformas para precarizar todavía más a las personas, lo que se suma a todo lo anterior, sirviendo de base para convocar a un paro nacional el pasado 21 de noviembre, llamado que ante el contexto regional y nacional venía acompañado de grandes expectativas. No había certeza de lo que podría llegar a pasar.
Sin embargo, la respuesta de la gente fue masiva y nacional, mayoritariamente pacífica, enérgica y sostenida. Si bien el 22 de noviembre noticiarios, radios, incluso redes sociales y el “voz a voz” centraban su atención en una ola de pánico a nivel nacional que no pasó más allá de amenaza, el paro se sostuvo y se ha logrado sostener hasta hoy, así sea de manera menos robusta que al comienzo, pero con el mismo énfasis inicial. Las expresiones culturales, plantones, cacerolazos y otras actividades siguen desarrollándose, lo cual ha permitido romper el cerco del miedo y la forzada realidad, donde la precarización y los abusos eran moneda de cambio y la gente cargaba el peso de la ineficiencia de una clase política acostumbrada a hacer lo que quisiera, manejando al país como su finca.
Finalmente, Colombia no sufría de cólera sino de amor por lo suyo, reflejado en un anhelo de un mejor país para las próximas generaciones. El timorato despertar que se venía observando alcanzó proporciones históricas, volcando millones de personas a expresar su deseo de abandonar el austericidio y el sendero neoliberal y violento que ha causado tanto, tanto dolor a la gente. Desde una perspectiva histórica, no hay que observar necesariamente cuánto se vaya a lograr con el paro en materia de reformas; lo histórico es que esto no había pasado nunca, y es justamente esto lo que ha permitido sembrar una luz de esperanza para cesar de una vez por todas la horrible noche que sobre el país se cierne.
(*) Ingeniero Constructor, Universidad de Valparaíso, Chile. Magíster en Políticas Públicas, Universidad Nacional de Colombia. Investigador del Grupo de Investigación en Desarrollo Territorial, Paz y Posconflicto (GIDETPP) – UNAL y del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG). [email protected]; [email protected].